Pecado

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

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María José Honguero Lucas
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Pecado

Mensaje sin leer por María José Honguero Lucas »

Os expongo aquí un texto por sugerencia de una compañera, a la que se lo agradezco mucho.
Recibió un accesit en el Certamen Calamonte Joven en el año 2008.
Espero no os resulte excesivamente largo y que lo disfrutéis, aunque sea un poquito.
Gracias de antemano por vuestra lectura y paciencia.



La luz del alba empezaba a colarse por la ventana como un castigo, arrastrando consigo cualquier atisbo de inocencia. Del alcohol sólo subsistían un pequeño dolor de cabeza y un enorme arrepentimiento, lejos la exaltación y la lujuria contenida que acompasó sus cuerpos de madrugada.
La miraba, desnuda sobre las sábanas del pecado, y el sabor dulce de la piel prohibida en su lengua se tornaba de cigarrillo rancio y amarga culpa.
Los años de silencio no supieron callarse eternamente, años de mirillas y sueños imposibles, de pasión reprimida, de caricias invisibles y de abrazos a solas, de pesadillas húmedas y de fuego incombustible que había acabado por abrasarles.
Ella, por su parte, con los ojos cerrados para no dejar escapar las lágrimas que la delataran, seguía fingiendo el sueño que la hiciera evadirse de aquel lugar, seguía lamentándose y desgastándose por los remordimientos.
Se habían amado como dos fieras en celo, resarciéndose por todo el sufrimiento acumulado, desbordándose el alma líquida sobre el otro y bebiéndola al tiempo para sentirse uno por un instante fugaz en sus vidas, se habían besado durante horas encerrando en sus bocas el aliento contrario para toda la eternidad, habían sentido el calor furioso de sus cuerpos embistiéndose como dos placas tectónicas que, con su choque, irremediablemente desembocan al desastre.
Se vistieron, sin mirarse, para no sentir la vergüenza cubriendo la carne, y salieron por separado de aquella habitación.
Ahora no quedaba otra opción que entregarse voluntarios a los designios del destino y abrazarse a la esperanza que les pudiera regalar el olvido para seguir adelante.

No recordaba muy bien cuándo empezó aquella historia, pero debió ser muy pronto pues casi todos sus recuerdos se habían gestado junto a ella. La escasa diferencia de edad entre ambos les había hecho coincidir en casi todos los momentos espectaculares de sus vidas. Iban juntos al colegio, primero de la mano de su madre, más tarde sin ella. Sólo un curso por delante para no dar tiempo a olvidar las lecciones que él, con toda la paciencia y el amor del mundo, enseñaba a su hermana. No le importaba perder su tiempo de estudio ayudándola a ella a hacer las tareas, al contrario, y aquélla era una satisfacción que nadie entendía. A los diez años cualquiera de sus compañeros de clase prefería salir a la calle a dar patadas a un balón, a jugar a las canicas, a cualquier cosa sin libros y, por supuesto, sin chicas. Las chicas eran cursis y pesadas, caprichosas y, la mayoría, feas. Él no opinaba así, adoraba su sensibilidad y su delicadeza, su fragilidad e inocencia.
Su madre, una mujer dura y con carácter, viuda de profesión desde los cincuenta, no dejaba de incitarles a hacer cosas distintas, nunca le gustó la relación tan estrecha que mantenían. Solía ponerse furiosa cuando los veía jugar a los médicos bajo la tienda de campaña fabricada por ellos mismos. Los comentarios de las vecinas acerca de las posibles futuras inclinaciones sexuales de alguno de sus hijos la sacaba de quicio, y ella, una persona seria y respetable, no podía permitirlo.
Quizá él, con su infinita devoción por el hacer de su hermana, acabara por ser la mariquita del pueblo, cubierto de vivos colores y plumajes como los que había visto salir alguna vez por televisión el día del orgullo gay. O quizá ella, casi peor, empezara por jugar con los tanques de su hermano y terminara con la cabeza rapada, rellena de tatuajes, subida en un avión rumbo al golfo pérsico. Qué dirían entonces las vecinas, cuántas risas despertaría su equivocación por no haberlos sabido corregir a tiempo.
Esa era la mayor preocupación de la señora Adela, viuda de Don Tomás Abaluenga, de los Abaluenga de Madrid de toda la vida, y no podía permitirlo.
María e Iván lo sabían e intentaban no ponerla nerviosa, hacerlo era sufrir las consecuencias de esos ataques de sociedad en sus propias carnes. Cuando intuían que se acercaba el momento de los gritos y los reproches se comportaban como hijos modelos, haciendo sus tareas por separado y manejando los juguetes apropiados para su género. Al fin y al cabo era mucho mejor ser los típicos hermanos que dejan de soportarse durante un par de días que tener que ignorarse por siempre. Ninguno de los dos quería eso.
Durante esos dos días se dejaban notas por debajo de la puerta mofándose de las locuras de su madre, incluso llegaban a esperar sus escandalosos ronquidos para bajar a la cocina en el silencio de madrugada a comer helado y sentir el placer absoluto de estar saltándose las reglas. La burbuja fabricada por ellos mismos a su alrededor era mucho más fuerte que las opiniones y la furia de cualquiera, invulnerable a las críticas y las sospechas futuras sin ningún tipo de fundamento.

Los años fueron pasando rápidamente, el colegio acabó para él de la misma forma que lo hizo esa inocente voz de niño para convertirse en la de un hombre derecho y casi terminado de hacer. Ella, por su parte, vio como su pecho se abultaba, conoció el terror de quien cree morir desangrado por falta de información de lo que conlleva el hacerse mujer. Su pelo negro y lacio, sus enormes ojos, sus labios cada vez más definidos hacían las delicias de las pupilas del resto de los chicos que empezaban a arrepentirse de las opiniones pasadas.
La evolución de Iván, sin embargo, no había sido tan satisfactoria, al menos así lo creía él. Su cuerpo delgado y el acné repartido por el rostro no despertaban la admiración de las del sexo opuesto. No le importaba en lo más mínimo, le era suficiente el cariño incondicional de su hermana, la indiferencia hacia ellas era totalmente recíproca.
Tal vez fue ahí cuando comenzó todo realmente, su sexualidad se estaba definiendo, y qué equivocada estaba su madre. Podía estar tranquila, nunca se comprometería con alguien con barba que pudiera provocarle un infarto, era hora de respirar. Aunque había algo que quizá fuese muchísimo más grave, algo que nadie, nunca, ni tan siquiera María, conocería.

El primer año de instituto fue un calvario para él, se sentía solo, la extrañaba por los pasillos. Esa burbuja construida junto a su hermana había alejado al mundo de ellos, pero también le había alejado a él mismo del mundo. No tenía amigos, y eso sumado a su timidez le hizo ganarse a pulso la condición de chico raro. Las horas pasaban lentas, interminables, hasta ponerle al borde de la desesperación. Podría haber sido un poco más llevadero si sus horarios hubiesen coincidido para poder recogerla a la salida y volver juntos a casa, pero ni tan siquiera contaba con eso.
Sus notas empezaron a bajar sensiblemente, su madre se cansaba de sus excusas banales, sus profesores terminaron por aburrirle definitivamente.
Algunos días, a la hora antigua del recreo, se escapaba de la desidia de sus clases adultas para verla. Sin saberse observado la contemplaba intentando hacerse un hueco entre las conversaciones de sus compañeras. Iba a ser un arduo trabajo después de esa obcecación unipersonal tan prolongada, pero María era persistente y no se daba fácil por vencida. Eso le alegraba y le entristecía de igual modo, deseaba que la aceptaran, pero por otro lado ansiaba fervientemente que la rechazaran para poder consolarla sin que nada mutara entre ambos. Era consciente de su egoísmo, pero no era culpable, era ese sentimiento fraternal que se estaba convirtiendo en un monstruo que lo devoraba sin pausa.
Poco a poco las visitas esporádicas se volvieron continuadas, olvidó los escondites para presentarse a ella con mentiras y así evitar que la novedad la apartara de su lado. Un día un profesor estaba enfermo, otro había descubierto a tiempo la intención de un examen sorpresa al que era mejor no acudir por riesgo a ser suspendido, otro simplemente se sentía solo y extrañaba el colegio. Todo para sentarse junto a ella al otro lado de la verja y seguir siendo su único destino de conversación, para sentirla cerca antes de llegar a casa y tener que comportarse como el hermano varonil e indiferente a ojos de mamá.
Era horrible sentir así, sentirse así, demasiado duro para alguien que todavía no había sufrido tipo alguno de desengaño, que no había conocido el odio ni la crueldad del amor, para alguien que sentía en cada uno de los minutos de su existencia que estaba haciendo algo malo.
Su cabeza se volvió ingobernable, se sentaba a estudiar y las manos se le iban al lápiz que, con vida propia, escribía María, María, María sobre cada una de las hojas del cuaderno, sus pensamientos volaban de una habitación a otra, su alma gritaba en silencio. Estaba enamorado, amaba a su sangre como nunca creyó que fuese capaz, como el amor de las películas, con amor en mayúsculas, y no podía decírselo a nadie. Sentía que si callaba por más tiempo, ese sentimiento inmenso que le estremecía una y otra vez al tenerla cerca, acabaría por pudrirse en su interior llevándolo a la muerte irremediable.
Pero no podía hacerlo, su egoísmo no podía llegar tan lejos, seguiría callando y consumiéndose por dentro, era la única forma de no perderlo todo.
El año pasó muy lentamente, casi arrastrándose, y llegó el final de curso. María, ayudada en todo momento por su hermano, sacó sus estudios adelante y pasó al instituto. Iván, absorto en el tabú de sus sentires, tuvo que repetir. No le importaba en absoluto, a pesar de tener que soportar la ira de Adela, repetir significaba empezar desde cero con ella, era sentarse a su lado en clase, aguardar el sonido del timbre para hablar con ella en los pasillos, el del timbre final para volver con ella a casa. Ella y solamente ella. Además, era la excusa perfecta para poder estudiar juntos, su madre no podía negarse, estudiar acompañado no implicaba un cambio de sexo seguro.
Se sentía feliz de volver atrás, qué contradicción más deliciosa.

Un día, como tantas otras veces antes y de forma tan distinta, entró en el baño. Ella, cubierta a medias por la toalla, salía de la ducha dejando entrever uno de sus pechos. Desde muy pequeños se habían acostumbrado a verse como su madre los trajo al mundo, habían jugado a médicos y enfermeras, conocían perfectamente la anatomía del sexo opuesto, pero desde hacía un tiempo el pudor era invencible para María. Él lo sabía y, tras un vistazo rápido, salió corriendo de allí.
Un vistazo muy rápido, pero suficiente para seguir soñando. Era el pecho más hermoso que había visto en su vida, también el único, sí, pero estaba convencido de que nadie sobre la faz de la tierra poseía unos pechos tan hermosos, tan redondos y perfectos.
Estaba claro que el límite estaba siendo sobrepasado con creces. Ya no bastaban las charlas y el helado, las risas y los juegos, quería más, mucho más, y eso le hacía el ser más desgraciado del universo. Pasaba los días con ella, iban al instituto, comían con su madre, estudiaban por las tardes, pero por las noches el silencio de su habitación se convertía en el escenario perfecto para descargar sus deseos en soledad. Imaginaba sus brazos, aquellos labios sobre su cuerpo, ese pecho descubierto que quiso hacerlo morir frente a ella para resucitar segundos más tarde. Suspiraba, gemía, le hablaba sin pronunciar palabra alguna, hasta caer rendido por el llanto y el sueño tiempo después. Ese calvario acabaría con él, estaba totalmente seguro de ello.

Todo seguía igual, menos él mismo. María, preciosa, seguía despertando los más bajos instintos de sus compañeros y los celos más mezquinos en él. A veces sentía que ella conocía sus sentimientos, parecía disfrutar viendo aflorar en él la rabia por las alabanzas que recibía a su alrededor. Más tarde, con los dos tumbados sobre la cama repasando las declinaciones latinas, veía claro la imposibilidad de sus suposiciones.

Las cosas se pusieron del todo feas cuando la señora Adela hizo el gran descubrimiento. María ese día tenía dentista y llegaría más tarde a casa. Él, con todo el gusto del mundo, se había ofrecido a acompañarla, pero su madre se adelantó, tenía algo muy importante que hablarle.
Estaba desconcertado, qué podría suceder, sus notas habían mejorado notablemente desde que estudiaba junto a su hermana, no entendía el tono de importancia de su requerimiento. Entró en la cocina cabizbajo, como el que sabe que no está haciendo lo correcto, conocía muy bien el carácter de su madre y no quería enfurecerla más con alguna absurda expresión de autosuficiencia. No le dio tiempo a preguntar, tan sólo levantó la cabeza y una nube de papeles rotos le cruzaron el rostro. Miró al suelo y lo vio claro, en él se esparcían mil pedazos de la carta que escribió la noche anterior, una carta llena de deseos y amargura por un amor imposible con nombre propio.
Su madre blasfemaba y lloraba mirando al cielo mientras él, callado y absorto en los trozos de papel, se maldecía a sí mismo por su imprudencia.
No pudo decirle nada, no supo contestarle nada, desde ese momento todo sería diferente.

María preguntaba y preguntaba, no entendía nada de lo que estaba pasando. El semblante de su madre, de por sí serio, se había tornado gris y despiadado. Su hermano, por su parte, dejó de acompañarla como cada tarde, sólo se encerraba en su habitación haciendo oídos sordos al resto de los mortales. En clase sus mesas seguían estando juntas, pero la distancia entre ellas parecía más bien de mil kilómetros. Le echaba de menos y se lo repetía a cada instante, pero un muro sólido de piedra le daba siempre la contestación que no esperaba. Pensaba, se rebanaba los sesos buscando la explicación de lo absurdo, mas la conclusión nunca aparecía por ninguno de los lados. Las mañanas, las tardes, parte de las noches, todo empezaba a ser una misma cosa para ella, los días le resultaban pesados, como si el aire de repente y sin previo aviso se hubiese cuajado sobre su cabeza. ¿Qué le estaba sucediendo?, de un chasquido todo se había vuelto banal en su vida, pasaba las horas añorando y suspirando, como la novia que ha sido abandonada en el altar, a milímetros escasos de alcanzar la felicidad con la yema de sus dedos.
Sin darse apenas cuenta, la nostalgia por lo que aún se tiene cerca la había invadido por completo transformándose, con cada pregunta no contestada y cada gesto indiferente, en algo mucho más profundo. Sus folios en blanco también se rellenaron con eternos imposibles, con nombres encerrados en corazones destruidos por las flechas de lo injusto, con palabras desgarradas y besos de papel.
Aquel chico que con tanto mimo la había cuidado desde que tenía noción de su existencia, ése que se había ruborizado como el chiquillo que era al verla semidesnuda en el baño, que le escribía inofensivas notas por debajo de la puerta, le había robado el corazón hasta dejarla sin aliento sobre su pedestal de sueños.
Sin haber sentido todavía, sin haber bebido, sin haber besado, se sintió sucia. Extrañaba la compañía de Iván, pero quizá la falta de explicaciones por su repentino alejamiento era lo mejor que podía pasarles, no confiaba en sus impulsos.
Su madre iba a ser la persona más feliz del mundo a partir de entonces.

Desde ese día la distancia entre ambos se fue afianzando cada vez más hasta resquebrajar la burbuja por completo. Comenzaron a hablar con otras personas, empezó el proceso de reinserción. Iván no era muy extrovertido, pero no le quedó más remedio, y, aunque no de demasiados, se rodeó de unos cuantos conocidos. Tenían que verse en casa, donde las reuniones alrededor de la mesa cada vez eran más silenciosas, pero fuera de ella hacían lo posible por no encontrarse. Ambos, sorprendidos por lo pecaminoso de su sentir, se sentían agradecidos por la huida del otro, y nunca existieron las preguntas acerca de ello.

El tiempo seguía pasando, los cursos siguiéndose unos a otros. Iván avanzaba favorablemente impulsado por el deseo de abandonar aquel instituto y marcharse de una vez por todas a la universidad, donde la constancia de su rostro sólo fuera una pesadilla. Le resultaba insoportable verla tan cerca y tan lejos a la vez, no poder hablarle sin que el pecho hiciera amago de desbordarse, no poder abrazarla y tomarla de la mano como lo había hecho desde que no levantaran un metro del suelo. Estaba convencido de que la distancia le ayudaría a rehabilitarse de la droga que era amarla.
María, sin embargo, se desvió por el camino totalmente opuesto. Las compañías y lugares que empezó a frecuentar no eran las más apropiadas, los años cambiaban y ella seguía sentada en el mismo pupitre, si acaso lo usaba alguna vez, la expresión de sus ojos se volvió agria y prepotente, los vicios se le imantaron sin resistencia alguna.
Cuántas fueron las veces que Iván estuvo tentado de acercarse a ella y rescatarla, salir corriendo tomado de su mano, verla así era morir en vida de impotencia. Veía a aquel engendro de compañero con el que pasaba la mayoría de su tiempo y el estómago se le retorcía de rabia y envidia. Pero rescatarla a ella era enterrarse él mismo en vida, además ella nunca pidió que lo hicieran, al contrario, comenzó a tratar a su hermano con la altivez del desprecio y el odio más demoledor, se dirigía a su madre como a aquella señora extraña que dejó de vivir su vida para vivir la de los demás, todo cuanto existía a su alrededor era pura parafernalia, sólo ella sabía cómo enfrentarse a la vida sin ser una amargada como el resto. Aunque también sólo ella sabía que la armadura que había ido tejiendo sobre la piel de su fragilidad acabaría derrumbándose algún día como el polvo sobre sus zapatos.
Iván, cansado de luchar contra la corriente, harto de culpas, desdenes y lágrimas, optó por ignorarla por completo, ignorarla en casa, ignorarla en la calle, delante o detrás de mamá, amándola con locura o no. Algún día la tormenta desatada en su interior quedaría sepultada bajo la luz de algún sol radiante y todo volvería a normalizarse entre ellos, mientras tanto era mejor escapar antes de ser absorbido por la impulsividad y los remordimientos.
Su madre, a pesar de ver con claridad lo que pasaba ante sus ojos, también calló, reprochar quizá fuera una forma imperdonable de avivar lo que tenía que quedar olvidado para siempre.

Así llegó el momento de la marcha, llegó la madurez tan ansiada para volar del nido. La universidad quedaba cerca de casa, pero la idea de compartir piso con un par de desconocidos resultaba mucho más atrayente y más apropiada para la situación.
María seguía igual que hacía un par de años, con la única y mínima diferencia de que aquella cara de ángel que revolucionaba su ternura había desaparecido por completo. El alcohol y las drogas habían suplido cualquier resquicio de humanidad en su estela, convirtiéndose la euforia y la inconsciencia en dos de sus estados opuestos más habituales.
Iván lo sabía perfectamente, aunque no comprendía muy bien los motivos de aquel cambio tan radical. Incluso llegó a sentirse responsable de sus actos por abandonarla, rogándole a su madre que la ayudara. Ninguno de los dos pudo hacer nada al respecto, Adela porque se sentía avergonzada, mucho menos él que no quería quedarse estancado para siempre en un pasado tan doloroso.
Simplemente se marchó, atado al único hilo de las llamadas a casa una vez por semana para saber de su madre e intentar, sin preguntar, averiguar algo de María.
Pasaba todo el día estudiando, las letras eran la mejor forma de seguir combatiendo contra los fantasmas, aunque poco a poco la insistencia de sus compañeros fue aficionándolo a las concurridas fiestas de la facultad. Bebía, reía, degustaba el dulzor de aquel mundo extraño que tanto le estaba regalando. Conoció a chicas, flirteó, se ruborizó en infinidad de ocasiones, perdió la virginidad, se empapó del olor de otras sábanas, de otros cuerpos que le transportaban a un cielo ausente de sus manos. Saboreó la vida que tantas y tantas veces se le había negado.

María se había convertido en una silueta dibujada en el aire, en alguien desapercibido para el resto del mundo, incluso, en muchas ocasiones, para sus propios “amigos”. El amor desplegado hacia su hermano la tenía maniatada, incapaz de deshacerse del cilicio que la castigaba día tras día.
Su madre, exhausta de ruegos y enfados, había acabado por obviarla totalmente. Se levantaba a mediodía, con las ojeras por insignia, tras una noche llena de sueños a ojos abiertos. No existía el minuto en que su corazón desterrara la imagen de Iván, en que sus labios no desearan con fervor los suyos, en que su piel no se estremeciera al amparo de un tacto lejano. Entraba en su habitación creyendo no ser vista y se tumbaba sobre su cama, acariciaba las sábanas que esculpieron su cuerpo antes de marcharse de casa, besaba con pasión la almohada que cobijó su aliento, el aire que posiblemente aún conservara algún minúsculo átomo de su olor.
Si él supiera cuánto lo amaba, cuánto daría por saberse dueña de dos vidas para poder desembocar a él en la siguiente. El comportamiento que le había mostrado durante tanto tiempo, los desplantes, el rencor, era un martirio al que tenía que enfrentarse a cada instante en silencio y soledad. Pero era mejor así, qué hubiera sido de ella al saberse rechazada por algo tan execrable, detestable y tremebundo como amar con toda el alma a su propio hermano. No hubiera podido soportarlo.
Dejó de ir al instituto harta de sentirse la madre de veinte niños, de ser la desviada perenne en el segundo pupitre de la ventana. No se sentía con fuerza alguna para enfrentarse a una vida vacía, haciendo todo lo posible para evadirse de ella. Marihuana, pastillas, ginebra, qué más daba, su cuerpo era capaz de soportarlo todo menos el desprecio. Entregó su cuerpo a cualquiera que pudiera borrar las huellas del deseo silenciado, besó otros labios que anularan mil besos imaginados, regaló palabras de amor a quien nunca pudiera repudiarlas. Y cada mañana siguiente lloraba como una niña en el desván, aborreciendo cada abrazo que no supo apretar tan fuerte para fulminarlo. Pasaba hora tras hora disculpándose por querer escupirlo de sus entrañas, mirando desde la ventana al horizonte que lo resguardaba en alguna parte de la inmensa urbe alejado de ella. Le imaginaba feliz, disfrutando de su madurez, rodeado de chicas guapas que lo amarían al descubrir la hermosura de su interior, que no querrían separarse nunca de una persona tan maravillosa, que se desharían como el hielo más sólido al sentir el tacto cálido de sus manos acariciándoles la espalda, besando su cuello, rozando sus labios, escuchándolo susurrar al oído tiernas palabras que ella nunca escucharía.
En esos momentos el orgullo de hermana hacía acto de presencia y se sentía feliz, pero milésimas de segundo más tarde las lágrimas abrasaban sus mejillas como si un volcán en erupción se derramara sobre ella. Quería ser esas chicas, todas ellas, para regalarle algo nuevo en cada cita, para ser ternura, pasión y locura a la vez, para que nunca existiera en él la necesidad de despertarse rodeado de otros brazos que no fueran los suyos, para ser el único motivo de esa felicidad.

Una mañana de resaca y llanto, de mal sabor de boca y dolor de cabeza, de arrepentimiento y asco por salivas ajenas, de amnesia momentánea por la cara de aquel que la cabalgó durante toda la noche, de suciedad en el espíritu y desesperación, no pudo soportarlo más. Subió al desván y contempló nuevamente el horizonte, hablándole al viento con el corazón más desgarrado. Iba a ser un golpe duro para su madre, una mujer de la alta alcurnia, católica hasta el entrecejo, pero era débil, se sentía abatida, destrozada y cansada, sobre todo cansada, harta de vivir una vida repleta de mentiras y espejismos. Sacó dos tubos de pastillas y la botella de ginebra escondida noches antes bajo el viejo sofá del desván y cerró los ojos para intentar tranquilizarse.
A medida que la calma iba amansando los nervios pensó en lo injusto y cruel de aquella no despedida sin explicaciones. Una nota era lo mínimo, cuatro frases tranquilizadoras que ayudasen a sobrellevar el dolor por la pérdida de una hija.
Buscó papel y bolígrafo, allí Adela guardaba los libros y cuadernos viejos de sus hijos. No servían para nada, pero siempre le había dado lástima tirar a la basura años de trabajo, así que los iba clasificando por si alguna vez resultaban útiles para alguno de ellos, era una de las pocas ocupaciones de una viuda rica sin nada que hacer.
María no lo recordaba, nunca le había interesado nada que tuviera relación con los números y las letras, además, nunca había sido una chica inteligente. Iván sí, él sí que era listo, a pesar de haber repetido una vez, siempre ayudándola en todo, perdiendo su tiempo con ella y, aún así, siempre supo sacar sus estudios adelante hasta plantarse en la universidad.
Cogió un cuaderno y lo abrió, era de Iván. Esa caligrafía puntiaguda y estrecha, como un puñado de alfileres amontonados sobre el papel, era inconfundible.
Siempre le dijo que no le gustaba su letra, parecía la de un médico nervioso escribiendo en otro idioma.
Iván se reía.
Pasaba las hojas, acariciando cada una de ellas con la palma de la mano, sintiendo la fuerza de su pulso hundir el papel con la tinta, sintiéndolo a él, recordándolo. Era como si el tiempo no hubiese pasado desde entonces, como si existiese la posibilidad de empezar de cero, de escoger otro camino totalmente distinto.
Pero desgraciadamente no era así, y ella lo sabía muy bien.
Pasó las hojas con furia hasta encontrar una en blanco donde recitar los motivos de su muerte, donde despedirse de un pretérito devastador y un futuro inexistente, y halló lo inesperado, lo que, a pesar del infortunio, dibujó una alargada sonrisa entre el llanto y la opacidad de su rostro. No habían hojas en blanco, no importaba, su nombre en varios tamaños, María en varios colores, encerrado en corazones indemnes, bajo el suyo, sobre el suyo, junto al suyo, con la palabra amor en mayúsculas, con onomatopeyas de besos, sin ellas, ponían un hermoso punto y final a aquella vieja libreta.
María e Iván, dos locos castigados de por vida por el hermoso pecado de amarse.
Ahora lo entendía todo, ahora comprendía su reacción al ignorarla, al apartarse de ella de esa forma. También la transformación de su madre, cuánto saben las madres, y su empeño tardío por separarles aún estando segura de sus respectivas preferencias sexuales.
Sin darse apenas cuenta la idea del suicidio había volado por la ventana junto con sus pensamientos. La quería, cómo no se había dado cuenta, la quería y tuvo que callar, y se marchó sin haber hablado, sin haberlo dicho, cuánto dolor encerrado por tanto silencio. Necesitaba hablar con él, decirle que ella sentía lo mismo, que su alma seguía intacta a pesar de los años, que nunca deberían haberse separado de esa forma.
Bajó corriendo las escaleras, poseída por la ilusión de escuchar su voz después de tanto tiempo, ansiosa de contarle que no estaba solo en aquella maravillosa equivocación. Buscó en la agenda de su madre con las manos temblorosas por la emoción y marcó su número, ése que nunca antes se había atrevido ni tampoco había tenido la intención de marcar.
Era temprano, seguro que estaría durmiendo todavía, pero no podía esperar.
Cuatro pitidos y el corazón a punto de estallar, se descuelga el teléfono y una voz adormilada de mujer deja escapar un “¿sí?” que se clava como el cuchillo más afilado.
Era tarde, demasiado tarde para todo, demasiado pronto para llamarle sin saber si él estaría dispuesto a escucharla, sin saber si otra persona se había adueñado de sus sentimientos, sin ser consciente de si el olvido hizo efecto en sus anhelos. Por qué remover más la basura.
Qué tonta había sido por pensar que tal vez, que quizá, que seguramente.
Con las esperanzas truncadas y otro hilo salado hendiéndole la piel del rostro, colgó el auricular y salió a la calle.
El tiempo parecía compartir su melancolía, un cielo cubierto de nubes lloraba gotas de lluvia sobre el asfalto. Recorrió las calles enfundada en su impermeable de pesares, recorriendo con nostalgia las arrugas del pasado, buceando sobre cada uno de los recuerdos compartidos. Hacía tan solo unos minutos un bote de pastillas caducadas estuvo a punto de trasladarla lejos del tormento, segundos más tarde había sido la persona más fuerte entre los mortales, y de nuevo se sentía sola y desgraciada. Pero tenía que ser valiente, Iván lo había sido y ahora dormía plácidamente junto a una mujer entregada a sus encantos, tenía que seguir adelante y esperar a que la erosión acabara con esas montañas de amargura.
Caminó y caminó, con la mente dispuesta a salir de ese pozo en que había quedado sumergida, con la idea de la muerte ya lejos de sus intenciones, pero las paredes húmedas y recubiertas de moho todavía eran demasiado altas.

Iván seguía enfrascado en sus estudios y escapadas nocturnas entre libro y libro. De ser el chico raro había pasado a ser uno de los más populares de su entorno, el acné había desaparecido de su semblante, y las horas de gimnasio para pensar en blanco habían surtido su efecto.
El mundo parecía haberse dado la vuelta intercambiándoles los papeles.
Sus amigos le adoraban, era el alma de las fiestas, su novia le idolatraba, era la pareja perfecta. Educado, complaciente, honesto, inteligente, tenía todo aquello que lo que cualquiera desearía rodearse en algún momento de su vida.
Poseía lo necesario para ser feliz, pero qué lejos quedaba esa felicidad de su realidad cotidiana, su interior seguía siendo una bomba con la mecha mojada por el paso de los años, aguardando solamente la cálida chispa necesaria para estallar.

Llegó el momento de graduarse, todo estaba preparado para la gran fiesta de celebración. El patio de la facultad de derecho iba a convertirse en una enorme carpa con música, alcohol y jóvenes enloquecidos a punto de comenzar una nueva vida. Estaba todo previsto, a las nueve en punto de la noche todos se reunirían en el césped de detrás de la biblioteca, para ponerse a tono sin gastar mucho con las botellas que ya habrían comprado por la mañana. La madrugada se preveía larga, así que también cargarían bocadillos y aperitivos suficientes en sus bolsas para aguantar hasta el final del combate.
Esa mañana Iván se levantó algo nervioso, posiblemente por el pánico que producía acabar de una vez por todas con aquella forma de vida adolescente y enfrentarse al monstruo de la madurez adulta. Sofía, su novia, ya le esperaba en la cocina con el café preparado y las prisas puestas, eran los encargados de hacer la compra.
Después de un día un tanto acelerado, de una ducha fría para aplacar la absurda ansiedad que le sacudía el cuerpo, y de un protector de estómago que le permitiera levantarse sin unas ganas profundas de no estar vivo, salieron para la universidad donde ya les estarían esperando sus compañeros.

El desasosiego y el malestar fueron desapareciendo entre copa y copa, entre risas y palabras de afecto exaltado, entre bailes y besos ácidos. A partir de ese momento cada uno recorrería su camino por separado, la despedida tenía que ser por todo lo alto, algo que permaneciera en el recuerdo para siempre.
Sofía, tan celosa y posesiva como siempre, se mantenía en todo momento sobre la sombra de Iván, cautelosa y expectante, como el animal camuflado que espera a su presa en la penumbra. Había luchado y esperado mucho para conseguirle y no estaba dispuesta a perderlo por un despiste. No iba a consentir que el chico callado y desengañado que llevaba dentro aflorara nuevamente dejándola de lado.
A él no le gustaba su actitud, pero siempre la dejaba hacer, estaba bien eso de sentirse querido por alguien que no fuera a ser sentenciado por ello. No la amaba, nunca la amó fuera de las sábanas, pero le gustaba su compañía y el fervor que le profería, sentaba de maravilla besar a alguien en medio del gentío sin tener que pedir perdón al aire que los guarecía.
La bebida empezó a hacer estragos en el equilibrio y también en la vejiga de todos. Los servicios estaban imposibles, colapsados y sucios, la mejor opción era retirarse a la oscuridad de los árboles para hacerlo, con cuidado de no asustar a alguna pareja de enamorados regalándose caricias por doquier.
Tras negarle a Sofía los honores se retiró con dos compañeros hacia el parque, donde jamás sospechó la escena de la que iba a ser espectador. Allí, sentada en el suelo, cabizbaja, con su compañero inconsciente tirado a su lado, rodeada de botellas de cerveza vacías y colillas de aspecto sospechoso, se encontraba el motivo de todas sus alegrías y desgracias. Los pantalones a medio bajar de aquel enfermo y la camiseta rasgada de ella no dejaban lugar a dudas de lo que había podido suceder entre ellos momentos antes.
Se acercó, pronunciando su nombre en voz baja mientras sus entrañas se contenían para no gritarlo a las estrellas, la tomó del brazo rodeándola al tiempo con los suyos y salieron de aquel lugar sin despedirse.
La euforia que lo embriagaba antes de verla había desaparecido casi sin dejar rastro, quizá por el estado tan deplorable en que se encontraba su hermana.
Llegaron al portal del piso, la casa de Adela quedaba demasiado lejos de allí, además su madre podría haber fallecido repentinamente de haberla visto así. La cogió en brazos con ternura y, tras subir las escaleras, la dejó caer suavemente sobre la cama. María lo miraba, con la mirada luchando por no perderse en el infinito, mientras balbuceaba palabras ininteligibles donde podía escucharse a duras penas el nombre de él.
Iván, sentado a su lado, le acariciaba la cara con una mano mientras con la otra apretaba fuertemente la suya, a la vez que las lágrimas se le ahogaban en la garganta al ver el desgaste que había sufrido aquella niña que iluminaba el cielo con su sonrisa.
Se sintió la persona más detestable del mundo por haberla abandonado, por haber intentado borrarla de su existencia para siempre, por no haber sabido transformar ese amor pasional y dañino que desató su huida en un amor incondicional y benigno para ella.
Se tumbó en la cama, apoyando la cabeza en la almohada frente a la suya, sintiendo la quemazón de su aliento en los labios, intentando buscarle los sueños mientras ella dormía plácidamente para formar parte de ellos por un instante, para pedirle una y mil veces perdón por quererla así y haberle destrozado la vida con su cobardía.
Quizá hubiese mejor habérselo dicho, haber hecho gala de esa confianza existente entre ellos para intentar resolverlo juntos sin que ninguno saliera perjudicado.
Oh dios, cuánto se arrepentía por la libertad experimentada lejos de su lado.
Sintió unas ganas inmensas de abrazarla, de besarla, de decirle que nunca más la abandonaría, pero el lazo que los unía seguía siendo mucho más fuerte que sus ansias.
Cerró los ojos, dejándose llevar por el huracán de la imaginación, y acercó su boca hasta la de ella llenándola de besos sin rozarla, sintiendo la humedad de su lengua recorriendo cada uno de los rincones de la suya. No hubo tiempo para arrepentimientos, cuando fue a separarse María abrió los ojos para hacer del sueño la realidad más inesperada, regalándose ambos un beso lleno de rabia e impotencia por todas las esperas, por todos las palabras contenidas.
Se miraron, a sabiendas de que el límite ya había sido franqueado y no existía la marcha atrás. Las caricias volaban entre palabras de amor y explosiones de suspiros, sus lenguas entrelazadas firmaban el deseo, sus corazones palpitaban al galope dentro de sus pechos. Los relojes se detuvieron para regalarles el momento más maravilloso de sus vidas. Iván, dentro de ella, besaba su cuello con furia mientras María, apretaba con desgarro su cintura para sentirlo más dentro todavía, aferrándose al paro del tiempo que eternizara aquel instante para siempre.
Te quiero, te quiero, te quiero, se decían sin cesar antes de que la boca del otro callara sus palabras, te amo, antes del quejido que les hiciera quedar exhaustos de placer el uno sobre el otro.
Se abrazaron, entregándose al llanto que no pudo quedar escondido por más tiempo en sus estómagos y, sin separarse, cerraron los ojos para que la oscuridad y el silencio pudieran traerles la paz que creían haber perdido para siempre.



Habían pasado ya dos años desde aquel desafortunado y apasionado encuentro. Iván, harto de reproches y preguntas guiadas por los celos, había dejado a Sofía, le resultaba imposible besar otros labios después de haber saboreado los de María, abrazar otro cuerpo que no fuese lava entre sus brazos.
Muchísimas veces había estado tentado de llamarla desde entonces, pero nunca lo hizo, a pesar de que las sábanas gritaran su nombre, en contra de lo que su alma necesitada pudiera desear. Aquel instante debía quedar como lo que fue, algo efímero con lo que llenar por siempre el vacío de sus vidas, el recuerdo necesario para seguir adelante empujado por oasis de sueños imposibles. Buscarla era condenarla a una vida de marginados, de repudiados por la sociedad, de gentes que siempre señalarían con el dedo, que castigarían a su madre hasta llevarla a una muerte de tristeza.
No podía hacerles eso, no podía sentenciarlos de por vida.
Aquella mañana se tomó la decisión más drástica, la única que podía tomarse. No era tan diferente de la anterior, mas esta vez quizá dolió más por el hecho de hablarse, de hacerlo de mutuo acuerdo. Un divorcio firmado siempre es más doloroso que una mera separación, es como si la firma fuese la liquidación absoluta de las esperanzas.

Adela, para entonces, ya tenía plena conciencia de lo que sucedía entre sus dos hijos, aunque desconocía lo sucedido en aquella noche de graduación. Ya no solamente era Iván el sorprendido, también había descubierto a María suspirar por su hermano entre las cuatro paredes de su antigua habitación. Estaba claro que no podía consentirlo, así que si alguna vez la tentación le hizo a él preguntar por su hermana en alguna esporádica llamada a casa, Adela se encargaba de decirle que no se encontraba, a pesar de saberla en el desván, y de decirle que estaba bien, a pesar del empeoramiento de su estado. Sus ambiciones y estatus social le hacían preferir verla así a soportarla flirteando con sangre de su sangre a ojos de la gente, el pasado estaba muy bien donde estaba, bajo tierra entre cipreses.
Iván lo sospechaba, pero nunca dijo nada, al fin y al cabo nada ganaría insistiendo, sino un desatinado disgusto de su madre. Pasaba los días mirando por la ventana de su despacho de abogados, observando minuciosamente cada una de las cabezas que desfilaban bajo él, buscándola entre la multitud para bajar corriendo y tener un encuentro de lo más casual con ella, para alegrarse por la feliz coincidencia.
Pero nunca pasó, nunca más su mirada pudo deleitarse con aquella sonrisa inolvidable.

María había caído definitivamente en aquel pozo en el que había quedado a media escalada, el deseo llevado a cabo había consumado su martirio. Las drogas eran la única forma de liberarla de la esclavitud, de hacerla olvidar que tenía un corazón que perder. Su madre la había echado de casa avergonzada por las escenas y los robos continuos para aplacar la abstinencia, aunque optó por callarlo con su hermano, ahora vagaba por las calles consumiéndose lentamente con cada jeringuilla, con cada cigarrillo, con cada sorbo de cualquier líquido que la abrasara, gratificando con su cuerpo a quien, con unos cuantos billetes, pudiera regalarle la inconsciencia.
El suicidio era un castigo demasiado piadoso, prefería exculparse pudriéndose pausadamente en la miseria de sus actos. La razón era el equivalente a Iván, a sus besos, a su voz templada en su cuello, no podía permitirse el conservarla.

Una mañana cualquiera de dos años más tarde sonó el teléfono. Era muy temprano, pero estaba despierto, y no había nadie a su lado que se anticipara a contestar por él. La voz de su madre al otro lado del cable hizo temblar cada minúsculo poro de su cuerpo. Escuchó sus palabras que parecían provenir de algún lugar recóndito, casi inaudibles y al mismo tiempo escandalosas hasta ensordecerlo, y se sintió flotar por un momento hasta alcanzar el techo con sus dedos. Segundos más tarde se despertó tumbado en el suelo, con la tristeza clarividente de la pesadilla más mezquina gastándole una broma pesada. Llamó a casa con el teléfono tiritándole entre el sudor de sus manos y pudo escuchar el tenue sonido de su alma partirse en dos como una nuez que deja al descubierto las entrañas.
María, su eterna María, había muerto durante la pasada madrugada por una sobredosis de heroína. Heroína, jamás pensó que una palabra tan lejana pudiera arrebatarle la vida al ser que más había amado y amaría durante el transcurso de la suya. No podía creerlo, suplicaba a la frialdad de su madre que dejara de castigarlo con sus mentiras, clamaba a su bondad desaparecida que se apiadara de él, lloraba hasta asfixiarse con la sal de sus lágrimas. Él tenía la culpa de todo y estaba siendo castigado por ello.
Se vistió y salió hacia el tanatorio, donde una manada de personajes disfrazados de apariencia le darían su más sincero pésame por el “accidente” de su hermana pequeña.
No podía soportarlo, no sería capaz de sobrellevar las palabras de su madre pidiéndole que se comportara frente a ellos, rogándole que no dejara escapar las palabras que delataran su pecado.
Se acercó hasta el ataúd, sintiendo en cada paso el desfallecimiento de sus piernas, abrumado por los recuerdos que se la devolvieran.
Estaba preciosa, como si la muerte le hubiera dado un respiro para posar frente a él como la niña que nunca dejó de ser, esa niña que le robó el corazón y que ahora lo destrozaba entre sus manos de hielo.
Todo había desaparecido en ese preciso instante, el murmullo insoportable de los presentes, las dolorosas palabras de Adela, el olor a cera derretida, las oraciones de los agnósticos.
Besó sus labios, ignorando al mundo que pudiera castigarlo por ello, el castigo ya había sido sentenciado mucho tiempo atrás, y se sentó en silencio frente a su cuerpo inerte dejándose arrastrar por los recuerdos de toda una vida.








Diez años y nunca la tumba de mármol blanco con la rosa esculpida en negro se vio sin rosas frescas. Marta y Jorge siempre acompañaban a su padre a llevar flores a su tía, les encantaba que por el camino les contara historias de cuando eran pequeños, de cómo su abuela gruñía mientras ellos correteaban por toda la casa esquivando sus rabietas. De vuelta a casa, si se portaban bien, era muy probable que cayera algún que otro dulce de la pastelería de la avenida de los naranjos.
Una hora por semana era lo mínimo para sentarse frente a la lápida que la cobijaba mientras los niños correteaban alrededor de los árboles, para contarle las anécdotas de su vida paralela, aquélla donde nunca faltaba una sonrisa junto a los suyos. Había vuelto a ser el marido perfecto, el hombre y padre merecedor de los más fervorosos halagos, aunque la mancha tatuada sobre la piel de su músculo más importante siguiera tan nítida y oscura como el día de su partida.

Ese día le había llevado malas noticias, Adela había sufrido el temido infarto de años y, a sus ochenta y dos años, había fallecido. Toda una coral de la alta sociedad estaría presente en su entierro, tal y como ella lo quería, con la iglesia repleta de flores hasta la puerta y el Ave María resonando por los cuatro costados del templo. “Una despedida como Dios manda”, solía decir.
A la mañana siguiente sería la lectura del testamento, algo totalmente predecible dado el hecho de que ella estaba donde estaba, y ya no quedaría rastro alguno de los años compartidos.



Se levantó temprano para acudir a su cita con el abogado de Adela, quería acabar con todo cuanto antes. Se había tomado unos días de descanso y había pensado en llevar a sus hijos al zoológico para “celebrar” su condición de nuevo rico. Le parecía absurdo celebrar algo así, pero desde hacía mucho tiempo le gustaba buscar cualquier excusa para festejar algo. Era la mejor forma de animarse a conciencia.

Todas las pertenencias de su madre y un sobre para él, una carta que leyó sentado en el sillón de cuero de aquel frío despacho y que acabó por congelarle el alma restante.

“ Iván, hijo mío, esta es una carta de perdón, de silencios rotos.
Entenderé que después de leerla mi tumba quede tan vacía y solitaria como tú, pero no tuve más remedio que hacerlo. Entiéndeme, por favor, aunque ya nunca puedas perdonarme, yo misma jamás he podido perdonarme, siempre compartí la muerte de María como la mía propia, porque yo fui la única culpable de ella.
Mi egoísmo y codicia me sellaron los labios hasta volverme totalmente incapaz de salir de mi círculo mágico y decirte que podías amarla con la libertad de quien ama con todo el corazón, de quien quiere a otra sangre que no es la suya.
Sí, hijo, perdóname de nuevo, no tuve fuerzas para entregarme a los comentarios del mundo y decirte con franqueza que María no era tu hermana, sólo la niña adoptada que encubría momentáneamente el distanciamiento entre tu padre y yo, que tapaba la falta de deseo y caricias en un matrimonio casi acabado.
Siento el daño que te estoy causando con mis palabras, pero enterrarme con ellas era maldecirme eternamente por mi silencio.
Te deseo toda la felicidad del mundo. Tu madre.”
Hallie Hernández Alfaro
Mensajes: 19451
Registrado: Mié, 16 Ene 2008 23:20

Mensaje sin leer por Hallie Hernández Alfaro »

Bienvenida seas a este lado de Alaire, María José. Muchas gracias por atender mi pedido de publicar este magnífico relato.

Está muy bien armado, ingeniosa y emotivamente expuesto, hasta ese final que resulta desgarrador desde todos los ángulos. Su longitud vale la pena, te lo aseguro.

Nuestro foro de prosa es menos visitado que el de poemas. Sin embargo, hace ya varios meses, los compañeros han trabajado duro para aumentar la interacción y calidad del espacio. Y siguen arribando excelentes aportes cada día.

Saludos cordiales y felicitaciones por tu obra.
"En el haz áureo de tu faro están mis pasos
porque yo que nunca pisé otro camino que el de tu luz
no tengo más sendero que el que traza tu ojo dorado
sobre el confín oscuro de este mar sin orillas."

El faro, Ramón Carballal
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Carmen López
Mensajes: 4614
Registrado: Jue, 27 Jun 2013 9:35
Ubicación: Barcelona

Mensaje sin leer por Carmen López »

Ha sido un placer, llegarme a tus letras, me gustó mucho tu relato, el final es de escalofrío sí, pero, no le hacia ninguna falta, que lo sepas, ya lo habías contado antes y ya nos lo habíamos creído, sin ese final demoledor, y eso, tiene un mérito muy grande.
Ha sido un placer acercarme a tu ventana.

Un abrazo grande.

Carmen
La primera tarea del poeta es desanclar en nosotros una materia que quiere soñar.
Gastón Bachelar.
tazy
Mensajes: 1
Registrado: Lun, 17 Nov 2014 13:27

re: Pecado

Mensaje sin leer por tazy »

Creo que la nostalgia, es la forma en que el hombre inventó la literatura para explicar lo perdido, en este caso particular el veranito, las vacaciones y esos ronquidos acogedores al otro lado de la almohada. ....!!!
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usman1133
Mensajes: 2
Registrado: Vie, 06 Feb 2015 8:06

Mensaje sin leer por usman1133 »

Está muy bien armado, ingeniosa y emotivamente expuesto, hasta ese final que resulta desgarrador desde todos los ángulos. Su longitud vale la pena, te lo aseguro.
haider
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