Reto a Pelo 3: Zapatos viejos
Publicado: Sab, 06 Abr 2024 14:52
UN BOSQUE DE MANOS
La niña camina por la calle. Su mano atenazada por la de su madre, que tira de ella con fuerza sin mirarla, ajena a sus protestas. Ana hace fuerza con su brazo corto y alzado, como en una eterna pregunta: ¿Dónde vamos? La madre calla y tira; comenta lo caro que está el mercado, la última movida de su marido y, lo víbora que es la del segundo, que siempre amenaza con demandas.
Y la niña tira del brazo de la madre insistiendo con sus preguntas infantiles, qué vecina, qué es una víbora, a quien se va a llevar la policía, qué haces mamá, me haces daño.
Y la madre tira y vuelve a aferrarse a la mano escurridiza de la hija que se resbala entre sus dedos, por el sudor y la rebeldía.
Y Ana camina por la calle.
Su mundo se reduce a un suelo sucio y asfaltado, al relieve de las aceras irregulares, a los escupitajos y los charcos de lluvia pasada. Y su mundo es un bosque de manos adultas que sobrevuelan su cabeza, manos que penden de brazos estirados, brazos que cuelgan de troncos infinitos, un poco más abajo de cabezas que no puede llegar a divisar y que le ocultan el cielo.
Lucha con una tormenta de bolsos que la zarandean, de abrigos que golpean su rostro mientras su madre, muy enfadada, habla y habla y tira de ella.
Por momentos cree que va a perderse en una esquina, porque su madre ya la ha doblado y ella aún no llega. Grita desesperada cuando un perro la mira fijamente, sus ojos contra los de Ana, y ladra.
Se asusta y llora. Amelia tira mientras le cuenta a su cuñada que va a pedir la separación, que no aguanta una borrachera más, que la importa un pimiento si su familia política la deja de hablar. Que se metan la religión por donde amargan los pepinos. Que ellos no viven con un alcohólico que ha gastado el dinero ahorrado en una clínica privada de desintoxicación.
La niña solo ve el pie de las farolas y las sombras que proyectan en el suelo. No ve atardeceres porque el peso de su mochila la encorva y le duele la espalda de tanto cargar con deberes y trabajos.
Ana solo atiende a sus zapatos escolares, que son viejos y duros y le aprietan.
—Mamá, me hacen daño.
Su madre tira, sigue tirando y le grita porque no comprende que unos zapatos usados puedan hacer daño. Ana cojea mientras Amelia, habla que te habla, la arrastra por las calles con la promesa incierta de un “ya llegamos, pero calla”.
La niña sigue caminando bajo el bosque de manos, bolsos, abrigos y brazos.
Entonces se da cuenta de que su mundo se tambalea. El cordón se ha desatado. Y es largo, tan largo que puede pisarlo, tropezar y perderse en un bosque adulto, gigante y apresurado.
Comienza a acortar los pasos, a fijarse mucho en cómo pisar y se va retrasando. ¡Vamos! Y su madre tira.
Sus dedos se escurren. Mamá, el cordón. No hacen caso, ella cree que el claxon de un coche ha apagado su aviso, Mamá, mira, el cordón. Nada, siguen tirando de ella con fuerza y pierde el compás de su camino.
—¡El cordón!
Justo en el instante antes de pisarlo y acabar bajo el peso de los estudios enlatados en su mochila, grita y llora.
Amelia, la víbora del segundo, la recetas de “consejos que para mí no tengo” de la cuñada; y el mundo de brazos y manos colgantes se detienen fijando sus ojos en los de ella. Hasta el perro deja de ladrar a lo lejos, atento —seguramente—al grito de desesperación. Es un instante, pero le hiela el alma y queda grabado en la memoria infantil:
—¿Qué pasa? —dice Amelia.
—El cordón.
Y la palabra resume su tragedia inmediata.
—Pues átatelo que ya sabes.
Su madre y su tía la observan atentamente. La señalan con sus pupilas. Y, por último, al ver que se ha paralizado la cría en mitad de la calle, y llegan tarde, comienzan a señalar con el dedo.
Ese dedo hace que Ana tiemble, que le sude el cuerpo y que la mochila parezca de plomo.
—No sé.
—¿Cómo que no sabes? Te enseñé ayer.
De repente se acuerda de la tarde anterior, antes de la pelea de sus padres, cuando le dijeron cómo coger entre sus dedos los cordones de sus viejos zapatos escolares. Y le explicaron cómo hay que enlazarlos con nudos invisibles que parecen borratajos.
Al final es eso, dibujar un borratajo sobre la lengüeta del zapato. Pero ella solo recuerda cómo emborronar sus cuadernos cuando se enfada, y la profesora la castiga con dos sumas más, o en el pasillo del colegio. O cómo emborrona esos papeles inútiles que su padre deja de vez en cuando sobre la mesa del comedor, con cara de asco y aburrimiento. Emborrona, para chinchar, los apuntes de su hermano mayor, que siempre grita y es gracioso cuando frunce el ceño. Emborronar la pizarra con tiza blanca. Pero aún no ha aprendido a emborronar zapatos.
—No me acuerdo.
—Mira que eres tonta. —Cuatro palabras que recordará toda su vida.
Y su madre se agacha resignada. A Ana la duele el insulto, aunque piensa que es más idiota aprender a dibujar borratajos con cordones en vez de con pinturas.
Observa, sin embargo, a su madre con admiración, porque sabe cruzar aquellas cuerdas entre sí, y en un segundo tiene una lazada perfecta sobre su feo zapato escolar, el que más le aprieta.
—¡Vamos!
Y vuelve a tirar de ella con su mano atenazadora, mientras convence a su cuñada de ir a buscar trabajo en el polígono industrial y una guardería para la niña, antes de meter los papeles en el juzgado.
La niña mira sus pies. No sabe, no puede saber, que en un mañana no muy lejano, qué le deparará la mirada de un dóberman antes de morder su espalda, que las lazadas serán bostezos mecánicos en mañanas de lunes o en senderismos dominicales. Y ni siquiera recordará que es idiota emborronar zapatos.
Mientras tanto siguen caminando. Ana, bajo el bosque de manos, no puede observar las nubes. Años más tarde serán las lágrimas las que no la dejen ver el sol, ni el atardecer del otoño. Aunque lo intenta se lo impiden los empujones y su pequeño cuello.
Amelia, sobre el bosque de bolsos y abrigos, con su estatura y el poder de su personalidad, tampoco puede verlo, porque hace mucho dejó de ser niña y se le ha olvidado mirar el cielo.
Al doblar otra esquina, Ana se da cuenta de algo y tira de su madre.
—Odio estos viejos zapatos. Me aprietan demasiado, ¡Qué lo sepas!
La niña camina por la calle. Su mano atenazada por la de su madre, que tira de ella con fuerza sin mirarla, ajena a sus protestas. Ana hace fuerza con su brazo corto y alzado, como en una eterna pregunta: ¿Dónde vamos? La madre calla y tira; comenta lo caro que está el mercado, la última movida de su marido y, lo víbora que es la del segundo, que siempre amenaza con demandas.
Y la niña tira del brazo de la madre insistiendo con sus preguntas infantiles, qué vecina, qué es una víbora, a quien se va a llevar la policía, qué haces mamá, me haces daño.
Y la madre tira y vuelve a aferrarse a la mano escurridiza de la hija que se resbala entre sus dedos, por el sudor y la rebeldía.
Y Ana camina por la calle.
Su mundo se reduce a un suelo sucio y asfaltado, al relieve de las aceras irregulares, a los escupitajos y los charcos de lluvia pasada. Y su mundo es un bosque de manos adultas que sobrevuelan su cabeza, manos que penden de brazos estirados, brazos que cuelgan de troncos infinitos, un poco más abajo de cabezas que no puede llegar a divisar y que le ocultan el cielo.
Lucha con una tormenta de bolsos que la zarandean, de abrigos que golpean su rostro mientras su madre, muy enfadada, habla y habla y tira de ella.
Por momentos cree que va a perderse en una esquina, porque su madre ya la ha doblado y ella aún no llega. Grita desesperada cuando un perro la mira fijamente, sus ojos contra los de Ana, y ladra.
Se asusta y llora. Amelia tira mientras le cuenta a su cuñada que va a pedir la separación, que no aguanta una borrachera más, que la importa un pimiento si su familia política la deja de hablar. Que se metan la religión por donde amargan los pepinos. Que ellos no viven con un alcohólico que ha gastado el dinero ahorrado en una clínica privada de desintoxicación.
La niña solo ve el pie de las farolas y las sombras que proyectan en el suelo. No ve atardeceres porque el peso de su mochila la encorva y le duele la espalda de tanto cargar con deberes y trabajos.
Ana solo atiende a sus zapatos escolares, que son viejos y duros y le aprietan.
—Mamá, me hacen daño.
Su madre tira, sigue tirando y le grita porque no comprende que unos zapatos usados puedan hacer daño. Ana cojea mientras Amelia, habla que te habla, la arrastra por las calles con la promesa incierta de un “ya llegamos, pero calla”.
La niña sigue caminando bajo el bosque de manos, bolsos, abrigos y brazos.
Entonces se da cuenta de que su mundo se tambalea. El cordón se ha desatado. Y es largo, tan largo que puede pisarlo, tropezar y perderse en un bosque adulto, gigante y apresurado.
Comienza a acortar los pasos, a fijarse mucho en cómo pisar y se va retrasando. ¡Vamos! Y su madre tira.
Sus dedos se escurren. Mamá, el cordón. No hacen caso, ella cree que el claxon de un coche ha apagado su aviso, Mamá, mira, el cordón. Nada, siguen tirando de ella con fuerza y pierde el compás de su camino.
—¡El cordón!
Justo en el instante antes de pisarlo y acabar bajo el peso de los estudios enlatados en su mochila, grita y llora.
Amelia, la víbora del segundo, la recetas de “consejos que para mí no tengo” de la cuñada; y el mundo de brazos y manos colgantes se detienen fijando sus ojos en los de ella. Hasta el perro deja de ladrar a lo lejos, atento —seguramente—al grito de desesperación. Es un instante, pero le hiela el alma y queda grabado en la memoria infantil:
—¿Qué pasa? —dice Amelia.
—El cordón.
Y la palabra resume su tragedia inmediata.
—Pues átatelo que ya sabes.
Su madre y su tía la observan atentamente. La señalan con sus pupilas. Y, por último, al ver que se ha paralizado la cría en mitad de la calle, y llegan tarde, comienzan a señalar con el dedo.
Ese dedo hace que Ana tiemble, que le sude el cuerpo y que la mochila parezca de plomo.
—No sé.
—¿Cómo que no sabes? Te enseñé ayer.
De repente se acuerda de la tarde anterior, antes de la pelea de sus padres, cuando le dijeron cómo coger entre sus dedos los cordones de sus viejos zapatos escolares. Y le explicaron cómo hay que enlazarlos con nudos invisibles que parecen borratajos.
Al final es eso, dibujar un borratajo sobre la lengüeta del zapato. Pero ella solo recuerda cómo emborronar sus cuadernos cuando se enfada, y la profesora la castiga con dos sumas más, o en el pasillo del colegio. O cómo emborrona esos papeles inútiles que su padre deja de vez en cuando sobre la mesa del comedor, con cara de asco y aburrimiento. Emborrona, para chinchar, los apuntes de su hermano mayor, que siempre grita y es gracioso cuando frunce el ceño. Emborronar la pizarra con tiza blanca. Pero aún no ha aprendido a emborronar zapatos.
—No me acuerdo.
—Mira que eres tonta. —Cuatro palabras que recordará toda su vida.
Y su madre se agacha resignada. A Ana la duele el insulto, aunque piensa que es más idiota aprender a dibujar borratajos con cordones en vez de con pinturas.
Observa, sin embargo, a su madre con admiración, porque sabe cruzar aquellas cuerdas entre sí, y en un segundo tiene una lazada perfecta sobre su feo zapato escolar, el que más le aprieta.
—¡Vamos!
Y vuelve a tirar de ella con su mano atenazadora, mientras convence a su cuñada de ir a buscar trabajo en el polígono industrial y una guardería para la niña, antes de meter los papeles en el juzgado.
La niña mira sus pies. No sabe, no puede saber, que en un mañana no muy lejano, qué le deparará la mirada de un dóberman antes de morder su espalda, que las lazadas serán bostezos mecánicos en mañanas de lunes o en senderismos dominicales. Y ni siquiera recordará que es idiota emborronar zapatos.
Mientras tanto siguen caminando. Ana, bajo el bosque de manos, no puede observar las nubes. Años más tarde serán las lágrimas las que no la dejen ver el sol, ni el atardecer del otoño. Aunque lo intenta se lo impiden los empujones y su pequeño cuello.
Amelia, sobre el bosque de bolsos y abrigos, con su estatura y el poder de su personalidad, tampoco puede verlo, porque hace mucho dejó de ser niña y se le ha olvidado mirar el cielo.
Al doblar otra esquina, Ana se da cuenta de algo y tira de su madre.
—Odio estos viejos zapatos. Me aprietan demasiado, ¡Qué lo sepas!