Cuando le conocí
tuve la sensación de ver a alguien importante,
pero por encima de eso descubrí al gran hombre.
Era como aquellos caballeros de los años sesenta
con trajes elegantes y sombreros vintage,
quizá algunos detalles de la moda “gangs”
y evocaciones de la mafia italiana.
Era su rostro sereno,
pero a la vez curioso, confiado
y sus ojos eran nítidos y honestos.
Era fuerte y recio, como esos Monasterios
desahuciados en los campos solitarios
que ocultan su belleza entre las ruinas
con mansa resignación.
Era observador y risueño
como las gozosas alboradas que se alargan
hasta albicelestes amaneceres
y el punto final lo pone el sol con su primer rayo.
Era su voz como el sonido cálido y profundo
de un saxofón, barítono y temerario,
que defiende su nota dócil en el aire
al que solo le hará callar
una trompeta vibrante y poderosa.
Era como ese gran amor
que no sucumbe y persevera
cuando en la memoria se va desvaneciendo
la silueta de aquel ser que lo enamoró.
Y no era grito, ni queja, ni lamento, ni dolor.
Era sencillamente,
un amigo, un maestro.
Era, ni más ni menos,
un admirado y viejo Poeta.
