Memorias de una bruja
Moderador: Hallie Hernández Alfaro
- Marcos de la Mancebía
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Memorias de una bruja
Vivía en una horrible pesadilla, angustiada constantemente, temerosa e inquieta. El miedo se había aposentado en su corazón y nada podía sacárselo. Buscaba miradas cómplices en los demás, pero no las encontraba. Tan sólo recelo y resentimiento.
¿Dónde estaban sus amigos? Los buscaba, pero nadie acudía. Y Diego. ¿Dónde estaba Diego? ¿Por qué no le había ayudado? Y sus hijos ¿Dónde estaban Mercedes, Dieguito y Alonso?
La desesperación se hizo más profunda aún. Quiso levantarse y correr, correr hacia ellos, abrazarlos, apretarlos fuertemente contra su pecho y besarlos y permanecer así para siempre, hasta el fin de los tiempos y más aún, eternamente aferrada a sus hijos, pues ellos constituían su alma. Pero no podía, no podía moverse, buscaba ayuda en los que la rodeaban, pero no podían ayudarla, los vio a través de la penumbra y tembló de miedo, ahogando un grito de terror, quiso apartarse, ocultars, pero no pudo, sus brazos y piernas no le respondían. Vio sus rostros, demacrados, lacerados, magullados y golpeados. Vio los ojos; ojos sin párpados que la miraban fijamente y cuencas vacías que la observaban desde la negritud. Y vio sus cuerpos desmembrados, sus sucios, mugrientos y hediondos cuerpos. Sintió la fetidez, el nauseabundo olor que lentamente la invadía.
La humedad se le metía en los huesos, atravesaba la piel y se incrustaba en sus propias entrañas, haciéndole aún más insoportable el dolor.
Conforme iba recobrando la razón, los sentidos se le agudizaban y notaba el dolor, el intenso dolor, que aumentaba a cada instante y que no conseguía en modo alguno mitigar. Tras un enorme esfuerzo, consiguió mirar sus piernas y un terrorífico grito sin sonido salió de su garganta y se perdió, apagado por las pétreas y húmedas paredes que formaban el cubil en el que se hallaba, se miró los pies y sólo se vio uno, un muñón cubierto ya de sangre coagulada ocupaba el espacio destinado a su pie derecho y unos deformes y ensangrentados dedos sin uñas, permanecían aún en su pierna izquierda; y vio las astillas de sus propios huesos, que sobresalían entre la carne de sus piernas; y lloró, lloró profunda y amargamente, lloró de dolor y de impotencia, lloró de desesperación; y quiso matarse, quiso acabar con su vida en ese mismo instante; y su desesperación fue aún mayor, pues comprobó que no podía, que no podía acabar con su vida, pues su cuerpo ya no le respondía.
Los brazos colgaban, inertes, de su cuerpo, dislocados y con todos sus huesos rotos y no respondían ya a los dictados de su cerebro, tan sólo le dolían. Y ese tormento se adueñaba cada vez más de ella, le oprimía y le consumía.
Empezaba a recordar entre estertores de dolor. Comenzaba a recordar. Aquellas personas, vestidas con hábitos, capas negras y rojas, con ribetes y togas, las insignias, las espadas y los báculos; y veía los solios, tapizados en rojo, con enormes respaldos, casi tan altos como los techos de aquella sombría estancia; y los cirios encendidos. Veía la cruz, aquella inmensa cruz que lo coronaba todo.
Recordaba aquellos rostros, uno hirsuto, joven aún y de profundísimos ojos negros, y el otro ralo, de mirar errático. Y, sobre todo, aquellas manos, sucias manos de largas y mugrientas uñas. Que le tocaban, le arañaban, le mancillaban todo su cuerpo... Y veía esos rostros sonrientes mientras la sometían al más atroz de los tormentos.
Rememoraba angustiada aquel ardiente tizón que le introdujeron en la vagina (para matar al demonio, dijeron) y los gritos de auxilio y de dolor que profería ante la indiferencia de los allí presentes. Se recordaba a sí misma implorando clemencia, pidiendo por sus hijos, que observaban sin comprender, obligados a ello, el tormento al que estaba siendo sometida su madre y los veía allí, aterrorizados (el mayor apenas sí tenía los siete años), encadenados a las sillas y obligados a mirar su suplicio. Y vio a Diego, sentado entre el público, como si disfrutase del espectáculo.
Evocaba como fue sometida al tormento del potro, como sintió crujir sus huesos y dislocarse sus miembros hasta caer inconsciente presa del dolor. Y vio aquellas enormes tijeras, con las que le arrancaron la lengua, pues sus espantosos chillidos impedían el normal desarrollo del proceso.
Y revivía sus gritos, implorando la muerte, pidiéndole a Dios que la apartase de ese inhumano sufrimiento; para luego, tras comprobar que Dios no la escuchaba, implorar a Satanás, rogándole al príncipe de las tinieblas que la llevase con él. Y recordaba como este ruego último, fue considerado como la prueba evidente de su brujería, de su connivencia con Lucifer, de su trato terrenal con los demonios.
Recordaba también como, al retirarla del potro, éste falló, y no se abrió adecuadamente, dejando su pie derecho enganchado y ante el horror vio elevarse el hacha en manos del verdugo, que segó su pie, evitando así que se destrozase aquel instrumento de tortura.
Y se vio como una alimaña, arrojada desnuda, torturada y mutilada sobre el frío mármol que cubría el suelo de aquella inmensa sala, escuchando su condena; las palabras graves, escuetas y concisas del inquisidor:
-Por bruja, será condenada a morir quemada en la hoguera, para expiar así sus pecados y expulsar de ese modo y para siempre a los demonios que la poseen y vuelvan así éstos a los abismos de los que han salido-
Y en esa húmeda y fría mazmorra en la que estaba, ya sin lágrimas, recordaba a sus tres pequeños hijos, que serían entregados a la iglesia, para ser llevados por el único y verdadero camino que conduce a la salvación: Iban a ser enseñados, educados, como soldados de la fe.
Pensó en la muerte, en la añorada muerte; deseó con todas sus fuerzas que las llamas lamiesen ya su cuerpo, hasta consumirlo y llevarse esa su alma, ya maldita, más allá del bien y del mal, rebasando los confines del entendimiento y perdiéndose, sin recuerdos, en la eternidad. Porque a pesar del dolor, del miedo y del terror, del pavoroso espanto, que la muerte siempre le había producido, la deseaba más que cualquier otra cosa, pues pensaba en ella como en una liberación.
Y así se hallaba, deseosa de partir de este mundo para siempre, cuando escuchó la voz; una grave, terrorífica, desagradable y áspera voz, que parecía llegar, como un graznido, desde los más profundos abismos, ascendiendo desde los infiernos y que la llamaba por su nombre. Y ella que pensaba que ya nada más podría aterrorizarla, sintió el más atroz de los pánicos ante el sonido de esa voz, erizándosele los pelos y sintió como su cuerpo se empapaba de sudor. Y quiso correr, salir de allí, huir de aquella voz que venía a buscarla, a llevársela, y que le decía que todo el dolor que hasta ese momento había sufrido, no sería nada comparándolo con el que le quedaba por sufrir durante toda una eternidad. Una voz que le decía que estaba allí para llevársela y para someterla a todos los tormentos inimaginables, más allá de lo comprensible y más allá de todo tiempo, encadenándola a un infinito suplicio, al dolor imperecedero que la acompañaría incluso después del final de los tiempos.
Y, a pesar de carecer de lengua, gritó y gritó, aullando despavorida, hasta que sintió como sus cuerdas vocales reventaban y la sangre, ya negra, brotó desde sus entrañas, para esparcirse por la gélida y granítica piedra de la mazmorra. Y con esa sangre, partió también el último aliento de la bruja.
-Ha muerto antes de ser quemada- Dijo el inquisidor -No hemos podido salvarla de los infiernos.
(Fragmento de “Memorias de una bruja”)
- Amparo Guillem
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re: Memorias de una bruja
- MarRevuelta
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También aquí te mueves con la misma pericia que en la poesía. Me gusta.
Besos.
- Marcos de la Mancebía
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Re: re: Memorias de una bruja
Muchas gracias, Amparo, por pararte en este foro tan poco concurrido. Tu presencia engrandece mi texto.Amparo Guillem escribió:Ay, qué miedo el imaginar algo así.
Y bueno, jeje, de eso se trata, de causar terror (otra cosa es que lo consiga).
Un beso.
Marcos
- Marcos de la Mancebía
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Gracias, María, por dejar tu huella en mi texto.MarRevuelta escribió:Tu relato, como tantos que tratan este tema, llegan a estremecernos. Uno imagina lo que debieron sentir esas personas y cuesta creer que en nombre de una religión, o amparados en ella, unos hombre pudieran someter a tan atroces suplicios a otros. Como dice Amparo, da pánico imaginar algo así.
También aquí te mueves con la misma pericia que en la poesía. Me gusta.
Besos.
Llevas razón; en nombre de las religiones y amparados en ellas se cometireron, y comenten aún, las mayores atrocidades. Asi es el ser humano.
Y sí, también aquí me muevo, aunque lo de la pericia es más bien cosa tuya, porque yo creo que mis movmientos son torpes.
Un beso.
Marcos