¿Dos mujeres?
Publicado: Jue, 16 Abr 2009 18:13
¿Dos mujeres?
Tenía prisa y crucé el parque intentando ganar unos minutos, la tarde era excesivamente calurosa para el mes de marzo y algunas personas ya buscaban la sombra acogedora que ofrecían los árboles del paseo central.
De pronto la vi, estaba sentada en uno de los bancos más discretos y apartados. Fueron sus manos lo primero que me llamó la atención. Eran largas y muy delgadas, de aspecto apergaminado. Los dedos, rematados con unas uñas descuidadas y sucias se retorcían como garfios mientras desenvolvían lo que bien podía ser un bocadillo que alguien hubiera tirado a la basura.
Pensé en otras manos, también largas y delgadas, muy bellas y elegantes. Las recordé suaves y blancas, moviéndose como mariposas inquietas y me olvidé completamente de la prisa, me senté en un banco cercano y volví a observar a la mujer más detenidamente. Tenía el pelo largo, lo llevaba sujeto con una trenza de color ceniza que dentro de la desidia la daba una cierta distinción. Volví a pensar en aquel otro pelo, también largo y sedoso, siempre recogido con diadema o pasador de terciopelo granate. Sonreí al recordar cuando le pregunté: ¿Porqué siempre granate? Me miró durante unos segundos con expresión de desconcierto y luego, con una sonrisa me dijo: Quizá, porque está a medio camino entre el descaro del rojo y la discreción del negro. Entonces no lo entendí muy bien pero me pareció una respuesta preciosa. También sonrío ahora al recordar cuando intentaba poner cara de enfado para que yo me aplicara más, su expresión era tan dulce que lejos de asustarme, hacía que mi cariño por ella se acrecentara.
Seguía mirando con una fascinación desconocida a la mendiga y mis pensamientos saltaban una y otra vez, de su imagen al recuerdo de la señorita Alicia.
De nuevo comparé las piernas de la mujer, que se adivinaban delgadas y huesudas debajo de aquella falda negra de tela gruesa y arrugada, completamente deshilachada, con aquellas otras, largas y finas, siempre enfundadas en impecables medias de seda y zapatos de tacón alto, caminando con la elegancia de las modelos y la distinción de las señoritas de aquella época, adquirida desde muy niñas.
Estaba comparando a las dos mujeres de manera inconsciente, la visión de una me traía el recuerdo de la otra hasta que comprendí el motivo. La última vez que oí hablar de ella, fue un comentario hecho en un corrillo de cotillas, comentaban con jocosidad su fuga con un joven profesor, de como había abandonado a su marido, quince años mayor que ella. Éste era un hombre fatuo y machista que alardeaba de mujer bonita mientras la exhibía como si fuera un trofeo y cuyo padre, un cacique rico y poderoso, humillado por el abandono, había prometido que la buscaría hasta en los infiernos y cuando la encontrara, la hundirla en la miseria.
Tenía prisa y crucé el parque intentando ganar unos minutos, la tarde era excesivamente calurosa para el mes de marzo y algunas personas ya buscaban la sombra acogedora que ofrecían los árboles del paseo central.
De pronto la vi, estaba sentada en uno de los bancos más discretos y apartados. Fueron sus manos lo primero que me llamó la atención. Eran largas y muy delgadas, de aspecto apergaminado. Los dedos, rematados con unas uñas descuidadas y sucias se retorcían como garfios mientras desenvolvían lo que bien podía ser un bocadillo que alguien hubiera tirado a la basura.
Pensé en otras manos, también largas y delgadas, muy bellas y elegantes. Las recordé suaves y blancas, moviéndose como mariposas inquietas y me olvidé completamente de la prisa, me senté en un banco cercano y volví a observar a la mujer más detenidamente. Tenía el pelo largo, lo llevaba sujeto con una trenza de color ceniza que dentro de la desidia la daba una cierta distinción. Volví a pensar en aquel otro pelo, también largo y sedoso, siempre recogido con diadema o pasador de terciopelo granate. Sonreí al recordar cuando le pregunté: ¿Porqué siempre granate? Me miró durante unos segundos con expresión de desconcierto y luego, con una sonrisa me dijo: Quizá, porque está a medio camino entre el descaro del rojo y la discreción del negro. Entonces no lo entendí muy bien pero me pareció una respuesta preciosa. También sonrío ahora al recordar cuando intentaba poner cara de enfado para que yo me aplicara más, su expresión era tan dulce que lejos de asustarme, hacía que mi cariño por ella se acrecentara.
Seguía mirando con una fascinación desconocida a la mendiga y mis pensamientos saltaban una y otra vez, de su imagen al recuerdo de la señorita Alicia.
De nuevo comparé las piernas de la mujer, que se adivinaban delgadas y huesudas debajo de aquella falda negra de tela gruesa y arrugada, completamente deshilachada, con aquellas otras, largas y finas, siempre enfundadas en impecables medias de seda y zapatos de tacón alto, caminando con la elegancia de las modelos y la distinción de las señoritas de aquella época, adquirida desde muy niñas.
Estaba comparando a las dos mujeres de manera inconsciente, la visión de una me traía el recuerdo de la otra hasta que comprendí el motivo. La última vez que oí hablar de ella, fue un comentario hecho en un corrillo de cotillas, comentaban con jocosidad su fuga con un joven profesor, de como había abandonado a su marido, quince años mayor que ella. Éste era un hombre fatuo y machista que alardeaba de mujer bonita mientras la exhibía como si fuera un trofeo y cuyo padre, un cacique rico y poderoso, humillado por el abandono, había prometido que la buscaría hasta en los infiernos y cuando la encontrara, la hundirla en la miseria.