IACOMO.— ¡Y que les crujan a sonetos parlanchines! (Cierra la puerta del local con furia). Menudos sinvergüenzas esos. ¿Se han creído que no iba a notar sus triquiñuelas? ¿Que con esas manitas de roedor no les iba a pillar yo! Que baje el mismísimo soberano y lo vea: muebles casi tan decadentes como sus intentonas de hurto, carteles repintados de sepia por la desidia de mis «ayudantes», un anciano más Giotto que ventero en la recepción, ¡y este que soy yo a punto de partir a la Tebas de cien puertas!
CELLO.— Pero todavía queda patria, señor. (Paseando delante del anaquel central). Estos artículos que trajo de su reciente viaje a Eirala, capital de bates y vates almizclados, son de la más exquisita calidad. Lea, por ejemplo, este que versa sobre los antiguos: «Que es bien sabido que el corazón causa estupor, y que el uno nace del otro como la calaña del pájaro. Con esta conclusión arribaron los persas a Grecia y le prendieron fuego y le ahorraron varios siglos inicuos.» (Cerrando el libro con lentitud). ¿No es cosa grande la sabiduría, señor?
IACOMO.— Menos de lo que crees y más de lo que piensas, amigo mío. Pero no es el caso que me hundas en la herida una palada de sal, ¿eh? Porque escrito está también que «el que borra, no atiborra», y no te digo más porque... la cabeza me va a estallar si sigo así, y no hay en ello premio que me cunda... (Aplaudiendo en son de orden). ¡Más panes, pues, y menos bollería!
BELINDA.— Señor Iacomo, ¿ha visto usted a esos pilluelos? ¡Ay de mí! (Se toma la frente). La locura de los otros será mi perdición. He venido en el tren de las doce trayendo el encargo de costumbre. Esta vez: dos gruesos volúmenes de cuentos arábigos que se remontan, según el vendedor, a los tiempos de Putifar, el sabio de Egipto. Y me los he cruzado de la nada. Pero, en fin... (Arreglándose el sombrero). Como le iba diciendo, tengo para mí que incluyen tantas y tan dignas moralejas como las hay en el último libro de nuestra majestad, «Serendipia de reveses».
IACOMO.— ¡Por fin! ¡Una noticia con el sello de la buena estrella! O tal es su apariencia, pues ya no me fío ni de la sombra mía. Lejano queda ya aquel año de venturas y correrías: ¡dichosas marejadas de oro en las arcas de este ilustre templo de almas! ¿Puede usted creerlo, señora?