El placer de jugar, capítulo 9 de "La deriva"
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El placer de jugar, capítulo 9 de "La deriva"
Si tuviera que definir con una palabra sus sensaciones ante el hecho inevitable de la jubilación, utilizaría sin la menor duda la siguiente: incertidumbre. No sabia cómo iba a reaccionar ante la cantidad de tiempo libre que se le venia encima, a él le gustaba su trabajo de juez, en eso era un privilegiado, pero poco a poco se había concienciado de que esa parte de su vida llegaba a su fin, y a medida que se aproximaba, esperaba la hora de jubilarse con total tranquilidad, y con las ideas bastante claras sobre lo que haría: dormir, pasear, leer, ver a su nieto, tal vez viajar. Sin embargo, estas expectativas se vieron truncadas justo en el momento en que la jubilación se hizo efectiva. José atribuyo el desasosiego que le invadía a que por primera vez en años notaba la ausencia de Pepita como un vacío que no podía llenar, le gustaría tenerla ahora a su lado para compartir con ella los recuerdos y las experiencias vividas en común, una añoranza imposible de satisfacer. Fue un error que pagó muy caro aquel amorío con la secretaria del juzgado, qué estupidez. Sara era una mujer atractiva, soltera, que desde el principio le hizo insinuaciones o eso interpretó, a las cuales él cedió como un colegial, sin medir las consecuencias. Tenia cincuenta y dos años y estaba en una edad en que empiezas a sentirte viejo y eso asusta, quizá para volver a recuperar el impulso de la juventud sucumbió a los encantos de Sara, dos meses de relación hasta que Pepita se enteró, siempre había tenido un sexto sentido para estos asuntos y su instinto le decía que algo le pasaba a José, que su comportamiento no era el habitual, que tenia compromisos que antes no existían y que ciertos detalles de coquetería masculina que observó en su indumentaria solamente podían tener un significado ,y acertó, vaya si acertó, tan segura estaba que se lo soltó a quemarropa, tu me engañas, verdad. José estaba convencido de que ella lo averiguaría tarde o temprano y no intento disimularlo, es cierto, dijo sin mirarle a la cara, después trató de explicarle que había sido una chiquillada, que Sara no significaba nada para él, lo que se suele decir en estos casos y que daría igual no decir. Pepita aún se sentía humillada por aquel asunto de Isabel que llevaba dentro como un tizón que nunca había dejado de arder, por eso le dijo: te lo he pasado una vez pero por la segunda no paso, vete buscando abogado para el divorcio. José se temía que reaccionaria de esa manera, le parecía que en realidad estaba esperando que le diera un motivo para cobrarse la deuda, lo pasó mal porque además, lo de Sara fue una aventura efímera que había terminado antes incluso de que Pepita lo descubriera. Los términos del divorcio fueron amistosos, el piso se vendió y se repartieron el dinero, el coche fue para ella y las cuentas del banco se dividieron por mitad como es de ley en el sistema de gananciales, se estableció una pensión compensatoria para Pepita, que representaba aproximadamente el veinticinco por ciento de su sueldo, en cuanto a la situación de los hijos, ambos eran mayores de edad, Esperanza ya estaba trabajando en Madrid y a Gabriel lo mantendría José hasta que terminara sus estudios y se colocara. Como consecuencia de los pactos, Pepita se instaló en Madrid, con su hija, y Gabriel se quedó en Coruña, con su padre. Fue muy duro el primer año, pero José acabó por acostumbrarse, ¿por qué volvía ahora precisamente esa sensación de soledad? los días iniciales intentó organizarse, anotó en una libreta el programa a seguir pero era incapaz de cumplirlo, tienes libertad, qué mas se puede pedir, se decía, funcionaba por arrebatos, de pronto, si la mañana le animaba ,salía a pasear sin rumbo fijo, unas veces hacia el dique de abrigo, atravesando los Cantones, la Marina y la Dársena, sentándose en los bancos del jardín de San Carlos, a la sombra de los árboles, si el día era caluroso, al rato continuaba dejando atrás el castillo de San Antón pera enfilar finalmente el camino del dique; otras veces hacia los Castros, por Juan Florez hasta la fuente de Cuatro Caminos, General Sanjurjo, o bien bordeando la ruta del mar por el cinturón del paseo para llegar al pie de la torre de Hércules y volver, o quizás confundiendo itinerarios, descubriendo barriadas que no tenían un atractivo especial salvo el del desconocimiento, y no era extraño porque la mayor parte de ellas estaban entregadas al abandono, semiocultas, con viviendas irregulares y descuidadas, con calles mal asfaltadas o llenas de baches y con una vida más hacia fuera, más comunal o populachera que en los barrios céntricos. Cinco días a la semana comía en casa de su hijo, incluidos sábados y domingos, los otros dos en el bar de Paco, que tenia un menú económico y variado. Por las tardes, después de dormir una larga siesta, iba a la misa de siete en los franciscanos, llegaba con diez minutos de antelación y se colocaba en el tercer banco a la izquierda del altar, le acompañaba un coro de mujeres y de hombres tan solitarios como él ,que ocupaban diariamente los mismo sitios. José no participaba en la misa, si por participar se entiende la respuesta a las oraciones y el entonar de cantos cuando era requerido. No, José iba para recibir espiritualidad, para oír las palabras salvación, perdón y redención, no para entonar el mea culpa, seguramente mantenía la misma actitud que podría haber mostrado en cualquier otro lugar, por ejemplo, en un Café, escuchando los rumores de conversaciones o el sonido de fondo del hilo musical o el mismo silencio, el padre Damián se había fijado en ese detalle y se lo dijo, pero hombre de dios porque no reza, si que rezo padre, rezo por dentro, si hijo pero la misa es una comunión y debemos manifestar nuestro amor a Cristo mediante la oración, es preciso que los demás le oigan, que le sientan próximo a ellos, esta bien, padre, pero José seguía si articular las palabras.
Se encontraba bien dentro de la iglesia, entre los muros de piedra, era la atmósfera de entrega y recogimiento lo que le gustaba, el olor a incienso, la luz tenue de los cirios, los arreglos florales, la liturgia, los ornamentos del sacerdote, con la casulla blanca e impoluta, el simbolismo de los sacramentos, la voz monótona del padre Damián que mezclaba canto y oración en una salmodia que apaciguaba el ánimo, el tono elevado de su compañera de banco que respondía por él y por todos, el cantar alegre del hombre que se sentaba detrás, el cálido apretón de manos que se daba con ellos deseándose paz, esa armonía se rompía con ocasión de alguna conmemoración o recordatorio, esos días no entraba, no por desprecio, más bien por lo contrario, por un respeto máximo al dolor de los familiares, se sentía un intruso, tampoco asistía a misa los domingos ni las festividades, como el Viernes Santo o la Inmaculada Concepción, eran demasiado multitudinarias, no sentidas, percibía que en la concurrencia había una parte de los asistentes que iban por rutina, por cumplir, porque era domingo o festivo y tocaba ¿ ocurría lo mismo con José? no, él no acudía porque sí, lo probaba su estado de ánimo al acabar el ritual, salía contento, como si le hubieran dado una buena noticia, con el espíritu en calma, se podría decir, y el alma sosegada, los días impares dejaba limosna en el cepillo, una dádiva generosa, billetes de cinco o diez euros. De la celebración, con lo que más disfrutaba, era con la lectura de los evangelios, esos pasajes de humanismo desbordado hacían revivir su vocación cristiana, aparcada durante mucho tiempo por los problemas más inmediatos de su profesión; y con las homilías del padre Damián, encendidas diatribas contra la relajación moral y el culto al nuevo-viejo becerro de oro: el dinero. Era ese tono encendido, esa pasión arrebatada que ponía en su discurso lo que más admiraba a José, y no tanto el contenido de sus mensajes, con los que a menudo no estaba de acuerdo. Fuera del púlpito el padre Damián se convertía en otra persona, amable y caritativa, siempre sonriente y hasta más comprensiva de lo que sus homilías dejaban entrever. Fue el padre Damián quien le metió el gusanillo de un vicio que acabó por traerle dolorosas secuelas. Todos los lunes organizaba en la parroquia un bingo con el que obtenía fondos para las obras de caridad , invitó a José a que fuera, ganar no va a ganar le dijo(al afortunado se le comunicaba que consideraban el importe del premio como un generoso donativo)pero es por una buena causa, y él, por curiosidad ,se presentó el segundo lunes de julio en el refectorio, donde habían montado un tenderete con su mesa rectangular y su bombo del tamaño de una esfera del mundo de las de decorar, las bolitas de pino giraban con un ruido sordo de anticipo de tsunami y hasta tenían una pantalla electrónica, donde bajo el rótulo del numero de cartón y de serie, se iluminaban los números que iban saliendo consecutivamente; el padre Damián dirigía las operaciones como un capitán de barco y fue la casualidad que José en su debú estuviera tocado por la diosa fortuna, ya que canto línea, línea y bingo dos veces en un intervalo de treinta y cinco minutos, trescientos euros se habría embolsado de no haber mediado la caridad forzosa; el padre Damián le dio un golpecito en la espalda, hoy ha hecho una buena obra, ya lo creo, en el empeño se había dejado mil duros, treinta euros, no estaba mal la contribución. Los mismos fieles que le acompañaban en misa se sentaban a su mesa en el bingo, cuatro puestos, cada uno ocupando un lado de la mesa, el jubiloso cantarín a su derecha , la mujer estentórea de frente, y a su izquierda el diácono Marcial, exento de aportaciones monetarias; todos vinieron a felicitarle como si realmente hubiera ganado el premio, y en su pensamiento así era, interiorizo esa racha de buena suerte diciéndose: si estoy en racha por qué no juego en otro sitio donde pueda ganar dinero para mí, fueron las tentaciones de San Antonio aplicadas a su persona, pero él fue más débil que el santo y comenzó por probar en un bingo que había visto, de pasada, en la ronda de Outeiro, y fuera por casualidad o porque realmente estaba tocado por la fortuna, ocurrió que cantó bingo tres veces seguidas, seiscientos euros en total, además, era entretenido, las horas se pasaban en un suspiro y empezó a sentir el placer de jugar por jugar. A los dos meses estaba totalmente enganchado, no había día que no probara suerte, lo peor es que la cosa no quedó solamente en el bingo, se aventuró a probar en el casino: black jack, ruleta, backgamon, la consecuencia de todo esto es que a José no le duraba la pensión más allá de veinte días, llevaba el vicio tan metido en la sangre que era como si le faltara el aire, necesitaba apostar como quien necesita comer, pocas soluciones le quedaban, pedir dinero a Gabriel sería la última cosa que haría, se preguntaría para qué lo quería, investigaría y acabaría por descubrir la verdad, le quedaba la opción de los prestamos personales, contactó con una de esas empresas que se anuncian en televisión en horario matutino, les llamo por teléfono y lo citaron en una oficina que tenían frente al puerto,¿en qué le puedo servir? ,le preguntó una amable señorita medio oculta por la pantalla del ordenador, verá, necesito un préstamo, ¿de cuanto lo querría usted?, no sé, creo que con dos mil euros me arreglaría, ¿nos puede decir el motivo de solicitar nuestros servicios?, es para comprarle un detalle a mi mujer, una pulsera, sabe, es nuestro cincuenta aniversario, las bodas de oro, y quisiera hacerle un buen regalo, claro, lo entiendo, ¿tiene usted recursos propios, rentas o una pensión, quizá?, si, tengo una pensión de jubilación, necesitaríamos que nos trajera un fotocopia de los tres últimos recibos de pago, una vez que los tengamos redactaremos un documento de concesión de crédito, ¿cuánto puede tardar?, poco, si usted nos trae esa documentación mañana, el viernes podría tener en sus manos el dinero, muy bien ,así lo haré, gracias ,señorita, gracias a usted, buenos días. Mala idea tuvo José, se embarcó en un viaje de difícil retorno, volvió una segunda vez y una tercera, pidiendo en cada ocasión cantidades mayores, hasta cinco mil euros le dieron la postrera, pero no pudo devolverlos y ya no hubo más prestamos; acudió a otra compañía del ramo, le denegaron el crédito, sin duda tenían las bases de datos interconectadas y en ellas figuraba como moroso. ¿Qué le quedaba por hacer?. Naturalmente, la peor de las salidas: hipotecar la casa. Lo hizo siendo perfectamente consciente del paso que daba, aunque engañado como todos los ludópatas por el convencimiento ilusorio de que la suerte cambiaría y que un buen premio podría resarcirle de las múltiples deudas contraídas. Ese premio no llegó y su vida personal empezó a verse gravemente afectada. ¿te ocurre algo, papá? te noto muy distraído últimamente, le preguntó con preocupación Gabriel un sábado en que no había probado bocado , no es nada, pensaba en mis cosas, ¿de verdad se encuentra bien? insistió Laura, si, si, tengo algunos achaques, un poco de ciática, pero nada importante, tienes que cuidarte papá, te pegas unas caminatas demasiado largas, a tu edad uno se fatiga más, es cierto, tienes razón, hijo.
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- Registrado: Mié, 16 Ene 2008 23:20
Re: El placer de jugar"fragmento de La deriva"
Un gustazo venir a estas letras, amigo.
Gracias siempre por tus magníficos aportes. He notado muchos lectores invitados -más que hace un buen tiempo atrás- en el apartado de prosa. Agradezco mucho tu colaboración para este lado de Alaire.
Abrazo.
"He guardado la Luna en los cajones
por si vuelves de noche que te alumbre;
no te tardes, papá, que sin la lumbre
de tu amor no se encienden los fogones.'"
Esta cárcel sin ti, Ramón Olivares