Gerardo Mont escribió:Eran inmensos sus tímidos espacios,
y sinceros los abrazos de agua después de la pelota.
Era devota como una madre que no se sabe sin sus hijos, como una flor inmarcesible…;
que sin embargo,se destiñe poco a poco ante el espejo, sin que nadie recuerde su color antiguo.
Yo sentía el cosquilleo amargo de su voz de cedro,
y mi nombre era noticia irrepetible.
En sus paredes, el olor profundo del bahareque, edificó los años después del terremoto:
química entre primos, amor de abuelos, que tras el punto seguido
de la muerte, Alfredo y Laura continúan narrando.
Y el tiempo corrió después de andar su vida a gatas.
En sus puertas abiertas las bondades
sin malicia, las estrellas advenidas de un verano púber, con sus extraños aires
bienvenidos; la exquisita humedad sobre los rostros
decembrinos… La mula, el buey, los reyes magos a caballo,
un poco ebrios, uncidos a su fe de tierra.
Era mía, porque cada escondite era hecho a mi medida.
Y porque cuando los viejos decidieron que el tejado ya era viejo,
los ogros habían cavado una a una mis guaridas.
Yo creía en ellos, en la pequeña maldad que me escupían, como niños jugando a cuál más lejos.
Creía en su catálogo de noes, gritando siempre otros caminos;
también en su forma de asustar, rasgando desde fuera la piel de los tabúes,
como si desde Hartz, el lobo blanco descendiera con el frío de su aliento
despeñándose en mi espalda…
Sin embargo, atados a otro estado, supe que jamás me dañarían:
los lobos, los ogros, o las tías caprichosas que a su antojo administraban la despensa
(mejores eso sí, que un padre insubstancial a los nombres de la vida).
Luego, el mundo fue creciendo en las orillas,
en oleadas que rompieron las ventanas; las aceras y avenidas inventaron las distancias,
las esquinas renegaron de los puntos cardinales
y asidas a la fe que reclaman los sepelios,
no acataron la lógica ortodoxa, los campos magnéticos, ni el horario por jornadas.
Y yo sin descifrar el rumbo que indicaban, supuse que la casa estaba a la deriva.
Entonces, los ogros –mis amigos–, inventaron nuevas fábulas de navíos,
y en ellas los muertos del naufragio no morían,
sino que asaltaban cualquier costa, cargando su cruz de huesos en la alforja,
como piratas que nada más se divertían, embromando a sus congéneres
con el mismo sable que Skywalker venció a su mal progenitor
y salvó a la última princesa en su retina.
La casa entonces, anegada por extraños, vició nuestros enseres
de un olor ajeno a mis potreros. Yo sentía la tristeza de sus miembros amputados,
el abrazo fantasma de sus colores vivos,
mientras los niños que alguna vez anidaron en mi nombre,
dejaban de juguetear entre los cuentos, y de contar
hasta diez para encontrarme: uno, dos, tres…
Cesó la fantasía. Los ogros aprendieron a mentir
después de viejos. Sobrepasaron las mínimas maldades, las que me hacían saber
siempre en casa y con los buenos.
Gerardo no me sorprende verte ahí, presidiendo el foro, y me alegra mucho además.
No había leído antes este poema, pero habiéndote leído tantas veces, ya sabe uno que siempre encuentra una forma de decir especial.
Es un gusto entonces, felicitarte una vez más, abrazo, Luna.-