Moral versátil

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

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Jerónimo Muñoz
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Moral versátil

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MORAL VERSÁTIL


CAPÍTULO 1º. JAVIER

Javier se había casado con una hija de Inés.
Javier era un hermoso de fotograma añejo, con pelo repeinado de color de sabana de agostadas gramíneas, ojos vítreos, translúcidos y tez de flor templada, que advirtió con horror su fruición por los hombres poco tiempo después de cumplir diecisiete. Javier nació burgués y creció pávido. De joven se ocultaba detrás de los espejos de los armarios de la cobardía y detrás de unas novias de senos desvaídos cuyos besos rehuía con sonrisas de asco.
Tras diez años de dudas, disimulos y lágrimas, Javier se había casado con una hija de Inés que se llamaba Antonia y era carnosa y simple. Javier creyó lograr, tras chorros de sudor en patéticos lances sexuales, que su esposa quedara embarazada, pero, después del parto, y al ver el azabache que asomaba en los ojos de aquel vástago, le dio un golpe al timón desvencijado que gobernaba el barco de su vida y derivó hacia un puerto cuya turbia farola, erguida en las tinieblas como símbolo fálico, proyectaba destellos de luz muy recatada, con los siete colores, lúbricos y dulces, del arco iris.


CAPÍTULO 2º. ANTONIA

Antonia era la hija más querida de Inés. Cuando era pequeñita pensaba que sus manos eran alas doradas de una gran mariposa y volaba en sus sueños por jardines edénicos. Creía que los hombres eran seres malvados, que sacaban la sangre a las mujeres, y cuando fue creciendo, nunca escuchó jadeos ni ninguna expresión inapropiada.
No bien se hizo mujer, la desfloró un pillastre que, pocos días después, albergó en sus entrañas el acero gitano de un cuchillo y murió entre el asfalto y la morfina.
Antonia fue a abortar a una clínica sucia y vivió desde entonces alejada del macho y sedienta de amores y durezas. Se encontró con Javier en un banco del parque, se adhirió a su hermosura, a sus ojos translúcidos, a su tez de jardín con mariposas.
Pero, al final, Javier, resultó ser de mármol como aquellas estatuas del jardín de sus sueños. Caduco el reguerillo de aquel venero vano, se aproximó a otra fuente que calmara su sed y, después de parir a un niño de ojos negros, la fuente se cerró y el reguerillo huyó. Antonia prosiguió bebiendo de otras aguas y sorbiendo los néctares de las flores efímeras que los dioses regalan a los hombres antes de darles muerte.


CAPÍTULO 3º. ADOLFO

Adolfo era un marino muy prosaico, de esos tristes que llevan un barco enorme y sórdido por mares de sopor y puertos de sudor. Adolfo había casado con una hija de Inés, la mayor de las tres y la más puntiaguda.
Juana, la primogénita de Inés, se enamoró de él por su grandeza sin sospechar que en sus arterias férreas apenas existían hormonas varoniles.
Adolfo volvía a casa después de un largo mes de oler a mar podrida y comer rancho rancio, y encontraba en su casa lo que él se había buscado: una mujer vestida día y noche, un lecho frío, una espalda triste y una incapacidad para el amor.
Adolfo era muy alto y muy fornido, llevaba una barbita de oso negro y un tatuaje informe en la muñeca.
Adolfo se casó por desacierto y en sus incompetentes escarceos solamente encontró huesos y miedos. Su único consuelo era Javier con el que había empezado a compartir gin-tonics, con el que compartió blanduras y confianzas y con el que, un buen día, compartió un lecho cálido.
Desde entonces, Adolfo, cuando estaba embarcado, en las noches templadas del mar Mediterráneo, soñaba con volver a su puerto de mieles, sin importarle un bledo los huesos puntiagudos ni la espalda monótona y silente de Juana.


CAPÍTULO 4º. JUANA

Juana era la mayor de las hijas de Inés. Sus ojos recordaban las lechuzas, y su nariz, también. No era muy bella. Era extremadamente esbelta y frágil, sus clavículas eran demasiado ostensibles, sus codos parecían las puntas de unas lanzas y sus blancos omóplatos surgían del mar adormecido de su espalda como morros curiosos de delfines. Sin embargo, sus senos mostraban la bravura de las hembras capaces de sazonar la tierra.
Se casó con Adolfo prendada de sus músculos, pero esa fuerza bruta fue solo un espejismo, y Juana, al ver lo inútil de sus insinuaciones, acabó por ponerle delante de la cara los filos neblinosos de su espalda.
Juana pensaba mucho en su hermana Marili, con regustos de envidia y sombras de tristeza. Marili había casado con Fernando, que era un guapo mocete de ojos negros y que no se apartaba de sus sueños fogosos. Juana, al fin, consiguió trabajar de aprendiz en la próspera empresa de Fernando y fue subiendo puestos hasta llegar a él, que la acogió solícito y le cedió un residuo del agua que regaba su florido pensil. Sus senos ampulosos hallaron su objetivo y su vientre rehundido se colmó de embriagueces con las cuatro visitas que Fernando le hacía cada mes.


CAPÍTULO 5º. FERNANDO

Fernando había casado con una hija de Inés, Marili, la segunda y la más bella. Fernando era un galán de ojos muy negros que rezumaba masculinidad y al que no le gustaba comer todos los días en idéntico plato idéntica comida.
Tenía una empresa rica y floreciente y sus dos secretarias ya le habían preparado exquisitos banquetes en sus lechos. No contento con ello, se enamoró de Antonia, la menor de las tres hijas de Inés, y vació su despensa que estaba atiborrada de inexploradas carnes sensuales que a su marido no le apetecían.
Cuando vio el azabache que asomaba a los ojos de aquel niño moreno que había parido Antonia, dio marcha atrás en su enamoramiento y puso su mantel en la mesa de Juana, la hermana delgaducha y voluptuosa, que tenía también, guardada en algún sitio, carne de sobra. Fernando era un goloso.
Fernando era una mezcla de ternura y de furia; en su pecho albergaba ambición y pasión. No podía reprimir sus tendencias primarias pero las encauzaba para que no anegasen el fructífero huerto en el que florecía toda una plantación de obstinaciones, intereses mezquinos, avidez y despiadados cactus espinosos de egoísmo.



CAPÍTULO 6º. MARILI

Marili era la hermosa, la perfecta, la más dulce y radiante de las hijas de Inés. Sus ojos eran ascuas; sus labios, manantial; sus mejillas, silencios; su cuerpo, vida y muerte.
Se prendó de Fernando por su hombría y también, sin saberlo, por esa confianza que la mujer concede al hombre fértil, capaz de asegurar su descendencia.
Marili se entregó de cuerpo y alma, pero ello no evitó que tres abortos (el último, seguido de una histerectomía) quebraran para siempre las sublimes promesas que la vida le hizo años atrás.
Su sol llegó al ocaso precozmente y, cuando fue consciente de la infidelidad y el desdén de Fernando, la noche se cerró y una nube grasienta de murciélagos tristes borró cualquier atisbo de luz en sus tinieblas.
Marili, lentamente, se convirtió en un clavo que el martillo de las desilusiones fue clavando en el pútrido madero de la depresión.


CAPÍTULO 7º. WALDO LUIS

Waldo Luis consiguió casarse con Inés gracias a mil promesas de amor eterno y dulce, a lamidas metáforas de idilios celestiales y a su cuerpo, aún esbelto, después de haber cumplido cuarenta y nueve años. Inés fue siempre fácil.
Waldo Luis era médico de los que sacan muelas, que hacía ya tres años que llegó de Argentina, y, sin haber podido hacer valer su título, ejercía, de tapado, en un sórdido piso, con viejo herramental y litros de anestesia.
Waldo Luis era ardiente, pródigo en palabras, astuto como un zorro, torpe como un galápago, poeta de ocasión y perdedor de oficio. Un inmoral, si así puede llamarse al que sólo hace el bien si obtiene algún provecho. Con la luz que observó en la hacienda de Inés, pensó en iluminar el resto de sus días, pero estaba ya Inés fané y descangayada, y Antonia, la menor de sus hijas, muy blanda, desatendida, sola y abierta al amor neto.
Waldo Luis compartió sus noches y sus lechos consolando a la una y aliviando a la otra, esperando paciente que llegara el momento de alzarse con la banca y conseguir volver, aunque ya fuese tarde y con la sien plateada por la nieve del tiempo, al barrio de La Boca,
donde empezó a ser hombre, donde aprendió a perder, donde aprendió a vivir con solo una mochila que albergó sus quimeras y sus duros mendrugos de esperanza.


CAPÍTULO 8º. INÉS

Inés nació en un pueblo castellano con iglesia, casino y una era. La iglesia, los domingos, se atestaba; el casino era allí lugar de encuentro y en la era, en los meses del estío, el trigo aún se trillaba y se aventaba.
Y bajo los castaños que bordeaban la era, en las noches de luna y en otras más oscuras, desde que hubo cumplido los diecisiete años, Inés hacía el amor con el que se terciara, mozos imberbes o señoritos ricos.
Al saber su preñez, sus padres la enviaron a vivir a Madrid con unos tíos, y en Madrid nació Juana, y en Madrid comenzó a vivir de su carne y de su ardor. Pronto alquiló un pisito, en el que recibía, y así fueron naciendo otras dos hijas que ella crió, acostándolas temprano para que no supieran de las visitas cálidas que recibía su madre .por las noches.
Inés no se casó porque no quiso. Disponía de posibles pues había heredado todas las propiedades de un viudo sin familia que murió entre sus brazos. Así se retiró y vivió algunos años igual que una señora, hasta que apareció aquel porteño lindo que, al cabo de diez meses de feliz matrimonio, se volvió a su Argentina llevándose su hacienda y la dejó en su cama, muy bien arropadita, después de haberle dado, mezcladas con la cena, veinte o treinta pastillas asesinas de somnífero.


CAPÍTULO 9º. DESENLACE

Inés tuvo un entierro decoroso costeado por Fernando, forzado por las súplicas de cuñadas y esposa. Pero, antes de enterrarla, un juez desconfiado ordenó hacer la autopsia, y ya la Policía andaba tras la pista del malvado argentino, sin encontrar su rastro por ninguna parte.
Pasaron varios años.
Marili murió pronto, de tristeza y de cáncer;
Juana se hizo adepta de una iglesia evangélica que regalaba biblias y predicaba amor.
Entre Javier y Adolfo se interpuso el hastío, y el uno malvivía con un viejo lascivo y el otro se extinguía en su mar de amargura.
La crisis económica acabó con la luciente empresa de Fernando que tuvo que ponerse a trabajar de limpiador de lunas y cristales.
Antonia se buscó un chulo no muy bestia y entre los dos montaron un burdel, que daba para ellos y un poco más.
Y a Waldo Luis, al fin, lo detuvieron en un sórdido hotel del barrio de la Boca; lo extraditaron a la madre patria y purga su condena en Soto del Real.
Siempre creemos aquello que anhelamos
Demóstenes
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