
Cada vez que se me cae el mundo encima, aprendo a despertar de la muerte. En la bifurcación de una hora precisa, certera, un instrumento quirúrgico en imposibles manos me extirpa de la negación, y decido sufrir; abro la débil puerta de la briznas hasta sentir el brote de mi corola.
En tardes rosadas como sus ojos, la vi secar su sombra colgada como un trapo fraguado de sol.
No muy lejos, el manifiesto de los aves irrumpe, el pajarero se adueña del viento, tiende la red en la huequedad del espacio.
Sin embargo, era una lámina como una costra sobre sus rodillas sucediéndose, al caer su sangre.
Las hileras del cementerio guardaban los lapidarios guiones del mundanal desenlace. Ella habia memorizado sus decretos. Había acumulado una deuda de pan y mantequilla, y sin querer, desdorado los espejos y así cesó de internarse mas allá de los meridianos del tiempo exiguo.
La sentí a escondidas llorar los versos de su poema inexpresable. La vi y la padecí en implosiones de minas abandonadas en otras guerras. Nos cortaban las piernas y nos dejaron desfiguradas alas, atrofias dolorosas que nos difuminaron y fuimos fantasmas, vértebras reactivas que inflamaban la hoz de los segundos momentos antes de tragarse el telón. Todo está en ruinas frente al descanso.
La vi una tarde plomiza seguir hasta la cólera del muelle. En tráfico incesante, desarmó sus alas. Iba zurciendo el viento. Iba hecha pedazos entre cuervos circulares.
Cuando el hijo de su hambre murió, quedaron nuevas y complacidas sus botas blancas. Hacía poco logró comprarlas gracias al premio modesto de la lotería en aquel sábado gigante; al día siguiente, día abnegable, el niño genio no despertó. La vi dando de limosnas su corazón a los mendigos sentados a la puerta de la iglesia, persignarse y vomitar el hígado del mundo.
Cada vez que llegaba la muerte, entre las brechas de las décadas, yo nacía en ella.
Le asustaban tanto mis ojos cerrados que ponía espejo frente a mis narices, humeaba como caldo reconstituyente, cucharadas de poco tiempo. Una mortificación impertinente sacudía su pecho cuando yo despertaba, entonces subía la dosis y volvía a inyectarme de desconcierto: me prefería dormida. Creo que por eso sueño cíclicamente mi travesía en densas cavernas. Creo que por eso me sueño viva. Creo que por eso presiento el engaño de los campos elíseos. Creo que por eso sufro, porque de toda elección, no hay nada más hermoso al alcance de vivos y muertos que el misterio de la luz. Creo que el enemigo de la vida realmente no acepta las fases de nuestras sombras.
Creo que por eso sufro y creo incansablemente en despertar, porque una inefable mano acaricia mis sienes.

E.R.Aristy