A Ana M. Sopeña
Las ramas de laurel que se me alejan
y anudan los temblores de los montes hundidos
donde sueña sin sueño
la noche más oscura del llanto de los pájaros,
me llevan a la angustia
de perseguir tu huella,
de hurgar en recovecos sombríos y sinuosos
para encumbrar la herida de tu falda.
El resplandor que daña a una corona mustia,
la fuente de mi barrio perdida en una copla
anuncian el adiós a los espejos,
su quejido ahogado entre los matorrales
y el amor que me diste cuando no me querías.
La brisa de la arena que baña la Almadraba,
se funde con sus muros y recorre el silencio
donde gritan las quejas de un trovador dormido.
El canto se resuelve entre sábanas tristes
que extienden el lamento
que busca mi mirada
y busca su descanso, su olvido para siempre.
Mujer de alma y deseo, caricia que me rompe,
corazón que me busca,
me hiere y no me llama,
me dejas desterrado en el miedo y las sombras
a solas con el mar del dolor que me inunda,
en esas olas negras que arrastran a tu playa.