No era prudente seguir hasta el final de la galaxia.
Nuestra aceleración superaba la fórmula prevista,
la ley última de velocidad
por luz igual a atomización.
El mundo exterior poblado estaba de luces voladoras
—ninguna como la tuya—
que cruzaban al azar frente a nosotros.
Detener el motor en estos casos
—según se dice en el oportuno manual vital—
es muy efectivo.
Nunca lo hicimos. No paramos.
El límite eran las cosas y nosotros.
Yo descendí primero y comprobé la soledad del cero.
Conecté la leyenda del beso
y bebí hasta el final el trago de aire.
No había luz
—ceguera espacial—
solo recuerdos.
Alcancé a adivinar posibilidad de hombre
y al extender las manos recogí el don,
el precioso don del negro éter.
Azul era la noche allá en la tierra
cuando era posible nuestro amor.
Hoy me encontraba condenada a eternidad.
Cerca de mí surgieron las luces fugitivas
y preferí volver al hogar volador
donde nada es posible, sino rodar una y otra vez,
en busca de una tierra más feliz e inhumana.