Esas piernas abiertas me están volviendo loco de deseo.
Es triste su mirada.
Quisiera mirarla fijamente,
en el fondo de los ojos,
allí donde se encuentra la pasión.
Mi mano izquierda rodearía su cintura
atrayéndola con un gesto suave,
apretándola contra mí,
contagiarle mi excitación.
Que intuya que es bien recibida.
Y la seguiría mirando.
Mi boca se acercaría,
buscando la suya.
Rozaría sus labios con suavidad.
Mientras mi mano derecha apartaría su larga melena
a la búsqueda de su cuello
y me llenaría de su olor.
Él está sentado frente a mí, inmóvil como una estatua. Sus manos agarran su chaqueta que reposa sobre sus piernas. La agarra con fuerza, cómo si tuviera miedo que se le escapara.
Hace tanto tiempo que no siento nada.
Ni siquiera me acaricio.
Antes me buscaba con ganas,
disfrutaba de mi cuerpo.
Estaba en los momentos oportunos,
en los lugares más insospechados,
aprovechando mi soledad.
Sabía exactamente qué quería
y cómo lo quería.
Conocía el cuándo y el dónde de mis apetencias.
El tiempo es lo que llevo a mi espalda y el mar de aires en el que me ahogo.
En la sala hay un silencio espeso,
sólo roto por el sonido de la respiración.
A veces se oye un suave rasgueo de papel,
pero no sé de donde viene.
Esos senos turgentes que apuntan hacía el techo son una delicia. Moriría por acariciarlos con mi lengua, continuaría bajando con el deseo contenido, arrancándole suspiros de placer. Bajaría indeciso y probando su olor hasta las ingles, jugando en espiral. ¡Cuántas paradas me permitiría en mi eterno viaje por su cuerpo? Sin prisas, deleitándome, conociendo su piel y sus secretos.
Una voz se hace oír en el silencio:
—¡Vale por hoy! Ya pueden moverse, creo que con los apuntes que han tomado tendrán suficiente.
Estas palabras son mi salvación. ¿Será la última vez que me ofrezca voluntaria para posar en clase de dibujo? Mis vértebras crujen cómo si fueran a romperse.