Ted Hugues - Última carta (a Sylvia)

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F. Enrique
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Ted Hugues - Última carta (a Sylvia)

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El último poema de Ted Hughes a Sylvia Plath.

Por Alguien el 29 octubre 2015 • ( 7 )


El 8 de febrero de 1963 Sylvia Plath escribió a su marido Ted Hughes, con el que ha comenzado trámites de separación, una carta. En un principio se pensó que era una nota de suicidio que había llegado antes de tiempo, pero lo que la carta contenía no tenía nada que ver con el suicidio. En 2010, póstumamente, apareció un poema de Hughes titulado «Última carta», que rememora los días anteriores al suicidio de su esposa Sylvia Plath (1932-1963).

Se conocieron en una fiesta celebrada en la Universidad de Cambridge a mediados de la década de los cincuenta. Cuatro meses después contrajeron matrimonio. Tras varios años de relación atormentada, Ted Hughes abandonó a su mujer y a los dos hijos pequeños del matrimonio para irse a vivir con una mujer casada, la también poetisa Assia Wevill. Sola, en medio de un invierno durísimo, con escasos medios económicos, Sylvia Plath, que era proclive a la depresión, se levantaba a las cuatro de la madrugada para dar forma a sus poemas antes de que se despertaran sus hijos. Un día, la poetisa, que había intentado suicidarse en otras ocasiones, perdió la batalla con sus demonios. El 11 de febrero de 1963, tras dejar el desayuno preparado para sus hijos, Frieda y Nicholas, abrió la espita de gas e introdujo la cabeza en el horno.

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Dio así comienzo un mito en el que nunca ha sido fácil discernir el papel desempeñado por Hughes. Como todavía estaban legalmente casados en el momento de la muerte de su esposa, Hughes se hizo cargo de sus manuscritos. Sucedieron dos cosas. Las composiciones que dejó Plath tras suicidarse eran muy superiores a cuanto había publicado en vida. El poemario titulado Ariel es uno de los mejores de la segunda mitad del siglo XX. Hughes lo editó con sumo cuidado, junto a otros títulos de Plath, pero hizo algo que se juzgó imperdonable: destruir una parte importante de los diarios de su esposa. Poco proclive a defenderse, Hughes se limitó a decir que su lectura hubiera infligido a sus hijos un daño irreparable.

Durante los años que siguieron, Hughes fue acumulando una obra personal de gran altura, a la vez que siguió editando de manera ejemplar los escritos de su esposa, pero nunca consiguió deshacerse del estigma que lo convirtió en el causante de su suicidio. Sus lecturas y conferencias se veían habitualmente interrumpidas por el grito de asesino. De la tumba de su mujer, en la que el nombre que aparecía inscrito era Sylvia Plath Hughes, manos desconocidas arrancaban sistemáticamente su apellido, que él siempre volvía a reponer. En 1981, Hughes publicó los Poemas reunidos de Sylvia Plath, cuidadosamente editados, como siempre, por él. El libro obtuvo el Premio Pulitzer con carácter póstumo. En 1998, enfermo de cáncer y sabiéndose cercano a la muerte, Hughes publicó Cartas de cumpleaños, un diario poético dirigido a su mujer en el que había trabajado de manera continuada desde el día en que se suicidó. Considerado su mejor libro, se vendieron medio millón de ejemplares, caso insólito para un libro de poesía, aunque no sirvió para borrar el estigma que pesaba sobre él. El hecho de que la mujer por la que había abandonado a Sylvia Plath se suicidara recurriendo a la asfixia por gas tras haber dado muerte a la hija que había tenido con Hughes contribuyó a ennegrecer aún más su imagen. Sin embargo, el poeta se volvió a casar.

Su viuda, Carol, recibió de manera positiva el hallazgo del poema. Con él se da una vuelta de tuerca al mito. Mientras investigaba en la Biblioteca Británica, lord Melvyn Bragg encontró entre los cuadernos de Hughes un poema titulado Última carta. De una dureza insoportable, el poema es un testimonio trágico de la obsesión de Hughes por tratar de fijar la noche del suicidio de Sylvia Plath. Murió sin conseguirlo, por eso no lo incluyó en Cartas de cumpleaños. La noticia del hallazgo causó conmoción en Inglaterra. Un actor profesional leyó el poema, que había sido publicado en el New Statesman, durante la emisión de noticias del Canal 4 de Televisión. Según su descubridor, es el mejor poema de Hughes, aunque es difícil suponer que este sea el cierre final de una tragedia que ha perseguido al poeta más allá de su muerte. En marzo de 2009 uno de los hijos que tuvo con Sylvia Plath, Nicholas, también se suicidó.
Última carta

¿Qué ocurrió aquella noche? Aquella última noche
En que todo fue expuesto dos veces,
Tres. Te vi viva por última vez
Al caer la tarde del viernes
Quemando en el cenicero con una extraña sonrisa
Esa última carta a mí. ¿Había yo estropeado tus planes?
¿O me había sorprendido antes de lo que tenías previsto?
Una hora más tarde y ya te habrías marchado
Donde yo no pudiese encontrarte.
Yo, con tu carta en la mano,
Un rayo que no podía llegar a la tierra,
Me habría alejado de tu puerta cerrada y roja
Que ya nadie abriría.
Eso para mí
Hubiera sido un tratamiento de choque
Que se repetiría una vez y otra, todo el fin de semana,
Cuando la leyera o simplemente al pensarla.
Eso hubiera ordenado mis pensamiento y mi vida.
El tratamiento que planeabas necesitaba tiempo.
No puedo imaginarme cómo
Hubiera podido soportar ese fin de semana.
No puedo imaginarlo. ¿Lo tenías ya todo planeado?

Tu nota me llegó demasiado pronto. Ese mismo día,
Viernes en la tarde y la habías mandado en la mañana.
La adelantaron los demonios que siempre prevalecen.
Esa fue una más de las pajas de la mala suerte
Que contra ti quiso poner el servicio postal
Y que se añadió a tu carga. Salí rápido por entre la nieve
Ya azulada en Febrero. Anochecía en Londres.
Lloré de alivio cuando abriste la puerta.
Mil y un acertijos a solucionar. Lágrimas precoces
Que no pude interpretar, que fracasaron al comunicar
Su verdadera importancia. Pero lo que dijiste,
Sobre las cenizas aún humeantes de esa carta
Destruida con tanto cuidado, con tanta calma,
Me dejó dejarte, marcharme
Para que quitaras las cenizas de tu plan, del cenicero
En el que apoyaste para que yo leyera
El número de teléfono del doctor.
Mi huida
Se había convertido en un hechizo,
Desesperanzado e insomne, con todos sus sueños gastados,
Y yo sólo quería volver a capturarlos, sólo quería
Caer en algún sitio fuera de ese vacío.
Dos días de no hacer nada. Dos días gratis.
Dos días sin calendario y robados
De un mundo sin nombre
Más allá de lo del día, de sentimientos y de nombres.

El amor de mi vida lo agarró. El desmayado amor de mi vida
Con sus dos agujas locas,
Esas que tejían su rosa, esas que atravesaban y anudaban
En el tapete su tatuaje sangriento
En algún sitio y adentro de mí,
Anudando ese embrollo blasonado,
Dos agujas locas, pespuntando sus pespuntes,
Eligiendo
De mis nervios sus colores,
Rehaciéndose adentro de mi piel, rehaciéndose
La una a la otra como una caricatura.

Su obsesionado entrar y salir. Dos mujeres
Cada una con una aguja.

Esa noche
Mi Susan de De la Robbia. Me moví
Con la circunspección
De una llama en la mecha. Toda mi furia
Era un esfuerzo abandonado de volar
El viejo globo sobre el que las sombras doblaban
Mi delator rastro de ceniza. Corrí
De un lado a otro, corrí mirando atrás, una película al revés.
¿Corrí hacia dónde? Fuimos a Rugby Street
Donde tú y yo comenzamos.
¿Por qué fuimos allí? ¿De todos los lugares donde pudimos ir,
Por qué fuimos allí? La perversidad
En el arte de nuestro destino
Ajustó sus refinamientos para ti, para mí,
Para Susan. Un solitario
Que jugaba a ser el minotauro de ese laberinto
Que incluía hasta a Helena en la planta baja.
Tú te habías fijado en ella: una chica para un cuento.
Nunca la conociste. Pocos la conocieron
Si no era a través de los oídos y la máscara hambrienta
De su perro alsaciano. Tú ni siquiera la habías visto.
Tú tan solo te encogías
Cuando el demente animal se impactaba contra la puerta
Mientras atravesábamos el pasillo
Y la oíamos ahogarse en un infinito odio alemán.

Aquel sábado en la noche abrió su puerta
Apenas unos centímetros.
Susan se encontró con sus ojos negros, con el triste
Sobrepeso y la cara amorosa que se veía
Al otro lado de la cadena. Se cerró la puerta.
La oímos consolar al carcelero en su celda,
En su guarida, esa en la que apenas unos días después,
Lo ahogaría en gas, se ahogaría ella misma.

Susan y yo pasamos esa noche
En la cama de nuestra primera noche. No lo había vuelto a ver
Desde que nos tumbamos en ella la noche de bodas.
No me la llevé a mi propia cama.
Se me ocurrió que con el fin de semana
Pudieras aparecer en una visita sorpresa.
¿Apareciste para tocar en mi ventana oscura?
Por eso me quedé con Susan escondiéndome de ti
En nuestro lecho conyugal, el mismo
Del que en tres años se la llevarían a morir
Al mismo hospital en el que,
En doce horas,
Yo te encontraría muerta.
El lunes en la mañana
La llevé al trabajo, a la City
Y después estacioné el auto al norte de Euston Road
Y volví a donde mi teléfono me esperaba.

Lo que pasó esa noche, en tus horas,
Nadie lo sabe, como si nunca hubiera ocurrido.
La acumulación de toda tu vida,
Como en un esfuerzo inconsciente, como en el nacimiento
Que pasa lento, que atraviesa la membrana de un segundo
Hasta el siguiente, ocurrió
Sólo como si no pudiese ocurrir,
Como si no estuviera ocurriendo. ¿Cuántas veces sonó
En mi habitación vacía el teléfono
Contigo en el tuyo oyendo el tono
Y a ambos lados una memoria que se desvanece
De un teléfono sonando
En una mente que ya estaba muerta.
Cuento las veces que fuiste hasta la cabina
Al final de Saint George.
Ahí estás siempre que miro, apenas
A la salida de Fitzroy Road, cruzando
Entre los montículos de azúcar sucio.
Con tu largo abrigo negro,
Con la coleta a tus espaldas,
Con tu andar que no se mueve ni despierta
Y nadie más anda,
Andando por las escaleras de Primrose Hill
Hacia la cabina de teléfono a la que nunca llegas.
Antes de medianoche. Después. Otra vez
Y otra y otra vez. Y, ya cerca del alba, otra.

¿En qué posición de las manecillas de mi reloj hiciste
Tu último intento,
Ya más allá de mí capacidad de escucharlo
Y agitaste la almohada
De esa cama vacía? ¿Una última vez
Que rozó apenas mis papeles y mis libros?
Cuando llegué el teléfono ya estaba dormido.
La almohada inocente. Dormía mi habitación
Henchida de la nevada luz matutina.
Encendí el fuego y saqué los papeles.
Y apenas había comenzado a escribir cuando el teléfono
Se despertó como alarmado,
Como recordando todo. Tomó vida de nuevo en mi mano.
Y después, como un arma elegida cuidadosamente
O como una inyección,
Depositó con frialdad sus cuatro palabras
En lo más profundo de mi oído: “Su esposa ha muerto”.

— Ted Hughes.
Fuentes: El País – ABC – El Mundo – The Guardian – New Statesman
***
Unos versos caídos en el cielo de la noche
me recuerdan la soledad del mundo cuando no estás,
la tristeza de una sonrisa que no puede desplegarse
cuando no encuentra el camino de tus labios./align]
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