La Sed
Publicado: Sab, 20 Jun 2009 10:23
LA SED (I)
Sentado frente al vaso, una, dos, tres
veces sentado frente al mismo vaso,
siempre medio vacío.
primera parte
Los años merodean
por las inmediaciones de su vida
como lobos hambrientos,
los días son estrellas
fugaces y las horas
gotas de lluvia que pronuncian vuelo
con la voz incendiada de relámpagos.
Él percibe la ira,
el aura cadavérica
que adorna los esfuerzos colectivos,
la cólera del sexo,
y recibe descargas
eléctricas del suave parloteo
del viento itinerante.
Convive con el mal, un mal de altura,
vertiginoso, arisco, mercurial;
además de la voz, el corrosivo
siseo del enjambre,
el fuego amigo, el soplo
derramado entre lágrimas ajenas
-serio ciclón de fuerza masculina-
que, si desequilibra, pone en guardia
y, si avisa, es traidor y es oponente.
Además de la voz irreversible
que nunca le permite soledades,
el murmullo del agua
dividida y el peso
arrollador del trino melodioso
-cancionero global,
un repentino coro de jilgueros ausentes-,
junto a la púrpura del arpa, abandonada a su liviano
y regular estilo,
el fronterizo eco
de un millón de gargantas afiladas.
...
Menos que un ser en permanente espera,
una roca en su trono polvoriento,
reina de la quietud,
segura de su peso, desafiante.
¡Qué aferrado a la tierra y la madera!,
raíz que se consiente, así de lóbrega,
así de recta en el oscuro vientre.
Menos que un hombre recto,
menos que la nostalgia de la forma,
el tallo inverso, víctima
de la voracidad de la ciega materia.
...
No disfrutó jamás del sano aspecto
de los varones bien alimentados,
una indigencia natural, la suya,
un desaliño del que adolecía,
una estructura falsa.
Demasiado delgado
y demasiado lívido,
con esa cara triste,
fácil para los malos detectives.
No es que no fuesen mártires sus padres, que lo eran,
o que no soportasen privaciones,
que lo hacían estoica y crudamente,
es que sobre sus hombros diminutos,
sobre su espalda, apenas vigorosa,
recaía el ingente peso de la familia
con toda la violencia del error.
...
Bebe y olvida cicatrices; aprende pájaros sin cielo,
lecciones magistrales
que la desilusión se empeña en impartirle.
Se mira en el espejo y sigue viendo
aquel niño infeliz dotado de poderes,
aquel pequeño diablo
que tanto prometiera al sufrimiento.
...
Debería cuidar de comportarse:
saludar al obrero que vuelve del trabajo
con la jovialidad del estudiante
y el ceño inconsistente del padre de familia,
hablar del clima inagotable usando rápidas palabras.
Mas su comportamiento es discutible,
desde el punto de vista más vulgar,
así que se discute en los rellanos,
se analiza también en los portales
y suele estar presente
en las conversaciones de ascensor.
Quisiera persuadirles
de la benignidad de sus propósitos.
Que los ojos detrás de las mirillas
le aceptasen el gesto desgarbado,
el ligero desvío del tabique,
los dientes incompletos,
que los ojos detrás de las ventanas
le observaran en toda su congoja.
Le gustaría, en fin,
que proyectase fuego en su intención oscura
el fulgor inocente de un millar de sonrisas,
pero no le responden los sentidos
y musita silencio
en el esquivo idioma de los trenes
que circulan desiertos y se alejan.
...
Ya no reparte cartas ni baraja los naipes.
Apenas coge el truco
y ya se lo han cambiado y tarda un rato largo
en volver a zafarse de la magia,
en recobrar el pulso acelerado,
la condición humana.
Las mujeres le cambian de sitio el corazón,
que palpita en su boca;
al segundo mordisco, la saliva y la sangre
forman esencia, fraguan en su entraña
humores negros, bilis,
filtros desesperados.
Las adora y las teme. A una de ellas,
la teme porque adora su maternal refugio
de vaporosa novia
y conoce el asedio que predican sus labios,
sus piernas instantáneas
y todo lo demás.
...
Desesperado es la palabra, el movimiento natural
de los labios cosidos al secreto
(arroja por la borda todo lastre retórico,
todo lo que no duele, y se hace fuerte
en la sonoridad de su derrota).
Quisiera, una, dos, ¡tres veces!, salir
de su breve recinto amurallado
(caparazón de espuma y acorazada víscera)
de la corazonada que atormenta
su cenagoso juicio;
no tiene a dónde ir, su condición
es la del elegido,
obligado a entregarse por completo
a la devastación de la memoria.
...
Enfrente, un vaso atónito de vino
lanza destellos carmesíes hacia la parte de la sombra
que oculta lo imposible,
proyecta vivo espacio
en dirección al hueco afirmativo.
El torbellino gira emitiendo cultura milenaria;
urnas de griega estirpe y arabescos
amanecen radiantes
sobre el bajo horizonte del infierno.
La mesa duerme el sueño de los justos,
un sueño insoportable.
Él, en tanto, no bebe,
solamente calcula el impacto del líquido,
investiga la huella luminosa,
el indicio perfecto,
la crianza perlada de sudor.
La sed percute su demencia entre las sienes; su delirio
esparce láminas aviesamente
por el centro neurálgico del miedo,
guadañas vigilantes.
De pronto, es la madera lo que surge,
tan regia y tan arbórea
que produce terreno en la conciencia,
un sedimento baldío
en el que brotan tallos de miseria,
troncos de soledad.
Entonces, ya son tres
los hombres que lo habitan, tres ideas distintas,
tres velas simultáneas
que se encienden afables y preguntan
por una madre enferma,
por un trabajo honrado,
por una verdadera eternidad.
Son tres en soledad, creciendo solos,
dialogando con ecos y fantasmas.
Uno bebe del vaso medio lleno,
otro escupe en el cuenco delicado,
y un tercero se extiende en la glosa adecuada
a semejante colorido rojo,
¡Marte furioso y filigrana en serie!
Debate el triunvirato su estrategia
en una sala rota del recuerdo.
Uno exige acabar con el ensayo,
otro busca la gloria
y el tercero en discordia discute con la única
sombra presente en las sesiones de la inestable conferencia
acerca de lo humano y lo divino:
que si un altar sagrado, que si un verso...
...
Pero el ruido le roba la paciencia
(y es así porque sale de la voz),
el ruido vecindario, comunal,
el ruido de las grúas
izando al cielo piedra y más acero,
le exime de sí mismo y le convierte
en un reaccionario;
le confiere entidad,
aun remota y salvaje,
algo como la métrica del trueno,
la figura del salto primitivo.
Asciende velozmente por la grada tonal
traspasándole cráneo y pensamiento,
martillea, taladra,
dispara con la buena puntería
del arma con un solo cargador,
del soldado sin alma.
Es densidad, y ocurre
en los barrios extremos de las bellas ciudades,
donde los sueños rompen a llorar
y las estrellas lucen un destino sangriento.
El ruido le divide y le contagia
su discordante acento,
su mestizo compás;
es libertad y suena
a cadenas de hierro agonizante,
a prodigiosa fragua,
a fundición de guerra.
Estremecido, absorbe
decibelios azules
que anticipan el tránsito modélico
del cañón a la carne,
el aéreo periplo de la bala,
ceñida a su principio de orfandad,
y puede oír el llanto mutilado
del cadáver horrendo,
el sepulcral discurso
que improvisa la herida tumefacta,
la escala musical del propio desaliento.
Le roba la decencia;
aquel vestigio último
de solidaridad que mantenía,
en contra de sus áridos instintos,
es cercenado a golpe de timbal.
Se le mueren los padres,
el mundo es más extraño,
el mundo es un aullido, una ráfaga seca.
Es como si la muerte le hubiera poseído
dejando vivo al animal salvaje,
sólo el mordisco y el zarpazo ronco,
solamente una nota de espanto sideral.
Y se le caen los nervios a pedazos.
Y se muerde los labios colorados
hasta que, a borbotones,
fluye la esencia de los besos
y sale a chorros el carmín profundo,
hasta que palidecen sus entrañas
y la temperatura de su frente
alcanza el sumo grado del volcán.
...
Escapa del amor
que las buenas personas parecen profesarle,
las personas inmensas
que abarcan y estrangulan
como dioses sin ética.
También del puro amor que empaña los cristales
y huele al negro poso del café.
Se empeñan en quererlo con alguna maldad,
cada uno la suya, intransferible:
la faceta perversa
que cultivan los santos perdedores
(por cierto que pretenden
hacer de la clemencia un arte malicioso,
de la necesidad una virtud corrupta).
Ya sabe que lo toman por imbécil,
un racismo genético,
más allá del pigmento y la riqueza,
más allá de los libros,
más allá, sobre todo, de la música.
...
Un portazo infantil
inicia la dantesca serenata.
Después, un arrastrar de viejos muebles
-que es, en definitiva, un arrastrarse-,
chirridos, golpes secos,
estallidos de furia de las cosas,
que se hacen añicos,
se deshacen en filos traicioneros,
espadas que perforan los tímpanos inermes.
Él atiende y escucha, todo oídos
hacia el eco del salmo
que le susurra el odio,
hasta que prevalece sobre el brutal estruendo,
sobre el fragor del vertical tumulto
(la batalla que libran los objetos
y los hombres de bien).
...
Sale a la calle y trata de tomar
algún camino en paz.
A su espalda, la urbe
boquea como un pez fuera del agua,
pesa, vomita humo,
aúlla en las sirenas de ambulancias y fábricas
ríe con un repique de campanas,
¡tanta vida contiene!
Su vivo paso alcanza el primer árbol libre,
afilado ciprés.
Hay un bosque de cruces
a la vera impaciente del sendero,
una perforación bajo sus plantas,
una violación
del profundo secreto de la tierra.
Disfruta del hermético escenario
con un escalofrío. Sigue andando, deprisa,
entre los panteones,
el gesto lapidario
para forzar alguna simetría,
por confinar el tiempo en una esfera
-reconvertida en celda matemática-,
y jugar al balón
con los duendes oscuros
que devoran las horas a puñados.
Se imagina en el pozo,
debajo de la hierba,
en lo hondo y estrecho, en el desierto
al que llegan tan solo los picos de los cuervos,
en una fértil tumba
rodeada de vivas creaciones.
Entonces, amanece y, resignado, emprende
el regreso al futuro,
a la vulneración y la vergüenza.
---
Sentado frente al vaso, una, dos, tres
veces sentado frente al mismo vaso,
siempre medio vacío.
primera parte
Los años merodean
por las inmediaciones de su vida
como lobos hambrientos,
los días son estrellas
fugaces y las horas
gotas de lluvia que pronuncian vuelo
con la voz incendiada de relámpagos.
Él percibe la ira,
el aura cadavérica
que adorna los esfuerzos colectivos,
la cólera del sexo,
y recibe descargas
eléctricas del suave parloteo
del viento itinerante.
Convive con el mal, un mal de altura,
vertiginoso, arisco, mercurial;
además de la voz, el corrosivo
siseo del enjambre,
el fuego amigo, el soplo
derramado entre lágrimas ajenas
-serio ciclón de fuerza masculina-
que, si desequilibra, pone en guardia
y, si avisa, es traidor y es oponente.
Además de la voz irreversible
que nunca le permite soledades,
el murmullo del agua
dividida y el peso
arrollador del trino melodioso
-cancionero global,
un repentino coro de jilgueros ausentes-,
junto a la púrpura del arpa, abandonada a su liviano
y regular estilo,
el fronterizo eco
de un millón de gargantas afiladas.
...
Menos que un ser en permanente espera,
una roca en su trono polvoriento,
reina de la quietud,
segura de su peso, desafiante.
¡Qué aferrado a la tierra y la madera!,
raíz que se consiente, así de lóbrega,
así de recta en el oscuro vientre.
Menos que un hombre recto,
menos que la nostalgia de la forma,
el tallo inverso, víctima
de la voracidad de la ciega materia.
...
No disfrutó jamás del sano aspecto
de los varones bien alimentados,
una indigencia natural, la suya,
un desaliño del que adolecía,
una estructura falsa.
Demasiado delgado
y demasiado lívido,
con esa cara triste,
fácil para los malos detectives.
No es que no fuesen mártires sus padres, que lo eran,
o que no soportasen privaciones,
que lo hacían estoica y crudamente,
es que sobre sus hombros diminutos,
sobre su espalda, apenas vigorosa,
recaía el ingente peso de la familia
con toda la violencia del error.
...
Bebe y olvida cicatrices; aprende pájaros sin cielo,
lecciones magistrales
que la desilusión se empeña en impartirle.
Se mira en el espejo y sigue viendo
aquel niño infeliz dotado de poderes,
aquel pequeño diablo
que tanto prometiera al sufrimiento.
...
Debería cuidar de comportarse:
saludar al obrero que vuelve del trabajo
con la jovialidad del estudiante
y el ceño inconsistente del padre de familia,
hablar del clima inagotable usando rápidas palabras.
Mas su comportamiento es discutible,
desde el punto de vista más vulgar,
así que se discute en los rellanos,
se analiza también en los portales
y suele estar presente
en las conversaciones de ascensor.
Quisiera persuadirles
de la benignidad de sus propósitos.
Que los ojos detrás de las mirillas
le aceptasen el gesto desgarbado,
el ligero desvío del tabique,
los dientes incompletos,
que los ojos detrás de las ventanas
le observaran en toda su congoja.
Le gustaría, en fin,
que proyectase fuego en su intención oscura
el fulgor inocente de un millar de sonrisas,
pero no le responden los sentidos
y musita silencio
en el esquivo idioma de los trenes
que circulan desiertos y se alejan.
...
Ya no reparte cartas ni baraja los naipes.
Apenas coge el truco
y ya se lo han cambiado y tarda un rato largo
en volver a zafarse de la magia,
en recobrar el pulso acelerado,
la condición humana.
Las mujeres le cambian de sitio el corazón,
que palpita en su boca;
al segundo mordisco, la saliva y la sangre
forman esencia, fraguan en su entraña
humores negros, bilis,
filtros desesperados.
Las adora y las teme. A una de ellas,
la teme porque adora su maternal refugio
de vaporosa novia
y conoce el asedio que predican sus labios,
sus piernas instantáneas
y todo lo demás.
...
Desesperado es la palabra, el movimiento natural
de los labios cosidos al secreto
(arroja por la borda todo lastre retórico,
todo lo que no duele, y se hace fuerte
en la sonoridad de su derrota).
Quisiera, una, dos, ¡tres veces!, salir
de su breve recinto amurallado
(caparazón de espuma y acorazada víscera)
de la corazonada que atormenta
su cenagoso juicio;
no tiene a dónde ir, su condición
es la del elegido,
obligado a entregarse por completo
a la devastación de la memoria.
...
Enfrente, un vaso atónito de vino
lanza destellos carmesíes hacia la parte de la sombra
que oculta lo imposible,
proyecta vivo espacio
en dirección al hueco afirmativo.
El torbellino gira emitiendo cultura milenaria;
urnas de griega estirpe y arabescos
amanecen radiantes
sobre el bajo horizonte del infierno.
La mesa duerme el sueño de los justos,
un sueño insoportable.
Él, en tanto, no bebe,
solamente calcula el impacto del líquido,
investiga la huella luminosa,
el indicio perfecto,
la crianza perlada de sudor.
La sed percute su demencia entre las sienes; su delirio
esparce láminas aviesamente
por el centro neurálgico del miedo,
guadañas vigilantes.
De pronto, es la madera lo que surge,
tan regia y tan arbórea
que produce terreno en la conciencia,
un sedimento baldío
en el que brotan tallos de miseria,
troncos de soledad.
Entonces, ya son tres
los hombres que lo habitan, tres ideas distintas,
tres velas simultáneas
que se encienden afables y preguntan
por una madre enferma,
por un trabajo honrado,
por una verdadera eternidad.
Son tres en soledad, creciendo solos,
dialogando con ecos y fantasmas.
Uno bebe del vaso medio lleno,
otro escupe en el cuenco delicado,
y un tercero se extiende en la glosa adecuada
a semejante colorido rojo,
¡Marte furioso y filigrana en serie!
Debate el triunvirato su estrategia
en una sala rota del recuerdo.
Uno exige acabar con el ensayo,
otro busca la gloria
y el tercero en discordia discute con la única
sombra presente en las sesiones de la inestable conferencia
acerca de lo humano y lo divino:
que si un altar sagrado, que si un verso...
...
Pero el ruido le roba la paciencia
(y es así porque sale de la voz),
el ruido vecindario, comunal,
el ruido de las grúas
izando al cielo piedra y más acero,
le exime de sí mismo y le convierte
en un reaccionario;
le confiere entidad,
aun remota y salvaje,
algo como la métrica del trueno,
la figura del salto primitivo.
Asciende velozmente por la grada tonal
traspasándole cráneo y pensamiento,
martillea, taladra,
dispara con la buena puntería
del arma con un solo cargador,
del soldado sin alma.
Es densidad, y ocurre
en los barrios extremos de las bellas ciudades,
donde los sueños rompen a llorar
y las estrellas lucen un destino sangriento.
El ruido le divide y le contagia
su discordante acento,
su mestizo compás;
es libertad y suena
a cadenas de hierro agonizante,
a prodigiosa fragua,
a fundición de guerra.
Estremecido, absorbe
decibelios azules
que anticipan el tránsito modélico
del cañón a la carne,
el aéreo periplo de la bala,
ceñida a su principio de orfandad,
y puede oír el llanto mutilado
del cadáver horrendo,
el sepulcral discurso
que improvisa la herida tumefacta,
la escala musical del propio desaliento.
Le roba la decencia;
aquel vestigio último
de solidaridad que mantenía,
en contra de sus áridos instintos,
es cercenado a golpe de timbal.
Se le mueren los padres,
el mundo es más extraño,
el mundo es un aullido, una ráfaga seca.
Es como si la muerte le hubiera poseído
dejando vivo al animal salvaje,
sólo el mordisco y el zarpazo ronco,
solamente una nota de espanto sideral.
Y se le caen los nervios a pedazos.
Y se muerde los labios colorados
hasta que, a borbotones,
fluye la esencia de los besos
y sale a chorros el carmín profundo,
hasta que palidecen sus entrañas
y la temperatura de su frente
alcanza el sumo grado del volcán.
...
Escapa del amor
que las buenas personas parecen profesarle,
las personas inmensas
que abarcan y estrangulan
como dioses sin ética.
También del puro amor que empaña los cristales
y huele al negro poso del café.
Se empeñan en quererlo con alguna maldad,
cada uno la suya, intransferible:
la faceta perversa
que cultivan los santos perdedores
(por cierto que pretenden
hacer de la clemencia un arte malicioso,
de la necesidad una virtud corrupta).
Ya sabe que lo toman por imbécil,
un racismo genético,
más allá del pigmento y la riqueza,
más allá de los libros,
más allá, sobre todo, de la música.
...
Un portazo infantil
inicia la dantesca serenata.
Después, un arrastrar de viejos muebles
-que es, en definitiva, un arrastrarse-,
chirridos, golpes secos,
estallidos de furia de las cosas,
que se hacen añicos,
se deshacen en filos traicioneros,
espadas que perforan los tímpanos inermes.
Él atiende y escucha, todo oídos
hacia el eco del salmo
que le susurra el odio,
hasta que prevalece sobre el brutal estruendo,
sobre el fragor del vertical tumulto
(la batalla que libran los objetos
y los hombres de bien).
...
Sale a la calle y trata de tomar
algún camino en paz.
A su espalda, la urbe
boquea como un pez fuera del agua,
pesa, vomita humo,
aúlla en las sirenas de ambulancias y fábricas
ríe con un repique de campanas,
¡tanta vida contiene!
Su vivo paso alcanza el primer árbol libre,
afilado ciprés.
Hay un bosque de cruces
a la vera impaciente del sendero,
una perforación bajo sus plantas,
una violación
del profundo secreto de la tierra.
Disfruta del hermético escenario
con un escalofrío. Sigue andando, deprisa,
entre los panteones,
el gesto lapidario
para forzar alguna simetría,
por confinar el tiempo en una esfera
-reconvertida en celda matemática-,
y jugar al balón
con los duendes oscuros
que devoran las horas a puñados.
Se imagina en el pozo,
debajo de la hierba,
en lo hondo y estrecho, en el desierto
al que llegan tan solo los picos de los cuervos,
en una fértil tumba
rodeada de vivas creaciones.
Entonces, amanece y, resignado, emprende
el regreso al futuro,
a la vulneración y la vergüenza.
---