Editorial Alaire

Mi bisabuela materna llegó a Abyla desde Gibraltar (palabra prohibida para un ceutí; el estrecho es, simplemente, el Estrecho que nos separa de nuestras ansias paneuropeas) Era judía y viuda, aunque vivió unos años en Londres, su origen era centro-europeo. Se casó con un hidalgo que había hecho cierta fortuna como guardabosques de un señorito, viudo también y, cosa muy rara, se convirtió al Catolicismo con tal fe que ayunaba de la tarde del Jueves Santo a la del Sábado, y no hubo más católica que ella en la calle del Tobogán, Acabó perdiendo la cabeza bajo las ruedas del tren de Tetuán, no pudo soportar el complejo de culpa resultante de haber abandonado la religión de sus mayores.

Pasa a la Sala e Espera.

Sale de la Sala de Espera.

Esta mujer existió, pero nadie, ni los más viejos, han podido confirmarme que fuera mi bisabuela, aquí no puedo recurrir a la imaginación pueril de los poetas, sino a un síntoma inequívoco proveniente de ella.

Sea como fuere, tenía ganas de escribir sobre ella y su destino trágico, buscar la catarsis en la contemplación de una conversa tardía que apoya su cabeza en un raíl, en un amor que no fue amor, pero que merecía un final feliz de matrimonio de pseudo-conveniencia bendecido con hijos católicos, de los que creían incluso en lo que no se debería creer. ¿Ayuno acaso por qué obrando así destierro el hambre del mundo?

Vamos a convenir en que soy un meteco, ubicado en la Atenas del siglo de Pericles.

Perdonadme que tenga imaginación aunque sea poeta.