Las sienes del amor
respiran por branquias en el charco
—están cansadas de orfidal—
buscan bebedero de gin tonic
soñando poetas de día.
Al caer la noche
comen el vidrio de sus tripas
—sin contenedor—,
escupen tiempos raídos,
lucen talla S y no reciclan folios blancos.
Vuelan porque no les queda otra alternativa lógica.
Se humedecen al contacto
de las sábanas bajeras,
se afeitan las piernas
y huelen a coro de iglesia.
Viven solas en áticos sin ascensor
esperando que el viento las fulmine
—sin descanso—
respiran por branquias en el charco.
Reme era una mujer alicatada de arriba abajo. Algún gracioso la llamaba dientazos, pero no era para tanto su poderosa estructura dental. Rozaba, rondaba o intentaba escaparse de los setenta. Por las tardes se aparcaba en los bancos que hay en la plaza, soñando. Se callaba todo pero su mirada de mujer en celo aullaba bien alto. Vestía de largos negros hasta el tobillo y un crucifijo de plata llegaba hasta su ombligo plano. Disfrutaba oyendo el crujir de los caparazones de las cucarachas cuando las pisaba. Evitaba las canciones de amor, porque le perturbaban el sueño.
Soñaba con ser la causante de una infidelidad, tan solo una clamaba al cielo. Nadie le explicó que ejercitarse en el amor es un buen remedio para no oler a rancio. Cual hueso de jamón enfermo, ni siquiera servía ya para dar sustancia a un buen caldo.
Perras perdidas sin collar buscan rincón
para pernoctar de día
y soñarse humanas.
A cambio prometen fidelidad
—resucitar de entre los vivos—
y encarar el futuro como otro hueso duro de roer.