esperará, delante de tu puerta,
con paciencia, tus pasos.
No se cansará nunca de esperar:
nadie sabe esperar como una calle.
(Joan Margarit – La espera)
Me iré adonde habite el rumor de tu tristeza,
adonde mi boca llegue con un pregón que se levante
sobre las conciencias quietas que nunca reivindican
en la calle que tiembla en el grito de los sauces
las ansias de justicia de Fabrizio De André ,
sobre la memoria del tranvía de San Fernando
que vacío rueda hacia el vientre herido
que crepita en los labios de la ciudad por la mañana,
sobre el coloso y la muerte que muestran sus caricias
terribles en la oscuridad mórbida de sus espejos
con una fragancia antigua que desprende los jirones
de los edificios hundidos por el hambre y el espanto.
Me iré adonde vaya la huella de tu cintura,
adonde juegue el aire con tu sonrisa ausente,
adonde los tableros oscuros del teatro
respiren la función que nunca tuvo vida,
aunque desgarren en el pecho y vibren en la frente,
adonde los pulsos inundados por las rosas del destierro duerman,
porque ya no tengo camisa, paloma, ni azucena
que puedan llevar sobre el hombro
la imagen de tu mirada fresca tendiendo cuerdas de olvido
en la sábana del viento que se proyecta en el rostro de la nada.
Porque perdí la paz y no puedo tener
la palabra imprecisa para vestir mi queja,
porque cerrarás mi voz cuando grite el horizonte
y el arroyo de los niños encuentre su cauce,
su baranda y su puente,
cuando el poniente acaricie el rostro luminoso
de los enamorados que vagan por la playa
cuando el verano alarga su latido en la arena ardiente
que llora en tu recuerdo,
su sombra fresca en el gozne del pozo
donde juegan los pájaros con las cañaverales y el olvido.