La brisa huye para no infundir en la imagen,
no desviar el horizonte radiante,
ni alterar la calma adormecida.
Y la luz, se viste de calima y misterio,
apaciguada e inalterable,
altiva y pasajera,
callada e insonora.
La tierra, blanca de nácar,
-es invierno, a nevado-,
se atrinchera en su contorno
para dibujar la inmensa serenidad
de un día sin ocaso.
Nada es imaginable, nada se imagina,
tan solo la belleza inenarrable de la soledad,
un retablo capaz de hacer sentir paz
aún en la situación más crítica,
la ausencia de un grito
o el lamento mudo del sosiego infinito.
Es tristeza convertida en la más pura de las bellezas,
la voz tenue de unas ramas
aderezadas de blanco invernal,
el mástil de su tallo helado, rígido,
en dirección al cielo que le alimentó y vio crecer,
la cúpula azabache tintada de blanca luna,
sus hojas, como cabellos humedecidos
ornamentando una imagen imborrable.
Un retablo de paz infinita.
Mañana será pasto de los vestigios del tiempo,
pero no habrá evitado la solemne visión de los ojos.
Nada me quitará la paz del momento,
ni tan siquiera la muerte podrá evitarlo.