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Tan vastas eran sus manos,
se derramaban sus mansas laderas a morir,
a morir en sus blandos ocres, bajo la mar inaudita,
una mar completa, grávida del arrobo de esta exultante arena ,
arena húmeda bajo los tejados transparentes
que bramaban en su nombre de piel sedienta.
Se hundían en hebras jugosas,
constelaciones ilimitadas, enredaderas del ayer,
puertas de toda noche,
cal naranja que un beso a la primavera diera.
Cualquiera diría que a los dados
con los astros jugar pudieran.
Rueda en su inmensidad mi alma,
rueda en sus dunas, y yo estoy a su espera.
Una espera ávida a sus sedosos pastos,
a que un maná azafrán, en su roce, me lloviera.
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