Corazones Secretos

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

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Rafael Teicher
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Corazones Secretos

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Corazones Secretos





Las motos pasaron como mechas, avenida abajo. El jaleo de los caños llenó de humo la explanada.
Una anciana sobada por el rechiflo detuvo su peine en al aire como cogida por un flash.
Se armó una gresca de capullos de seda en las trompas de los naranjos salvajes y en algunos palos retintos crecidos entre lajas.
De las parrillas del cielo chorreaba una cochambre de escamas. Podría decirse que una gotera de pétalos de cera golpeaba una alfaguara fría.
Los bólidos traspusieron bocacalles, lomadas, baches saciados de renacuajos, canicas, y nylon.
Al fin pararon a dos metros de una fachada incolora, entre volquetes pletóricos de escombros y ramas secas. Tiritaban como caracoles fuera del tímpano, como galaxias cocidas.
Alguien corría los herrajes de un portón. Los rulemanes porfiaban como magdalenas a los pies de un santo.
Se descubrió un basural lleno de trinos agoreros. Era una puya de ratones, de luces vidriosas, de polvo.
Detrás de las compuertas enchapadas el baldío apenas se curvaba hacia el cenit como un seno de niña.
Las paletas de vaca brillaban como hoces. Las chicharras hacían eco dentro de latas de gasoil. Al fondo, se destacaba una pala neumática llena de pólipos de plata.
Las motocicletas se echaron contra un rimero de bolsas. Hubo una zurra de botellones, de huesos de pájaro. Luego la afasia de la tromba remarcó un azote de silencio.
Olía a abono, a miel de grasa.
La pelusa de los astros tentaba a la antena tronchada de un remolque.
No soplaba la brisa, pero las parvas de papel de revista en estado de descomposición, se movían como polleras en un espigón, acompasadas.
El yermo parecía de aluminio, como la calva de un albino, o la panza de un muerto.
Tuercas y naipes de canasta rodaban como espinos por la ralladura de la arcilla.
El potrero terminaba en un muro de creta. Más allá corrían las vías del tren sobre unas terrazas de greda rojiza, ferrosa.
Las motos semejaban pavos temblones tomados del cuello por un matarife. Los focos se habían cerrado cachazamente como cabos de linterna.
Las maderas de un cerco apuntaban como cohetes hacia el zodíaco mamario del cielo nocturno.
Un guinche estiraba su piqueta de zancuda en dirección a una estafeta de ladrillo.
Un hombre de anteojos salió a través de un visillo. Fumaba con saña, velozmente, a grandes chupadas. Traía una escopeta entre los brazos como un crío atontado. Se acercó a las máquinas humosas y les palmeó las cachas.
Los peleles removían un montículo de carbón en grano.
A la izquierda de la grúa calada de viento de humus hasta los muñones, fulguraba un horno. Era giboso, ilícito, y cocía excrementos de gallo, barrotes, fieltros verde oscuros, y caucho.
El calostro lunar se derramaba de la olla de las nubes. Cada tanto se oía el berrido de una avioneta.
El hombre de los anteojos apoyó la escopeta en un bisel de la garita. Hizo una cábala con el pucho raído y lo arrojó hacia el muro.

—Dos más—dijo.
Uno de los fantoches que metían pico a la grava levantó la cabeza.
—Ya cavamos siete fosas esta semana—afirmó.
—Eso a vos no te importa—dijo el de las gafas—. Si querés te vas a levantar putas con la moto, pendejo.

Se amorraron. La morosa zapa recomenzó más sicalíptica, como la presunción de un reto.

—Dos más y listo—dijo el botarate que aún no había hablado.
—Vamos, que los vampiros quieren meterse al sobre—bromeó el de las gafas—. Con dos bobos así se les picarán todas las muelas.

Y luego de una pausa casi maligna, concluyó:

—Ni para enterrar fiambres sirven ya estos jóvenes del carajo...

No rieron pero el estropicio de las palas se volvió educado, como un aleluya de tórtolas en el cuenco de paja.

Ya en silencio, siguieron cavando hasta la aurora.


Rafael Teicher
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