Hay que repantigarse para acometer la ilustre tarea de sorberle a este relato su miel. Que Séneca nos perdone este y otros excesos náuticos: Totus mundus agit histrionem. Quédese el alfarero en su tienda que ya la noche punza y no hay garantías de que viejos espectros no incendien su villa. Pero qué más da si siempre les sobreviene el automático giro de andar con túnicas raídas en la faena, pacatos minutos, hijos de algún otro artista que se escupió Rodin.
Dígase que una buena estrella nos ha reservado este placer de ver a los hombres replegarse hasta los confines de su sombra. La dueña de este cedro sabe que las cabezas ajenas, aún las bípedas, añoran la delicuescencia de la tierra primitiva y la replican allá donde se exhiben. Plenas de su sino, harapientas y fugitivas, se cuelan entre las rendijas de alguna escrita ficción para recordarnos que «de estos lodos, estos otros caniches». Y tan pequeños estos y tan prestos a amplificarse en este hormiguero, que bien les está empleada su nombradía. Y así va la rueda rodando por los innumerables cenotafios, ciñendo las leyendas a las efemérides y cobrándose en la piedra de las lenguas su venganza.
Ella, la paciente, la reveladora de los griegos y romanos placeres, la de los pies de litografía, la que mató a Príapo de un zapateo flamenco; ella, y no precisamente la «de esotra parte en la ribera», sino tan solo ella en cuatro dimensiones, con su hierro y su cementerio y su aspecto de guerrera bruñida por el paisano que nunca sonreía, trujo del cetrino aquelarre un tan curioso relato que es menester parar el idioma en seco y oille santiguándonos: Un hombre camina en la noche y se dirige con ansias y afán de escribir a su amada para olvidarse del mundo.
Movimiento de tictac en el arco tensado. Pero no de aquel tictac que cristaliza en típico vaivén de final del día, sino de este otro que viene a significar un antes y un después en los correveidiles, solo que no percibido por ninguno. Se trata, para no enredarnos más de la cuenta en el maizal como gatos pastores, de un artefacto cargado de lícitos explosivos. El Tiempo soberano se cobra tantas víctimas porque es goloso y porque noblesse oblige y nada más. En efecto, pregúntese por qué precisamente Matusalén ha resistido los embates de tantas nobles personas y pensamientos elevados. (Respuesta: Pues por lo mismo que no hay oro sin desdoro).
Hay ahí una paradoja de la que la autora se hace cargo como el que azuza al bicho: obrando con eficacia de arcilla. El cuadro se despliega ante el ojo cantaor como un caleidoscopio descompuesto. Contemos las piezas-actos: 1) el enamorado urde dentro una trama perfecta, 2) el borracho vive la suya pretextándose Ulises; 3) el poeta, dionisíaco, busca no se sabe qué bajo las luces cáusticas de un bar; y 4) la de los muslos crujientes salta del deseo al vacío sin su contraparte onírica, en lo que parece un acto de inútil valentía pictórica.
Pero, trirreme de Baco el mío, me he dejado para el final la presencia agitadora de la voz narradora. Porca miseria! Coinciden en ella, como rayos concentrados en un punto del espejo, las vidas retratadas. Podemos rastrear entre sus lianas el horror del que andan transidos los cuentos de este género: el otro como puñal al acecho, el uno como patizambo expansivo. Y que me partan los lunares de la ciencia si esos otros -porque en definitiva son otros, siempre son otros- no andan con tiento al diseminarse. Desengáñese el que acuda a la cita con las manos pintadas de acuarela; estos visitantes no atienden sino a la polifonía de lo fatal, en tal extremo que no les hacen ascos a sus perseguidores. Por eso, es de celebrar que ella se plante con la mitad entera y trate aún de desatascar la otra de la grabación levítica (¿quién nos asegura que detrás de la azafata no haya más que una pantera de metal?).
Retraimiento e invasión de la materia callejera. Metamorfosis de las cucarachas extramuros, un poco más sapiens desde la fundación del aeropuerto. Las más liberales se preparan para asistir a la función de las nueve de la noche en punto. Trajes de etiqueta: astados, parfums des cottages: en ristre. Esa mañana, el repartidor de periódicos había corrido la voz de que uno de los suyos, veterano estoico, iba a cantar una oda del mundo reflexivo. Según se rumoreaba, él mismo la había escrito en un dialecto elotiano. Este sería un extracto: “Too many dark pearls above us to night!...”, pero que conste que hay que cogerlo con un granito de sal, como todo lo feroz sobre el cuaderno.
Lo único que se sabe es que, llegado todo el mundo al Merluzo de Oro, se encontraron con un organillero que declaraba, lloroso, la cancelación de todos los eventos «por causa de la mezquina muerte».
«En buena lid hay que ganarse al reloj», esto afirman los que nacieron funcionarios. Y yo que miro a la ventana lateral de mi despacho, que no es en realidad más que un bien surtido dormitorio, y doy como por descuido con algún exegeta de Keats que me mira de reojo mientras enciende un puro de esos americanos. Como la noche anda corta de reales, toca aplicarle la técnica del sfumato para que aparezca más irónica en sus graznidos, si es que entra en mis ganas atracar. La musa, en tanto, cizañera, se apresura a adelantarme en la pulseada.
La autora nos regala una proeza cada dos por tres, y no parece que Sueño interviniese en demasía. Cuando asistimos al nacimiento de una nueva imagen de la desgracia, lo que ocurre en varios grados, vemos que ella no se repliega por la pura certeza de que queda utilería para rato. Abreviando, las desmonta con manos expertas y sigue adelante con la siega; es decir, dispone todo en una sucesión caótica que se ajusta como Sombra a la naturaleza de lo narrado.
Extática mañana la que se aproxima. Algunos crisantemos han tenido a bien reverdecer, impúdicos, en la floristería de un recuerdo. Las diez dando y voy a coger este café como si me llegase desde el Olimpo y no de aquella máquina intratable que no distingue entre hunos y güelfos. Más me vale andarme sin prisas en la isla esta. Es donde, tal presumo, ha levantado la autora su tienda de campaña: «¡Preparen las bestias de guerra a las tres en punto!», parece que dice, de pie, con tacones de bulería, sobre el estrado. «Ahora que hemos ablandado las defensas, ¡sota y drakkar!». Entre muecas de victoria sus huestes la vitorean, y yo, que tengo el mismo espíritu belicoso que el de una cebra viajante, hágome a un lado cuando pasan las tropas con pies de truenos. Mas tal es mi suerte que me llevo la mejor parte del azote de la caballería.
Imposible no percatarse de los ecos shakespeareanos que se alzan en la parte dedicada a la valquiria soñadora. Su reclamación no deja lugar a dudas: ella es la clave del aire desgarrado que perfora el relato como una solitaria abeja su panal. Representa, acaso, la dimensión femenina de ese accidente de orfebrería en que consiste toda la acción. Mano solemne diestra en evaporarse, dedos humeantes prestos a extraer sus elixires. Entre bastidores, el espectáculo chinesco por excelencia: Hypnos, o más bien su silueta, que, con Eros de juez, planea sobre los espacios taciturnos de la musa —¡oh rosados fantasmas de plenilunio!— para bruñirles, en rondas, el sirope tibio de su propia hechura.
Duda y propuesta ejecutan, al combinarse, una labor escultórica de la más alta calidad, un baile al alcance de muy pocos zorzales. Así, lo erótico no es nunca un puro chorro de voluntarismo; no es el empecinamiento del querer, sino el hallazgo a dúo de aquella fibra memoriosa que salta por encima de los resortes lógicos y resuelve, sin prodigios, esa otra incógnita tardía que, de otro modo, vase a criar polillas en las salmodias.