Es otoño en Gaza
Publicado: Vie, 22 Mar 2024 10:55
I
Aún no ha quedado visto para sentencia
el tiempo del estruendo de metal quebrando
para siempre el paisaje tranquilo de mi tierra.
Lo sé, porque una garra feroz, de escombro,
hizo tambalear la niñez de los ancianos,
hoy rostros ahítos de dolor,
que han derramado hasta la última lágrima
por la esperanza triturada
y la sucia luz del día y el nombre herido
y la mirada golpeada.
Y lo sé ahora, porque el corazón
se me agota en cada latido siguiendo
el curso púrpura de las calzadas,
mientras rebotan disparos por las paredes del aire.
Es otoño en Gaza, una ciudad
donde con paso incierto
y no segura voluntad de vivir,
se acerca el día y con luz macilenta
celebra su ceremonia de la desolación,
creando un mundo de acontecimientos funerarios
y aguas desencadenadas por lamentos y sollozos
que vaticinan de manera aterradora
la invalidez del día de mañana.
II
Vivo entre escombros y quiero huir,
pero el mar y la tierra están vigilados
por manadas de gólems genocidas
que devoran el cielo,
roen el corazón y crecen y se fortalecen
con la sangre inocente,
despojando de calor las casas
y desnudando los paisajes de toda vida.
Se creen, por derechos adquiridos,
los portadores de la medalla victimista
del holocausto que justifica su inclinación
a emular de forma obsesiva a sus verdugos,
perpetuando así, en los anales de la sinrazón,
la ominosa progenie de los asesinos.
Es otoño en Gaza, donde el aire se abate
como un pájaro muerto
y cada día puede ser el último
porque, como un cuchillo disuasorio en la garganta,
amenazado estoy por ululantes vientos de balas
y lluvias pertinaces de bombas.
A la hora del recreo,
un misil derribaba una escuela
y el patio con sus niños rotos
parecía un jardín de flores rojas,
sembrando por enésima vez de llanto y odio
el corazón de una ciudad desolada
que no sabe lo que es un sueño
y sí, en cambio, la risa congelada de la muerte.
III
Cuando la noche hostil me ataca
con sus gélidos cuchillos,
destapa toda mi miseria y sombra herida soy
buscando un calor amigo
que mitigue el dolor profundo de su ausencia:
¡Cuánta sed engendra, una sed inagotable
desde que ya no puedo beber de sus labios,
después de la metódica destrucción del amor!
Ella, que nunca se había postrado
ante ningún dios, se inmoló
donde los coleccionistas de masacres
se creían inexpugnables.
“Sin una patria no hay futuro
para nuestros hijos” decía en una nota
que me dejó como única herencia,
porque la casa donde nuestros corazones
tenían su sitio y todo estaba juntado y disponible
y donde de pronto un día descubrimos
el mundo que tenía que haber sido,
sucumbió a la venganza y al odio.
Ya no estaba ella, estaban sus despojos,
y las piezas de mi vida anterior
se esparcieron como animales deshechos.
Solo quedaron la turbia espera del silencio
expandiéndose como un jardín de rosas carnívoras
y el poderoso vacío naciendo a la vida.
Extiendo al aire de donde todas las tristezas vienen
las sábanas desteñidas de ausencia
y, aun así, ¿quién podría decir que murió en vano?
Es otoño en Gaza, triste urbe sin pájaros
e hija de una historia donde la sangre
no siembra más que sangre,
y con los puños crispados hacia el cielo
rezo, a pesar de la náusea que me produce,
para que cuando amanezca no se desplome
un silencio de holocausto sobre ella,
una ciudad que es mi tierra y mi patria inexistente,
desposeída de todo salvo de la poderosa dignidad
de mirar directamente a los ojos
de un mundo despiadado que le ha dado la espalda
mientras alienta la solución final de los gólems.
Aún no ha quedado visto para sentencia
el tiempo del estruendo de metal quebrando
para siempre el paisaje tranquilo de mi tierra.
Lo sé, porque una garra feroz, de escombro,
hizo tambalear la niñez de los ancianos,
hoy rostros ahítos de dolor,
que han derramado hasta la última lágrima
por la esperanza triturada
y la sucia luz del día y el nombre herido
y la mirada golpeada.
Y lo sé ahora, porque el corazón
se me agota en cada latido siguiendo
el curso púrpura de las calzadas,
mientras rebotan disparos por las paredes del aire.
Es otoño en Gaza, una ciudad
donde con paso incierto
y no segura voluntad de vivir,
se acerca el día y con luz macilenta
celebra su ceremonia de la desolación,
creando un mundo de acontecimientos funerarios
y aguas desencadenadas por lamentos y sollozos
que vaticinan de manera aterradora
la invalidez del día de mañana.
II
Vivo entre escombros y quiero huir,
pero el mar y la tierra están vigilados
por manadas de gólems genocidas
que devoran el cielo,
roen el corazón y crecen y se fortalecen
con la sangre inocente,
despojando de calor las casas
y desnudando los paisajes de toda vida.
Se creen, por derechos adquiridos,
los portadores de la medalla victimista
del holocausto que justifica su inclinación
a emular de forma obsesiva a sus verdugos,
perpetuando así, en los anales de la sinrazón,
la ominosa progenie de los asesinos.
Es otoño en Gaza, donde el aire se abate
como un pájaro muerto
y cada día puede ser el último
porque, como un cuchillo disuasorio en la garganta,
amenazado estoy por ululantes vientos de balas
y lluvias pertinaces de bombas.
A la hora del recreo,
un misil derribaba una escuela
y el patio con sus niños rotos
parecía un jardín de flores rojas,
sembrando por enésima vez de llanto y odio
el corazón de una ciudad desolada
que no sabe lo que es un sueño
y sí, en cambio, la risa congelada de la muerte.
III
Cuando la noche hostil me ataca
con sus gélidos cuchillos,
destapa toda mi miseria y sombra herida soy
buscando un calor amigo
que mitigue el dolor profundo de su ausencia:
¡Cuánta sed engendra, una sed inagotable
desde que ya no puedo beber de sus labios,
después de la metódica destrucción del amor!
Ella, que nunca se había postrado
ante ningún dios, se inmoló
donde los coleccionistas de masacres
se creían inexpugnables.
“Sin una patria no hay futuro
para nuestros hijos” decía en una nota
que me dejó como única herencia,
porque la casa donde nuestros corazones
tenían su sitio y todo estaba juntado y disponible
y donde de pronto un día descubrimos
el mundo que tenía que haber sido,
sucumbió a la venganza y al odio.
Ya no estaba ella, estaban sus despojos,
y las piezas de mi vida anterior
se esparcieron como animales deshechos.
Solo quedaron la turbia espera del silencio
expandiéndose como un jardín de rosas carnívoras
y el poderoso vacío naciendo a la vida.
Extiendo al aire de donde todas las tristezas vienen
las sábanas desteñidas de ausencia
y, aun así, ¿quién podría decir que murió en vano?
Es otoño en Gaza, triste urbe sin pájaros
e hija de una historia donde la sangre
no siembra más que sangre,
y con los puños crispados hacia el cielo
rezo, a pesar de la náusea que me produce,
para que cuando amanezca no se desplome
un silencio de holocausto sobre ella,
una ciudad que es mi tierra y mi patria inexistente,
desposeída de todo salvo de la poderosa dignidad
de mirar directamente a los ojos
de un mundo despiadado que le ha dado la espalda
mientras alienta la solución final de los gólems.