Que la vergüenza cambie de bando
Publicado: Vie, 06 Dic 2024 12:11
Con la insistencia del hacha
un sueño funesto se adentró en el corazón
de Gisèle Pélicot,
que estalló en trozos inaccesibles,
anegándole la boca y ahogando su grito.
Enemigos con forma tirana,
voz como tormenta invernal de cuchillos
y risa atronadora la violaron
durante diez insufribles años
con sus cuerpos terribles,
arrebatándole el espacio,
las dimensiones y el centro de gravedad,
y llevándose consigo la vida y todo su mundo.
Ni un testigo para constatar tanta soledad estridente.
No eran monstruos, tenían un nombre,
-a Giséle pronunciarlo le lastimaba los labios
y le hacía sangre en las palabras-
y también un amor de madre, la que los parió
y seguramente cuidó y alimentó y educó
y sacó adelante para que fueran
personas sencillas,
pero de gozosa presencia,
corazón generoso y larga sonrisa,
amantes de todo lo vivo y del fuego ardiente,
del canto que adorna el alba
y de la mujer total con los ojos serenos.
No, que no eran monstruos,
que la mayoría eran padres de familia
-para Gisèle, una jauría humana
con sus cuerpos terribles
y su boca repleta de colmillos-
con hijos a su cargo,
a los que supuestamente amaban
y cuidaban y alimentaban
y educaban y sacaban adelante;
que hablaban, respiraban
y soportaban diariamente un trabajo
y en sus ratos de ocio entrenaban
seguramente a algún equipo infantil
de fútbol, cocinaban, iban al cine
o al teatro, leían o se dedicaban
a observar el vuelo de una mosca
mientras aumentaban su colección
de jarras vacías de cerveza.
Pero Gisèle Pèlicot, que durante diez años
fue sometida a mil y una vejaciones
como un personaje de Sade
con la venia de un marido
escupiendo cobardía a borbotones,
se ha alzado porque su vida,
como la de todas las mujeres,
es de valor incalculable
y por las manos tendidas, abiertas y azules,
y las claras estrellas y los libros verdes
y la alta esperanza y los ojos
que reflejan jazmines y los candores más íntimos
y por las hojas caídas y el trigo que dora la tierra
y el olor del pan de la mañana y el agua toda.
un sueño funesto se adentró en el corazón
de Gisèle Pélicot,
que estalló en trozos inaccesibles,
anegándole la boca y ahogando su grito.
Enemigos con forma tirana,
voz como tormenta invernal de cuchillos
y risa atronadora la violaron
durante diez insufribles años
con sus cuerpos terribles,
arrebatándole el espacio,
las dimensiones y el centro de gravedad,
y llevándose consigo la vida y todo su mundo.
Ni un testigo para constatar tanta soledad estridente.
“¡Ay qué dolor! Se me desgarra
el corazón al irse hacia la sombra,
porque en el cuarto de al lado,
en lo oscuro del miedo,
animales obscenos,
armatostes espantosos me abrasan,
haciéndose pasar por la causa de mi llanto.”
el corazón al irse hacia la sombra,
porque en el cuarto de al lado,
en lo oscuro del miedo,
animales obscenos,
armatostes espantosos me abrasan,
haciéndose pasar por la causa de mi llanto.”
No eran monstruos, tenían un nombre,
-a Giséle pronunciarlo le lastimaba los labios
y le hacía sangre en las palabras-
y también un amor de madre, la que los parió
y seguramente cuidó y alimentó y educó
y sacó adelante para que fueran
personas sencillas,
pero de gozosa presencia,
corazón generoso y larga sonrisa,
amantes de todo lo vivo y del fuego ardiente,
del canto que adorna el alba
y de la mujer total con los ojos serenos.
“¿No hay ninguna esperanza
de que todo se arregle,
de que ceda el dolor?
¿No habrá para mí
más jóvenes primaveras
ni un final feliz
que preludie otros días?"
de que todo se arregle,
de que ceda el dolor?
¿No habrá para mí
más jóvenes primaveras
ni un final feliz
que preludie otros días?"
No, que no eran monstruos,
que la mayoría eran padres de familia
-para Gisèle, una jauría humana
con sus cuerpos terribles
y su boca repleta de colmillos-
con hijos a su cargo,
a los que supuestamente amaban
y cuidaban y alimentaban
y educaban y sacaban adelante;
que hablaban, respiraban
y soportaban diariamente un trabajo
y en sus ratos de ocio entrenaban
seguramente a algún equipo infantil
de fútbol, cocinaban, iban al cine
o al teatro, leían o se dedicaban
a observar el vuelo de una mosca
mientras aumentaban su colección
de jarras vacías de cerveza.
"Si, más bien, todo el dolor
me invadirá de nuevo
y tengo que seguir respirando
y soportar la luz
y masticar para siempre mis lágrimas,
dame, ¡oh noche!, tu abismo
o tus horrores, lo que venga
con tal de que no sea el día
ni el sucio relente de los hombres.”
me invadirá de nuevo
y tengo que seguir respirando
y soportar la luz
y masticar para siempre mis lágrimas,
dame, ¡oh noche!, tu abismo
o tus horrores, lo que venga
con tal de que no sea el día
ni el sucio relente de los hombres.”
Pero Gisèle Pèlicot, que durante diez años
fue sometida a mil y una vejaciones
como un personaje de Sade
con la venia de un marido
escupiendo cobardía a borbotones,
se ha alzado porque su vida,
como la de todas las mujeres,
es de valor incalculable
y por las manos tendidas, abiertas y azules,
y las claras estrellas y los libros verdes
y la alta esperanza y los ojos
que reflejan jazmines y los candores más íntimos
y por las hojas caídas y el trigo que dora la tierra
y el olor del pan de la mañana y el agua toda.
“He mostrado mi rostro sereno
a las gotas de miedo
que, adheridas a mi cuerpo, han huido
y, al renacer para siempre,
he podido partir por la mitad
a los monstruos terribles, decapitarlos
como hizo Judith con Holofernes;
y porque ha llegado la hora
de que la vergüenza cambie de bando,
no me he escondido en otro nombre
para que mi historia
nunca quede amordazada por el olvido.”
a las gotas de miedo
que, adheridas a mi cuerpo, han huido
y, al renacer para siempre,
he podido partir por la mitad
a los monstruos terribles, decapitarlos
como hizo Judith con Holofernes;
y porque ha llegado la hora
de que la vergüenza cambie de bando,
no me he escondido en otro nombre
para que mi historia
nunca quede amordazada por el olvido.”