La palabra

[Juan Vicedo]

Que yo no pierda nunca la palabra, el don de la palabra que ahora tengo. Ayer se lo decía a mi médico:

-Mire, don Carlos, quisiera seguir hablando haste el final. Hablando para mí y para los otros; escuchándome a mí y escuchando a los demás. ¡Qué soledad tan terrible si me quedara sin voz!

Nadie sabe muy bien ciertas cosas, pero desde el día primero sopló el viento, que agitaba el mar. Casi juntas sonaron la voz del mar y la voz del viento. Y no había nada en la tierra: ni árboles ni frutos, ni arroyos ni fuentes, ni pájaros ni aves; pero sonaba el viento y su voz se escuchaba en los glaciares, en las gargantas de los barrancos, en los campos todavía infecundos. Luego, casi al unísono, sonó la voz del mar, que derramó sus aguas fuera de su lecho, para labrar así las costas acantiladas. Una y mil veces se estrellaba el mar contra las paredes rocosas, que poco a poco acabaron cediendo, dejando que el mar -o su voz- penetrase por entre las fisuras.

Después de muchos siglos, la voz del mar y la del viento han perdido su fuerza y su violencia. Apenas de vez en cuando vuelven a dar testimonio de su esplendor antiguo y se sienten nostálgicos, aunque acaricien velas de navíos, aunque ricen las aguas donde juegan los niños con sus madres.

¿Cómo podría yo entonar un cántico de alabanza a las criaturas si no tuviera voz? Ya no me sería posible platicar de nada con el juez, discutir con el maestro que enseña matemáticas y ciencias, decirle adiós a una paloma herida por el rayo de un surtidor encendido. Sin voz estaría en un rincón de la plaza, mirándome las manos, con las vértebras rotas por la angustia. No contaría con ninguna amiga ni con ninguna compañera.

Por eso, en mis oraciones, que siempre rezo por la calle, cuando voy de un lugar a otro, pido a ese Dios desconocido que la palabra sea mi último atributo humano; pido que me abandone la voz cuando ya el jardín de vida se haya borrado de mi frente.