La Laguneta Negra, verano del 2007

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

Moderador: Hallie Hernández Alfaro

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Ana García
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La Laguneta Negra, verano del 2007

Mensaje sin leer por Ana García »

Me pedías una anécdota, Jaime, y aquí tienes una: "Una prosa que ya toca". Espero que sea de tu agrado.

Sierra de Gredos sobre las dos de la tarde. Finalizando el mes de junio, quince años atrás.
Llevábamos ascendiendo un buen trecho por la suave pendiente del Piornal —me dijiste que se llamaba así este terreno— intercalando saltitos a nuestro ligero trote, cuando volví la cabeza hacia la Laguna del Barco para ver cuánto nos habíamos alejado de nuestros compañeros. Sin alcanzar a distinguir los unos de los otros, vi los unos tumbados al sol, mientras los otros se zambullían en el agua y, unos terceros, hablaban junto a sus motos.
Agradecidos percibimos cómo el viento ábrego, ausente en la laguna, empezaba a dejarse sentir a ligeras ráfagas, trayéndonos un fresco olor a tomillo y otros aromas de flores silvestres que nos alentaban a seguir con la marcha.
—¿Qué tal vas? —me preguntó César, volviéndose.
—¿Y tú? —le respondí aún entera y sin rasguños.
Delante yo ya sabía lo que se iba extendiendo, lo leí en un libro sobre Gredos, era una larga pendiente de terreno abrupto, rocoso y plutónico.
Pasaban los minutos. Avanzábamos en silencio una tras el otro, en paralelo, en línea recta o en zigzag sorteando los obstáculos. Y es que el suelo empezaba a inclinarse un poco más todavía.
Recordé cómo atrás, habíamos sobrepasado no sin ciertos apuros (al menos por mi parte), una manada de toros bravos, que luego me enteraría que eran más bien vacas de la raza avileña, pero que con su impresionante porte —el mayor de la península— me acojonaron.
Ni pájaros, ni moscas. Solo el ruido de nuestros pasos y el de la respiración acompasada. Recuerdo que pensé que Cesar podría escuchar mis pensamientos.
Se fue complicando el ascenso y yo me sentía más patosa que nunca.
—Vamos, Ana, no te entretengas oliendo el tomillo. Nos esperan abajo y tenemos que darnos prisa.
¿Prisa? Y yo que quería hacer el amor en la Laguneta. Me di cuenta de que el verano y el amor no estaban de mi lado.
Cuando me animé a subir con él pensé que sería un paseo entretenido con un final apoteósico, lejos de cualquier mirada.
Pero al verme ahora, cada vez más encorvada y asiéndome con las manos al risco más próximo, me arrepentí de haberme embarcado en esta aventura. Pero ya estaba allí y con la mirada intentábamos calcular por dónde podríamos llegar a ese lugar final que ni veíamos ni exactamente sabíamos ubicar.
Nos fuimos quedando sin hierbajos en el camino que en realidad nunca fue tal, y menos ahora, con una progresiva inclinación y un aspecto cada vez más rocoso, más gris, áspero, duro.
César era ahora el que marcaba el ritmo, pues sin duda estaba experimentado; con sus chirucas, pañuelo y mochilita a la espalda era un todoterreno con un bipedismo envidiable.
De vez en cuando una paradita para respirar y vuelta a subir otro trecho, y luego otro, y otro más.
Se detiene, me detengo. A lo lejos me señala lo que parece algo moviéndose. Agradezco ese pequeño descanso y escudriñando la piedra logro distinguir lo que parecen ser —no, lo que son— un grupo de cabras montesas moviéndose por unos próximos acantilados.
—No te muevas —escucho en un susurro. Tras una roca que las ocultaba, frente a nosotros emergen dos hembras (cabras, por supuesto) que, quedándose inmóviles, nos miran fijamente. Y una tercera aparece tras unos peñascos silueteada contra el azul del cielo.
Un balido nos pone en alerta, y tras mirarnos nos damos cuenta que somos unos extraños en su territorio; así que con movimientos lentos, desenfundando mi cámara fotográfica, me tumbo en la roca, encuadro, apunto y ¡DISPARO!
—¡¡¡Beeee!!! —brincan las cabras por los aires huyendo de nosotros y una que no habíamos visto se me abalanza desde un lateral, y dando un gran bote a dos palmos de mi cara, desaparece.
Hacer el amor no tiene por qué ser tan complicado.
Mi corazón saltó con la cabra, y un largo escalofrío me recorrió entera cuando vi los grandes cuernos del macho cabrío.
—La cabra, la cabra —pensé en la canción.
—¡Vamos, espabila, que aún no vemos la Laguneta —oí, sobresaltándome a la vez que me incorporaba. Y espantadas las cabras, pero no mi susto, continuamos.
El Manolo, como llamaba mi abuelo al sol, arreaba de lo lindo. La gorra me pinchaba en la frente y el sudor me resbalaba hasta los tobillos. El agua de la cantimplora se había terminado y mi deseo se había secado por entero.
—¡No puedo! Por aquí no puedo subir —exclamé.
—¡Venga! ¡Vamos! ¡Arriba! Apóyate y te das impulso que yo te agarro.
Miré atrás, a ese gran desnivel y a ese barranco que a mi lado se abría eternamente infinito, y pensé que por qué me habría subido con esas playeras de suela desgastada.
¿Sube alguien conmigo?, recordé que dijo mi compañero de ruta motera. ¿Qué hacía yo allí y los demás abajo descansando?
Le miré, miré por dónde tenía que agarrarme. Eran dos losas de granito ligeramente en forma de V e inclinadas hacia mí. Demasiado grandes y lisas, demasiado inclinadas, demasiado.
—¡Venga, que yo ya he pasado!
Titulares de prensa: una joven, en busca del mejor sexo, se ha despeñado…
—Te apoyas con la derecha, te impulsas a la izquierda y desde allí un pequeño salto y yo te agarro.
—¡Qué fácil lo pintas!
César era grande y fuerte. Yo, un alfeñique. ¿Valía eso de algo?
La laguna, la cabra, la vaca, un pie aquí, otro en la tumba. Los músculos de César. Derecha, Izquierda.
—¡Ahora! —gritó. Sentí cómo tiraba de mi muñeca con fuerza. Y en dos segundos estuve de pie a su lado.
Resoplé… soplé… plé; aspirando luego ese aire fresco de dos mil metros de altura.
En pocos minutos llegamos a un alto, y allí, a nuestros pies, de repente, apareció, plateada y mágica, nuestra laguna.
Por fin lo habíamos logrado, habíamos conquistado la Laguneta Negra; y un buen chapuzón en ella fue la manera de celebrar nuestra gesta.
Una foto para inmortalizar ese feliz y épico momento, y también otra de la lejana Laguna del Barco donde, como hormigas —más bien microbios— se removían nuestros colegas.
Una plácida isla de agua en un inmerso mar de roca, y qué poco tiempo tuvimos para empaparnos de su paz y descanso.
La bajada fue trepidante, como deslizarse en mantequilla, a una velocidad quizá demasiado desinhibida.
A la llegada nos esperaban con los brazos abiertos: “¡Anda que ya era hora de que llegaseis!”, “¡pues no habéis tardado ni nada!”.
Y echándome la mano al bolsillo me volví perpleja a César:
—¡Oye! Y, ¿la cámara?

Ayer te vi, Cesar. Y junto a un café con hielo, me atreví a contarte mis pensamientos en la Laguneta, y tú me hablaste de tu matrimonio, separación, del hijo al que apenas ves…
Y de la venta de tu moto.


Despeñados torrentes de primavera somos,
desbordados a veces,
mansamente de nuevo besamos las orillas.
Lanzados a decir
y de pronto callados,
nuevamente callados.
Porque la juventud
por nuestra vida arrastra
evidentes combates.




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Jaime Araos
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Re: La Laguneta Negra, verano del 2007

Mensaje sin leer por Jaime Araos »

Ahí los dados echados y la combinación imprevista, que es algo de lo que hablábamos esta mañana. Ahí tú con la tarde preparada bajo el brazo y los aromas del verano y la arquitectura del deseo cumpliendo su parte con dedicación en ti, pero otra cosa quiso esa línea temporal. Esos carriles se anduvieron hilando y deshilando como taco y motor recién estrenado. Cómo el fuego abrasador quiso imponerse y no pudo, ese es el gran nudo gordiano de tu relato.

Hago notar desde ya el excelente manejo del que haces gala sobre los «tiempos» de la situación. El hilo de tu memoria no se corta por lo fino y sigue adelante como la proa de un barco: partiendo las aguas. No me parece que te hayas dejado algún matiz en las emociones de ese día, en los golpes de pensamiento que te sobrevinieron con cada sorpresa; tus descripciones van al hueso, cobran vida al pasar y dejan en el lector la posibilidad de ver el panorama como por un catalejo.

Lo que queda al cabo es una especie de hilo humorístico que puede mirarse de varias maneras. Consciente de ello, has pintado el relato «de abajo arriba». Están los pájaros y están también los temblores de las piedras en liza y luego los ecos ensordecedores del grupo impaciente por volver. Pero la cámara nunca fue menos necesaria, ¿no?

Y ya tocaba una prosa, sí, que son las tuyas racimos de tu tierra. ¡Gracias por la dedicatoria!
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Julio Gonzalez Alonso
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Re: La Laguneta Negra, verano del 2007

Mensaje sin leer por Julio Gonzalez Alonso »

Un texto impagable empapado de fatiga amorosa y montaña. Pasado el tiempo y a la luz del final sorprendente -como tiene que ser en los buenos relatos- se ve que la montaña y sus cabras son las que quedaron en la fotografía. ¿El amor? ¡Ay, el amor es otra historia!
Salud.
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Ana García
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Re: La Laguneta Negra, verano del 2007

Mensaje sin leer por Ana García »

Jaime Araos escribió: Sab, 27 Ago 2022 23:01 Ahí los dados echados y la combinación imprevista, que es algo de lo que hablábamos esta mañana. Ahí tú con la tarde preparada bajo el brazo y los aromas del verano y la arquitectura del deseo cumpliendo su parte con dedicación en ti, pero otra cosa quiso esa línea temporal. Esos carriles se anduvieron hilando y deshilando como taco y motor recién estrenado. Cómo el fuego abrasador quiso imponerse y no pudo, ese es el gran nudo gordiano de tu relato.

Hago notar desde ya el excelente manejo del que haces gala sobre los «tiempos» de la situación. El hilo de tu memoria no se corta por lo fino y sigue adelante como la proa de un barco: partiendo las aguas. No me parece que te hayas dejado algún matiz en las emociones de ese día, en los golpes de pensamiento que te sobrevinieron con cada sorpresa; tus descripciones van al hueso, cobran vida al pasar y dejan en el lector la posibilidad de ver el panorama como por un catalejo.

Lo que queda al cabo es una especie de hilo humorístico que puede mirarse de varias maneras. Consciente de ello, has pintado el relato «de abajo arriba». Están los pájaros y están también los temblores de las piedras en liza y luego los ecos ensordecedores del grupo impaciente por volver. Pero la cámara nunca fue menos necesaria, ¿no?

Y ya tocaba una prosa, sí, que son las tuyas racimos de tu tierra. ¡Gracias por la dedicatoria!
¿Hablábamos esta mañana? Yo me parto contigo. La cosa es que yo me despierto prontito para ir a correr y leo tu mensaje:
¿Qué opinas sobre la combinación imprevista y, sobre Six Memos for the Next Millenium?
Como platos se abrieron mis ojos, así que te pedí tiempo para quitarme las legañas mentales (creo que no lo conseguí) y poder darte una respuesta coherente. Creo que en un primer momento me fui por el metaverso o algo así. A ciertas horas yo no respondo de mi lucidez.
Preferí irme a correr con la fresca.

Ayer terminé la prosa-anécdota. Y es cierto, yo tenía en mente una idea y la línea de tiempo otra muy distinta. A veces actuamos de forma impulsiva. Si yo llego a preguntar a mi compañero de ruta motera si le apetecía lo mismo que a mí, tal vez, me hubiera evitado la ascensión tan cabreril.
Cada uno tiene en mente cosas diferentes, tiempos diferentes, deseos diferentes...
Pero fíjate, recuerdo ese día con mucho cariño y hasta me puedo reír con toda la situación expuesta. Por eso está escrita en clave de humor.
Lo de la cámara sí que fue una gran putada, allí quedó, no subimos a por ella, no. ¡Qué fotos más buenas se perdieron!
Lo que ya no fue tan divertido fue el encuentro con César la semana pasada. Derrotado; parecía que la vida, en forma de tren, le había pasado por encima. Y ese encuentro tuvo la culpa de este relato. Ya ves tú.
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Ana García
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Re: La Laguneta Negra, verano del 2007

Mensaje sin leer por Ana García »

Julio Gonzalez Alonso escribió: Dom, 28 Ago 2022 10:41 Un texto impagable empapado de fatiga amorosa y montaña. Pasado el tiempo y a la luz del final sorprendente -como tiene que ser en los buenos relatos- se ve que la montaña y sus cabras son las que quedaron en la fotografía. ¿El amor? ¡Ay, el amor es otra historia!
Salud.
Lo que nos hace hacer el deseo, ¿Verdad, compañero?
Con lo patosa que me he vuelto yo no haría lo mismo hoy día.
El destino o mi suerte me mostró un posible futuro con este buen hombre. Fue como decirme: quince años después podrías llevar la misma vida que Cesar. ¡No, gracias!
Gracias por tus palabras.
Salud.
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