El crimen del locutor de la radio
Publicado: Dom, 07 Jun 2009 17:35
El crimen del locutor de la radio
El locutor sale a la calle. Mira directamente en dirección a un vidrio que parece un anuncio de un catálogo de cosméticos o una mejilla. Cree ver una capelina color hojas de árbol tiritante que pasa o que cae.
Huele agua enredada en la noche. Huele la gomosidad de la noche, su capelina, el envés de su capelina. sus forros.
Cruza ante los focos de un taxi. Mete las manos en los bolsillos como tomando a un conejo por la parte carnosa de las orejas. Absuelve sus manos mediante ligeras fricciones térmicas. Se enfalanja los dedos; vale decir: confunde los ramales nerviosos o nervados de los dedos izquierdos y los de los dedos diestros. Recién entonces descubre que tiene frío. Que lo posee un frío antiguo y perlado. Que está vestido con un sobrio capote de “emperador del frío”.
Estamos desnudos cuando estamos vestidos para el frío, piensa. Somos copos de hielo que germinan o maduran o se consolidan glacialmente en cuencos de viento. Acontecemos existencialmente e intencionalmente como mobiliario del frío, como colgante o arete para la estatua del frío, piensa.
En la cafetería se han encendido pequeñas velas. Las mesas lucen como grupas. Hay cicatrices verdes, azules, manchas de vino y de ciruelas. En el pórtico del baño gruñe una lámpara. Una camisa de mezclilla está echada en el suelo como una soga de barco. Alguien silba. Huele a ollas hervidas, a humo, a alcanfor.
No sé por qué las prendas de abrigo me quedan estrechas de sisa, piensa. Sube la escalera de los timbres agudos. Siente un dolor punzante en la ingle o en la vejiga. Como la anticipación de un dolor que adviene, piensa. Que llega a la estación del cuerpo.
Rafael Teicher
El locutor sale a la calle. Mira directamente en dirección a un vidrio que parece un anuncio de un catálogo de cosméticos o una mejilla. Cree ver una capelina color hojas de árbol tiritante que pasa o que cae.
Huele agua enredada en la noche. Huele la gomosidad de la noche, su capelina, el envés de su capelina. sus forros.
Cruza ante los focos de un taxi. Mete las manos en los bolsillos como tomando a un conejo por la parte carnosa de las orejas. Absuelve sus manos mediante ligeras fricciones térmicas. Se enfalanja los dedos; vale decir: confunde los ramales nerviosos o nervados de los dedos izquierdos y los de los dedos diestros. Recién entonces descubre que tiene frío. Que lo posee un frío antiguo y perlado. Que está vestido con un sobrio capote de “emperador del frío”.
Estamos desnudos cuando estamos vestidos para el frío, piensa. Somos copos de hielo que germinan o maduran o se consolidan glacialmente en cuencos de viento. Acontecemos existencialmente e intencionalmente como mobiliario del frío, como colgante o arete para la estatua del frío, piensa.
En la cafetería se han encendido pequeñas velas. Las mesas lucen como grupas. Hay cicatrices verdes, azules, manchas de vino y de ciruelas. En el pórtico del baño gruñe una lámpara. Una camisa de mezclilla está echada en el suelo como una soga de barco. Alguien silba. Huele a ollas hervidas, a humo, a alcanfor.
No sé por qué las prendas de abrigo me quedan estrechas de sisa, piensa. Sube la escalera de los timbres agudos. Siente un dolor punzante en la ingle o en la vejiga. Como la anticipación de un dolor que adviene, piensa. Que llega a la estación del cuerpo.
Rafael Teicher