Diálogos al alma
Publicado: Mar, 09 Mar 2010 5:18
Desatado por la astuta impertinencia de una obra magistral: El día que Nietzsche lloró
De Irvin Yalom
A la tangente del destino se suman diez metros cuadrados.
¿Por qué me suicida la filosofía?
-¡Un momento!- me dice la quimera- ese papel ya se lo dimos a un peregrino.
Yo asiento con los hombros y todo se vuelve tráfico, humo, reloj.
Aún después del eclipse
y la inaudita manera de desperdigar tu nombre
amarrocarme a tu muerte prematura,
yo, el pasaporte a tu suicidio inherente,
sigo con la misma mímica de quién no sabe adonde ir.
Se caía en tus ojos, el recuadro de la mentira,
alguien más prestaba oídos al secreto,
ese que alunizando, tramamos en la luna de mayo.
Incipiente, el destino, nos redobló sin quererlo,
yo hice de psicoanalista alguna vez,
ante la grave pérdida de la razón,
frente a frente, la crisálida nos engulló,
porque algunas noches nos extrañamos tanto
que fue imposible negarlo sin que se cayeran las pestañas.
Avancé en silencio por la gruta atestada de muertos
con el complejo manco de un libro sintomatizado
porque Niestzche le daba letras a tu dialógica mentira
y me dijiste, entre varias cosas,
que en mi alma no cabían tus errores
y que el techo al que aspiraba, aunque relleno de lluvia
nunca sería más que el capitalismo incipiente del duelo.
Y la balanza de Zeus que pesaba los hemisferios cerebrales
mientras el debate se acrecentaba en la rivera,
porque mi traición indisoluble vertía la desazón en tus pasos,
acuñando una baldosa en la cortada.
(¡Querer morir así, cavando hacia adentro de tus ojos!)
De manera indómita sucumbía el fracaso
de expiarte en la tarde para que el olvido duela menos
porque mi supuesta locura rebelaba tu trazo indeleble
y en alguna tarde el bisturí tajante de la traición
me provocaba ausencia.
Vos, que supiste de mí antes de la veda,
para que los viajantes plugaran la inverosímil mentira
nos fundimos en una breve misiva.
Estés en donde lo quiera tu dios, o el mío,
que necesariamente es de mejor linaje,
la avaricia solventa la insalubre calma
y tus manos, apenas son, unas estocadas en el río.
Hoy, se añade a la paciencia, un gerundio griego,
tan pronto tu mirada, la más cara entre las ofertas,
desembarque de nuevo en mis penas de insolente compañera,
y mi vida, un estropajo, colada junto a los caracoles,
herede una moneda en la sandalia
por cada vez que recordara tu nombre
una montaña de aleación al final del día,
el magnetismo animal nos revolverá sin sentido.
Vos, tan vos que Madrid se avergüenza de mi léxico,
porque en la misma plaza torera te sangraron las utopías
y al nombrarlas anatómicamente,
vi un capítulo del pasado.
Dice el hechizo que alguna vez, fui yo,
el motivo más cierto de la felicidad innata,
cuando me miraste ensimismado en una luz sin filosofía
y haciendo tu dedo de gatillo,
se aproximó a tu garganta desnuda,
sin desembrollar la felicidad.
Yo, destejí tus dedos cada noche de octubre,
pisé las marcadas huellas del destierro
y vos, enmascarado de lluvia,
me espiaste durante toda aquella noche,
a pesar de la estúpida decisión de perderte.
De Irvin Yalom
A la tangente del destino se suman diez metros cuadrados.
¿Por qué me suicida la filosofía?
-¡Un momento!- me dice la quimera- ese papel ya se lo dimos a un peregrino.
Yo asiento con los hombros y todo se vuelve tráfico, humo, reloj.
Aún después del eclipse
y la inaudita manera de desperdigar tu nombre
amarrocarme a tu muerte prematura,
yo, el pasaporte a tu suicidio inherente,
sigo con la misma mímica de quién no sabe adonde ir.
Se caía en tus ojos, el recuadro de la mentira,
alguien más prestaba oídos al secreto,
ese que alunizando, tramamos en la luna de mayo.
Incipiente, el destino, nos redobló sin quererlo,
yo hice de psicoanalista alguna vez,
ante la grave pérdida de la razón,
frente a frente, la crisálida nos engulló,
porque algunas noches nos extrañamos tanto
que fue imposible negarlo sin que se cayeran las pestañas.
Avancé en silencio por la gruta atestada de muertos
con el complejo manco de un libro sintomatizado
porque Niestzche le daba letras a tu dialógica mentira
y me dijiste, entre varias cosas,
que en mi alma no cabían tus errores
y que el techo al que aspiraba, aunque relleno de lluvia
nunca sería más que el capitalismo incipiente del duelo.
Y la balanza de Zeus que pesaba los hemisferios cerebrales
mientras el debate se acrecentaba en la rivera,
porque mi traición indisoluble vertía la desazón en tus pasos,
acuñando una baldosa en la cortada.
(¡Querer morir así, cavando hacia adentro de tus ojos!)
De manera indómita sucumbía el fracaso
de expiarte en la tarde para que el olvido duela menos
porque mi supuesta locura rebelaba tu trazo indeleble
y en alguna tarde el bisturí tajante de la traición
me provocaba ausencia.
Vos, que supiste de mí antes de la veda,
para que los viajantes plugaran la inverosímil mentira
nos fundimos en una breve misiva.
Estés en donde lo quiera tu dios, o el mío,
que necesariamente es de mejor linaje,
la avaricia solventa la insalubre calma
y tus manos, apenas son, unas estocadas en el río.
Hoy, se añade a la paciencia, un gerundio griego,
tan pronto tu mirada, la más cara entre las ofertas,
desembarque de nuevo en mis penas de insolente compañera,
y mi vida, un estropajo, colada junto a los caracoles,
herede una moneda en la sandalia
por cada vez que recordara tu nombre
una montaña de aleación al final del día,
el magnetismo animal nos revolverá sin sentido.
Vos, tan vos que Madrid se avergüenza de mi léxico,
porque en la misma plaza torera te sangraron las utopías
y al nombrarlas anatómicamente,
vi un capítulo del pasado.
Dice el hechizo que alguna vez, fui yo,
el motivo más cierto de la felicidad innata,
cuando me miraste ensimismado en una luz sin filosofía
y haciendo tu dedo de gatillo,
se aproximó a tu garganta desnuda,
sin desembrollar la felicidad.
Yo, destejí tus dedos cada noche de octubre,
pisé las marcadas huellas del destierro
y vos, enmascarado de lluvia,
me espiaste durante toda aquella noche,
a pesar de la estúpida decisión de perderte.