Jerusalén
Publicado: Vie, 28 Dic 2007 22:51
Salí de Tel Aviv por la mañana,
hacia Jerusalén, en un tren confortable.
Me instalé en un asiento de pasillo
enfrente de una joven musulmana
a la que en un principio no observé.
Pero una vez en ruta, mi mirada
la encontró y desde entonces
ya no pude dejar de mirarla extasiado.
Iba con el hijab pero sin velo en rostro,
y su chador violeta, muy holgado,
no vedaba apreciar su extrema delgadez.
Sus rasgos eran finos, decadentes,
puede que algo románticos y tristes;
sus ojos, melancólicos y bellos,
parecían mirar a través de los cuerpos.
Estaba allí sentada, en la terraza
de una cafetería concurrida,
con la vista perdida en las mansas palmeras
y en los insomnes cedros de unos jardines próximos.
La gente que pasaba no reparaba en ella
y yo no comprendía tamaña indiferencia
ante un ser tan etéreo y delicado.
Por las calles estrechas de la ciudad antigua
caminaba despacio entre turistas
y la paloma blanca que llevaba en el hombro
brindaba en derredor su rama verde
sin que nadie aceptara su propuesta.
A veces, evitando la obsesión,
apartaba mis ojos de los suyos
y miraba a través de la ventana
el gozoso paisaje de Israel
que el tren atravesaba imperturbable.
Su cielo, tan divino que era lógico
que el hombre lo creyera morada de su dios,
su luz inenarrable, sus campos torturados
por miles de tragedias, que, inmutables, seguían
ofreciendo su fiel feracidad.
En la tibia terraza de la cafetería
me sentaba anhelante al amainar la tarde
para verla pasar con su chador violeta,
tan sólo acompañada por las palomas blancas.
En agosto, Madrid era insufrible:
En la televisión seguían repitiendo
mentiras marchitadas, y en los amaneceres,
después de turbias noches de tediosa vigilia,
el sueño me invadía sin piedad.
Pero en Jerusalén los días eran nítidos
y mis tardes se hallaban saturadas
de violetas tempranas.
Frente al parque cercano a la cafetería,
se había congregado un gran gentío
a causa de un evento popular
que los telediarios estaban transmitiendo.
Era la tarde de un martes sin palomas
y mi joven islámica de rostro demacrado
avanzaba muy lenta, besada por mis ojos.
Me miró rectamente y (¡oh sorpresa!)
esbozó una sonrisa dulce y plácida.
Me quedé fascinado viéndola alejarse,
caminando hacia aquella muchedumbre,
con sus caderas amplias y rollizas,
sus nalgas abultadas, gruesas y adiposas,
sus hombros colosales y su chador violeta.
Y entonces comprendí de pronto todo:
comprendí que, debajo del chador,
además de su cuerpo, llevaba su venganza.
Cuando quise correr detrás de ella,
una explosión potente y terrorífica
lanzaba por los aires docenas de personas.
Los heridos aullaban de dolor;
seres enloquecidos gritaban abrazados
a cuerpos ya sin vida. Y entre vísceras,
humo, metralla, polvo y sangre en ríos,
un trozo chamuscado de tejido violeta.
Cansado de escuchar las consabidas
mentiras cotidianas de los telediarios,
con el mando a distancia, me cambié de canal
y puse una película fantástica.
Es verdad que, en agosto,
Madrid es insufrible.
De "Viajes Ilusorios"
hacia Jerusalén, en un tren confortable.
Me instalé en un asiento de pasillo
enfrente de una joven musulmana
a la que en un principio no observé.
Pero una vez en ruta, mi mirada
la encontró y desde entonces
ya no pude dejar de mirarla extasiado.
Iba con el hijab pero sin velo en rostro,
y su chador violeta, muy holgado,
no vedaba apreciar su extrema delgadez.
Sus rasgos eran finos, decadentes,
puede que algo románticos y tristes;
sus ojos, melancólicos y bellos,
parecían mirar a través de los cuerpos.
Estaba allí sentada, en la terraza
de una cafetería concurrida,
con la vista perdida en las mansas palmeras
y en los insomnes cedros de unos jardines próximos.
La gente que pasaba no reparaba en ella
y yo no comprendía tamaña indiferencia
ante un ser tan etéreo y delicado.
Por las calles estrechas de la ciudad antigua
caminaba despacio entre turistas
y la paloma blanca que llevaba en el hombro
brindaba en derredor su rama verde
sin que nadie aceptara su propuesta.
A veces, evitando la obsesión,
apartaba mis ojos de los suyos
y miraba a través de la ventana
el gozoso paisaje de Israel
que el tren atravesaba imperturbable.
Su cielo, tan divino que era lógico
que el hombre lo creyera morada de su dios,
su luz inenarrable, sus campos torturados
por miles de tragedias, que, inmutables, seguían
ofreciendo su fiel feracidad.
En la tibia terraza de la cafetería
me sentaba anhelante al amainar la tarde
para verla pasar con su chador violeta,
tan sólo acompañada por las palomas blancas.
En agosto, Madrid era insufrible:
En la televisión seguían repitiendo
mentiras marchitadas, y en los amaneceres,
después de turbias noches de tediosa vigilia,
el sueño me invadía sin piedad.
Pero en Jerusalén los días eran nítidos
y mis tardes se hallaban saturadas
de violetas tempranas.
Frente al parque cercano a la cafetería,
se había congregado un gran gentío
a causa de un evento popular
que los telediarios estaban transmitiendo.
Era la tarde de un martes sin palomas
y mi joven islámica de rostro demacrado
avanzaba muy lenta, besada por mis ojos.
Me miró rectamente y (¡oh sorpresa!)
esbozó una sonrisa dulce y plácida.
Me quedé fascinado viéndola alejarse,
caminando hacia aquella muchedumbre,
con sus caderas amplias y rollizas,
sus nalgas abultadas, gruesas y adiposas,
sus hombros colosales y su chador violeta.
Y entonces comprendí de pronto todo:
comprendí que, debajo del chador,
además de su cuerpo, llevaba su venganza.
Cuando quise correr detrás de ella,
una explosión potente y terrorífica
lanzaba por los aires docenas de personas.
Los heridos aullaban de dolor;
seres enloquecidos gritaban abrazados
a cuerpos ya sin vida. Y entre vísceras,
humo, metralla, polvo y sangre en ríos,
un trozo chamuscado de tejido violeta.
Cansado de escuchar las consabidas
mentiras cotidianas de los telediarios,
con el mando a distancia, me cambié de canal
y puse una película fantástica.
Es verdad que, en agosto,
Madrid es insufrible.
De "Viajes Ilusorios"