Caminábamos
con los brazos abiertos
guardando el equilibrio en los raíles.
Nos dábamos la mano,
reíamos,
mirábamos al sol.
Sentíamos llegar la vibración
a través de los pies.
Nos gustaba
el primer golpe de aire
al paso cercanísimo de un tren.
Y luego nos tumbábamos
todos juntos
en medio de las vías
dejándonos llevar por el menguante
temblor de las traviesas,
comprendiendo
que nuestra amistad era,
ante todo, esa paz de estar unidos
por lazos invisibles.
Esos trenes
pasaban por el barrio
en su trayecto Irún-Madrid-Irún.
Llevaban gente anónima
que atendía,
detrás de las ventanas,
al saludo fugaz de nuestras manos.
Dejaban a su paso
un profundo
y rancio olor a grasa,
y, encima de las piedras, las herrumbes
oscuras de los ejes.
Aquel fue
otro tiempo, otra época;
otra forma de andar y ver el mundo.
Ahora van y vienen
otros trenes.
Trenes que no son grises
ni transitan tan lentos como entonces.
En alguna ocasión
subo a un tren
muy rápido y moderno
solo para volver a ver mi barrio
detrás de un ventanal.
Sin embargo,
ya no se ven muchachos
que saluden sonriendo a nuestro paso.
Ignoran lo que implica
caminar
encima de un raíl.
Ya no se entiende cómo la amistad
puede ser esa audacia
temeraria
de ver pasar los trenes
agarrados uno a otro de la mano
y compartir el sol.
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