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Publicado: Jue, 10 Ene 2008 5:13
Llegamos a un lugar donde los vientos tenían sus rosas azuladas. Era difícil comprender por qué los pájaros estaban sacudidos y asignados cada uno a una orilla de los viajes. Yo te pregunté la razón de tu sonrisa y me dijiste que reías porque sabías que lo único capaz de permanencia era lo que habita en el corazón. Estábamos enmudecidos, pues nunca habíamos visto tantos astros dirigiéndose a un mismo precipicio. Nos quedamos por unas horas en silencio, vimos ocultarse dos lunas mientras mirábamos el espectáculo más llamativo de aquella noche. El porvenir se había detenido junto a nosotros, y nosotros estábamos rodeándonos de un tiempo de pasados sucesivos. Nos prometimos llegar hasta el final de nuestros días juntos. Todos los astros que pasaban eran una promesa. Sólo divisábamos un hongo. Un hongo hermosamente anaranjado en el final del horizonte, del único horizonte que nuestro asombro lograba contemplar. Extrañamente, aún existían rosas pendulares en el viento, ellas teñían el aire y el futuro, el abismo que nos rodeaba tenía al menos un color perfecto. Tomaste mi mano, pensé por un instante que una mano era capaz de contener la historia de la humanidad y que si esto fuera así, tu mano tendría que tener reunido el paso de los siglos atándose a la mía. Casi caída la octava noche de aquella noche, nos volteamos pues ya todo el universo se acercaba y estábamos seguros que habría un movimiento tan intenso, que nuestros cuerpos sucumbirían ante el abismo por venir. Corrimos de prisa a nuestra nave y ya lejanos vimos perderse un universo nuevo en un lugar que no pudimos comprender. Notamos que nuestros ojos soportaban el insomnio de tres siglos y que toda la cacería de este tiempo no bastaba para lograr al fin la paz.