mi padre no murio de viejo

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oscar alberdi sainz
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mi padre no murio de viejo

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Mi padre no murió de viejo

Mi padre no murió de viejo. Según me llego a contar, y yo alcance a guardar en mi memoria hasta donde entendí por aquel entonces, se comenzó a preocupar seriamente a partir de un día que al regresar de la calle mojado por la lluvia, observó que sus pisadas ya no dejaban huella en el suelo de la cocina. Mas inquieto aún, se sintió cuando ya no consiguió verse en el espejo el hilo de sangre que broto tras haberse cortado afeitándose; para acabar totalmente desorientado, nervioso y alarmado, taciturno con las manos tras su espalda tan apretadas como el profundo nudo de raíces de un árbol, que sin embargo fueron incapaces de impedir que el tronco se encorvara cada vez más mientras paseaba rumiando en su cabeza estas situaciones - que seguro enredaría con otras que tenía en mente-, desde el momento en que ya no pudo escuchar el latido de su corazón después de un satisfactorio mutuo esfuerzo o por una de esos trances que se lo contraían, empujándolo a pensar que de nuevo estaba todo perdido, pues siempre derrocho la suma- que repentinamente angustiado se obstinaba en repasar con los dedos una y otra vez, no fuera a ser que hubiera agotado la ultima sin percatarse- de cuantas fueron las que había muerto.

Su innegable muerte en vez de inesperada, en realidad – creo que muy a su pesar- se produjo paulatina e invariable como la sucesión de días en el calendario y el rosario de constantes decepciones que eran lo único que le enviaban, y con lo que al parecer se divertían sus dioses. La improbable fecha coincide con la de otros aniversarios olvidados, y la hora la marcaron todos los relojes que se detuvieron a su paso y que él jamás se volvió para dar cuerda. Yo la establezco a cuando la indiferencia venció al dolor por las cosas que lo habían estimulado mientras fue quien creyó ser. Hablo de haber perdido toda ambición de luchar por lo que antes siempre fue objetivamente claro. Cuando descubrió que caminaba como un ser hueco con dos pies zurdos o con los zapatos equivocados de pie; que en el habitaba la sensación irreparable de qué nada ya lo llenaría, que sus movimientos se habían trasformado en los de un escualo alimentándose de los náufragos de su memoria. Cuando las alternativas se redujeron sólo a dos: el suicidio o seguir viviendo.

Así, el día que definitivamente dejo de aspirar su estimulante cigarrillo y de imaginar sus peculiaridades absorto en las abstractas grises formas del humo atravesando el universo del techo, los trenes continuaron llegando y saliendo a su hora inexperta, las pantallas de los abarrotados mercados de valores siguieron mostrando ininterrumpidamente el balance de contradictorias especulaciones despreciables; los periódicos nacionales no detuvieron sus rotativas y en su portadas se hicieron eco de algún drama local y, como siempre, los locales en las suyas hablaron de los grandes asuntos nacionales. En la calle, la gente presurosa prosiguió yendo y viniendo ocupada en sus cosas como cualquier otro día, con sus caras tan anónimas como sus existencias, incapaces de producir un recuerdo y menos confusas nostalgias.

Eso sí, recuerdo que alguien me contó que ese mismo atardecer, sobre los semáforos eternamente en parpadeante ámbar de Memphis – Bilbao, el cielo en el que como en una acuarela se iba mezclando el azul celeste con los intensos amarillos hasta que el rojo encarnado acaba ocupándolo todo, esta vez hubo nubes que impidieron contemplarlo e incluso alguien escuchó algo muy parecido a la lluvia golpeando el cristal de una ventana. Desde entonces, cuando oigo trenes me parece como si huyeran para no darme la razón; si una extraña fuerza me impulsa a girar la cabeza es para reconocer a su espectro hablando en voz alta y blasfemando dentro de un bar, en mitad de un corro de parroquianos que frente a una copa discuten de futbol, por la mal nacida política o del confuso reparto en una vieja película. Su recuerdo ruge sin ser convocado cada vez que al finalizar de hacer el amor, algunas en lupanares con ventanas a la calle y cortinas como en los hogares burgueses, ella – como si invariablemente terminaran fundiéndose para acabar siendo siempre la misma-, la mujer responsable de meter las balas para jugar a la ruleta rusa, comienza a hacer predicciones e incluso me quiere adelantar el futuro. Inesperadamente siento su presencia junto a mi, siempre que como él tengo que mirar al cielo para despejar la incertidumbre de si volverá a llover sobre mojado, y me quedo embobado viendo como el azul celestial se torna en tenues amarillos que acabaran tiñéndose de rojo fuego cuando aparezca la primera estrella.
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