los ojos aún penumbras,
con las manos sin rayajos y los labios entreabiertos,
recién nacidos al mundo.
Como si el parto fuera un hecho inacabado
y la placenta
el abrigo de diciembre,
nos aferramos al nombre,
para nombrar,
para crecer al propio nombre y llamarnos hijos DE
de quien sea importante y con largos apellidos.
Y olvidamos nombrarnos hijos de nosotros mismos.
Se descuelgan las vocales en asimétrica lluvia
como un salero sin huecos que no encuentra consonantes
y consensuar el ACTOS, nombre de nosotros mismos
hijos, padres de los partos
- luego actos –
que dejemos en las piedras.

(Porque no asimilamos que somos hijos de nuestros actos. Sí señor, tan sencillo como eso, y ea, venga a querer ser hijos de larguísimos apellidos, como si nuestro parto hubiera sido en Macondo, o algo así)