A eso de las seis (Entre cuento y poesía)
Publicado: Mar, 09 Mar 2010 1:13
Quiso disponer de memoria histórica
a pesar de que su batallar anodino no le daba demasiada tregua,
y cada golpe de labranza, se convertía en un día menos
y un dolor más.
Todas las tardes, -a eso de las seis-,
aprovechando la bajada del sol,
se reclinaba en su vieja silla, campechana y de anea deshilachada,
dejando que su respaldo de astillada madera
reposara sobre la huella, que las estaciones,
habían hurgado sobre la blanca, -no inmaculada-, pared de cal.
Con la gorra prisionera, las arrugas del trabajo,
las manos encalladas, una colilla mal liada,
y el obligado palillo de paja, revivía uno tras otro los momentos de su vida.
Era el momento más importante del día,
a su vez, la añoranza disfrazada de pasado,
y la piel vestida de arrugas, pero tenía olor a recuerdo,
perfume a retratos de antaño con sensaciones de presente.
La piel, se convertía en tersa, suave, ¡joven!
y el viento, de las siete menos cuarto, era menos helado y más fresco.
La tierra, rojiza y casi de secano, se pintaba de verde brillante
y arcoíris de flores. Llovía agua de vida, -a veces cristal caído del cielo-,
y el campo, era un mercado de los mejores frutos y hortalizas, y él,
como niño travieso e hiperactivo, revoloteaba por la siembra
recogiendo los mejores frutos, -exquisitos-, y se abrazaba al árbol
que mejor fruta le daba, su padre…, -pero, no estaba-
Siempre era el final, y con él llegaba la oscuridad,
el silencio, el frío intenso de una noche cualquiera de invierno,
la escarcha sobre la tierra debilitada, los perfiles del envejecimiento,
la falta de cosecha, la soledad, -tan triste y sola-,
las heridas arrastradas por el viento, la realidad tan cruel, el presente.
Tenía una libreta, -la única herencia paterna-, que al final de la jornada,
leía noche tras noche, a la luz del candil de aceite, al refugio del fuego,
al sentir de las lágrimas…
No puedo despedirme dejándote un pan para la cena,
ni se, ni puedo, luchar contra la pena
de tener que abandonarte, sin dejar de sentirte.
Quiero desbocar el miedo,
dejar los ojos cerrados para siempre,
pero es insuficiente, doloroso, asesino.
En mi salida, no hay tiempo
para oírte decir papá,
aunque, solo sea una vez y con palabras irreconocibles.
No tengo tiempo para tenerte en los brazos,
para apaciguar el dolor, sentir la suavidad de tu piel,
sonreír ante la dulzura sin igual de tu sonrisa,
todo se mueve deprisa, hay que marchar,
-aunque no entienda bien el motivo-,
espero que el destino no me niegue el retorno en ese lugar.
Ha bajado el sol, son casi las seis,
dejarte, me hiere más que cualquier bala enemiga,
-no comprendo bien ese adjetivo-.
Quererte es y ha sido mi delirio,
no tardaré, te lo prometo,
no hay en el mundo un infierno capaz de matar este sentir.
Son casi las seis, ya he de partir.
Adiós mi pequeño…
a pesar de que su batallar anodino no le daba demasiada tregua,
y cada golpe de labranza, se convertía en un día menos
y un dolor más.
Todas las tardes, -a eso de las seis-,
aprovechando la bajada del sol,
se reclinaba en su vieja silla, campechana y de anea deshilachada,
dejando que su respaldo de astillada madera
reposara sobre la huella, que las estaciones,
habían hurgado sobre la blanca, -no inmaculada-, pared de cal.
Con la gorra prisionera, las arrugas del trabajo,
las manos encalladas, una colilla mal liada,
y el obligado palillo de paja, revivía uno tras otro los momentos de su vida.
Era el momento más importante del día,
a su vez, la añoranza disfrazada de pasado,
y la piel vestida de arrugas, pero tenía olor a recuerdo,
perfume a retratos de antaño con sensaciones de presente.
La piel, se convertía en tersa, suave, ¡joven!
y el viento, de las siete menos cuarto, era menos helado y más fresco.
La tierra, rojiza y casi de secano, se pintaba de verde brillante
y arcoíris de flores. Llovía agua de vida, -a veces cristal caído del cielo-,
y el campo, era un mercado de los mejores frutos y hortalizas, y él,
como niño travieso e hiperactivo, revoloteaba por la siembra
recogiendo los mejores frutos, -exquisitos-, y se abrazaba al árbol
que mejor fruta le daba, su padre…, -pero, no estaba-
Siempre era el final, y con él llegaba la oscuridad,
el silencio, el frío intenso de una noche cualquiera de invierno,
la escarcha sobre la tierra debilitada, los perfiles del envejecimiento,
la falta de cosecha, la soledad, -tan triste y sola-,
las heridas arrastradas por el viento, la realidad tan cruel, el presente.
Tenía una libreta, -la única herencia paterna-, que al final de la jornada,
leía noche tras noche, a la luz del candil de aceite, al refugio del fuego,
al sentir de las lágrimas…
No puedo despedirme dejándote un pan para la cena,
ni se, ni puedo, luchar contra la pena
de tener que abandonarte, sin dejar de sentirte.
Quiero desbocar el miedo,
dejar los ojos cerrados para siempre,
pero es insuficiente, doloroso, asesino.
En mi salida, no hay tiempo
para oírte decir papá,
aunque, solo sea una vez y con palabras irreconocibles.
No tengo tiempo para tenerte en los brazos,
para apaciguar el dolor, sentir la suavidad de tu piel,
sonreír ante la dulzura sin igual de tu sonrisa,
todo se mueve deprisa, hay que marchar,
-aunque no entienda bien el motivo-,
espero que el destino no me niegue el retorno en ese lugar.
Ha bajado el sol, son casi las seis,
dejarte, me hiere más que cualquier bala enemiga,
-no comprendo bien ese adjetivo-.
Quererte es y ha sido mi delirio,
no tardaré, te lo prometo,
no hay en el mundo un infierno capaz de matar este sentir.
Son casi las seis, ya he de partir.
Adiós mi pequeño…