KOEPEL
Publicado: Sab, 30 May 2009 15:04
KOEPEL
Rompen la luz los pájaros huyendo,
las nubes abren blancas polvaredas y el aire
parece dibujarles callejas y arreboles
les incendian los ojos por que se abra la sombra.
Las casas cierran ebrias portalones, ventanas
y las cancelas son de metal más oscuro,
más oscuras las lámparas
que caen en las calles,
las hojas de los árboles vagando
desde la luz al suelo,
desde la plenitud del aire
al frío de la ausencia,
desde su misma sed hasta la nada,
sólo porque te nombro,
sólo porque en mis manos llevo escrito tu nombre,
sólo porque la sangre se me espesa
al compás de tu nombre,
sólo porque los ojos se me agotan
cuando empiezo a pensarte.
Cruzan búhos nocturnos las estancias,
cruzan barcos nocturnos la memoria,
cruzan cruces nocturnas mi sonrisa,
cruzan llamas y encienden
el calor de mis labios si pronuncio,
si yo grito tus cifras, si yo grito
las letras que levantan tu cuerpo y tu ceniza.
Qué hacer para decirte, qué hacer para callarme,
qué hacer para cantar
y acudir a tu sombra quedamente
y acudir a tus labios en silencio
y acudir a tu vientre, a la cascada
que viene derramándose
a través de las aguas y cristales.
Qué hacer. Aquella tarde iba rompiéndose
cuando estaba tu mano contemplándome,
cuando apenas tus dedos señalaban
la piel de tanta niebla levantando
el índice y el grito, cuando apenas
tu mano era un cendal, una nota levísima,
un suspiro de un ave, la liturgia
que pinta rosetones y a los ángeles
les derrama la cera de los párpados.
Aquella tarde o lienzo
o delgada silueta de una roja
constelación ardiendo. Aquella tarde
tu inventaste la música y desnuda
yo asimilé sus blancas, sus fusas, sus corcheas
y Mozart nos miraba y eras tú
esa figura alzando el compás y los tiempos.
Pero, luego el silencio se apoderó de todo
y fueron los jinetes cabalgando,
esos cuatro jinetes, la arboleda
estaba ya encendiéndose
y ellos cabalgaban las llamas violáceas
entre los gruesos troncos que esparcía la bruma.
Ya no estabas ahí y aquel piano
deshacía sus teclas y caían
al suelo, diminutas,
las levísimas tablas de madera.
Caían partituras y volaban
por el viento que tú ibas dejando, ajeno,
por el suelo que nunca pisarías,
por la carne que estaba estallando en sus lágrimas,
por aquel corredor que era quietud ahora.
No sabría decirte, no, amor mío.
No sabría dejarte en esta página,
junto a una flor marchita,
toda la tinta ausente que bramaba
desde el centro del canto al lugar de tu rostro.
No sabría volcarte las vocales,
ligar con el delirio tantas sílabas,
entonar con los labios agrietados
la enorme soledad. El cielo, un puerto
de barcos arribando a sus constelaciones
y yo, como una cifra,
borrándome, tan sólo, como un cero infinito
por querer pronunciarte. Pero cómo,
cómo decir que el mar arreciaba de súbito,
cómo decir las olas,
una gota de agua, sólo un pétalo
de la sal en la lengua, sólo un árido
volcán que derramara
la lava en mis pupilas, sólo el trazo
de un alazán vertiéndose
contra el vacío inmenso de una larga
ciudad sin un camino,
sin un sólo lugar, sin una brida,
sin un vibrar de suelos y de alforjas.
Sólo ese cementerio, ahí, en la noche
y la noche repleta
de cálices y antorchas y silencio.
Mozart, en la Sixtina, recordando
el principio de todo, aquella tarde.
Rompen la luz los pájaros huyendo,
las nubes abren blancas polvaredas y el aire
parece dibujarles callejas y arreboles
les incendian los ojos por que se abra la sombra.
Las casas cierran ebrias portalones, ventanas
y las cancelas son de metal más oscuro,
más oscuras las lámparas
que caen en las calles,
las hojas de los árboles vagando
desde la luz al suelo,
desde la plenitud del aire
al frío de la ausencia,
desde su misma sed hasta la nada,
sólo porque te nombro,
sólo porque en mis manos llevo escrito tu nombre,
sólo porque la sangre se me espesa
al compás de tu nombre,
sólo porque los ojos se me agotan
cuando empiezo a pensarte.
Cruzan búhos nocturnos las estancias,
cruzan barcos nocturnos la memoria,
cruzan cruces nocturnas mi sonrisa,
cruzan llamas y encienden
el calor de mis labios si pronuncio,
si yo grito tus cifras, si yo grito
las letras que levantan tu cuerpo y tu ceniza.
Qué hacer para decirte, qué hacer para callarme,
qué hacer para cantar
y acudir a tu sombra quedamente
y acudir a tus labios en silencio
y acudir a tu vientre, a la cascada
que viene derramándose
a través de las aguas y cristales.
Qué hacer. Aquella tarde iba rompiéndose
cuando estaba tu mano contemplándome,
cuando apenas tus dedos señalaban
la piel de tanta niebla levantando
el índice y el grito, cuando apenas
tu mano era un cendal, una nota levísima,
un suspiro de un ave, la liturgia
que pinta rosetones y a los ángeles
les derrama la cera de los párpados.
Aquella tarde o lienzo
o delgada silueta de una roja
constelación ardiendo. Aquella tarde
tu inventaste la música y desnuda
yo asimilé sus blancas, sus fusas, sus corcheas
y Mozart nos miraba y eras tú
esa figura alzando el compás y los tiempos.
Pero, luego el silencio se apoderó de todo
y fueron los jinetes cabalgando,
esos cuatro jinetes, la arboleda
estaba ya encendiéndose
y ellos cabalgaban las llamas violáceas
entre los gruesos troncos que esparcía la bruma.
Ya no estabas ahí y aquel piano
deshacía sus teclas y caían
al suelo, diminutas,
las levísimas tablas de madera.
Caían partituras y volaban
por el viento que tú ibas dejando, ajeno,
por el suelo que nunca pisarías,
por la carne que estaba estallando en sus lágrimas,
por aquel corredor que era quietud ahora.
No sabría decirte, no, amor mío.
No sabría dejarte en esta página,
junto a una flor marchita,
toda la tinta ausente que bramaba
desde el centro del canto al lugar de tu rostro.
No sabría volcarte las vocales,
ligar con el delirio tantas sílabas,
entonar con los labios agrietados
la enorme soledad. El cielo, un puerto
de barcos arribando a sus constelaciones
y yo, como una cifra,
borrándome, tan sólo, como un cero infinito
por querer pronunciarte. Pero cómo,
cómo decir que el mar arreciaba de súbito,
cómo decir las olas,
una gota de agua, sólo un pétalo
de la sal en la lengua, sólo un árido
volcán que derramara
la lava en mis pupilas, sólo el trazo
de un alazán vertiéndose
contra el vacío inmenso de una larga
ciudad sin un camino,
sin un sólo lugar, sin una brida,
sin un vibrar de suelos y de alforjas.
Sólo ese cementerio, ahí, en la noche
y la noche repleta
de cálices y antorchas y silencio.
Mozart, en la Sixtina, recordando
el principio de todo, aquella tarde.