El entierro de Herminio (A Hallie Hernández Alfaro)

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Pascua Lira.
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El entierro de Herminio (A Hallie Hernández Alfaro)

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Una mañana de agosto después de soportar la tediosa misa de difuntos –que por costumbre de mi familia se celebra en la iglesia parroquial a los seis meses de un fallecimiento– me alejé de la concurrencia acercándome al murete que rodea al templo para contemplar la bellísima vista que a mis ojos se mostraba. Los oblicuos rayos de sol atravesaban la límpida y todavía fresca atmósfera para acariciar con vehemencia la superficie de la tierra, engalanando la vegetación de colores festivos; incluso los trasquilados alisos que acompañan al pequeño “Río Verde”, me parecían distintos. El silencio era absoluto, sosegado y placentero.
A lo lejos se divisaba la casa de mis padres con su tejado de color chocolate y su gran terraza abierta a la altura del primer piso que se prolongaba un buen trecho hacia el sur, y la gran puerta corredera de dos hojas que daba paso a un camino asfaltado que cruzando el jardín llegaba hasta la casa. Cuando era niña, en el robledal de la parte trasera, me tumbaba panza arriba jugando con las figuras irisadas que hacía con los ojos medio cerrados mientras los árboles dejaban pasar por entre sus hojas los rayos de sol en su cenit ¡Qué sensación más extraña mirar la vieja casa desde lejos! Busco el viejo magnolio, y al adivinarlo luciendo sus blancas flores, recuerdo a mi tío Herminio, un solterón misántropo, fanático religioso, que después de una infructuosa vida, murió un día de febrero a una hora en la que todavía la escarcha entiesaba las hojas de los tojos.
El velatorio se celebró en esta casa, tal como ahora os cuento:
La mañana fue avanzando sin apenas darnos cuenta, mientras que el intenso frío iba retrocediendo para dar paso a un mediodía claro donde las nubes, unas blancas y otras grises, corrían ora hacia el norte, ora hacia el sur, y de pronto amontonadas, se detenían sobre las montañas que rodeaba el valle.
Mientras mi hermana Julia llamaba por teléfono a los familiares para comunicarles el deceso, mi padre hablaba con D. Agustín, el párroco, acerca de la hora más conveniente para el entierro; puesto que las autoridades acababan de recordarnos a través de los medios de comunicación algunas medidas de prudencia a tomar en cuenta frente al gran vendaval que se esperaba. Ante tales previsiones, la familia decidió que la misa de funeral se celebraría a las once horas de la mañana del día siguiente y finalizada ésta, el entierro.
Llegadas ya las tres de la tarde, nos dispusimos a comer las viandas que mi madre –mujer esforzada– había preparado entre rezos y sollozos. Nos sentamos todos a la mesa en silencio; un largo vacío que la fatiga y la conmiseración nos imprimían. Así permanecimos durante toda la comida cuando un golpe corto, rápido y fuerte de la persiana contra los cristales puso fin a nuestros pensamientos, por lo que me sentí repentinamente muy angustiada y corrí hacia la ventana. El día había cambiado. Soplaba un viento huracanado, y el cielo, hacía un momento, de una inquietante claridad, se había vuelto de un gris azulado. Se podían ver las hojas del circunspecto magnolio moviéndose enfebrecidas y plantas y arbustos, como bailarinas de ballet, se balanceaban hasta el suelo para levantarse y repetir el mismo paso hacia el otro lado, tan rápido que me resultaba difícil seguirlas con los ojos. Me separé de la ventana con un cierto desasosiego: Estábamos inmersos en un fuerte vendaval. Pero a pesar de todo teníamos que recoger la cocina y preparar unos “tente en pie” para aguantar el velatorio nocturno.
Esa tarde, la primera en llegar a casa fue mi tía abuela Ángela. Caminaba con resolución a través del jardín con su bastón en la mano derecha y el gorro de lana en la izquierda, la cabeza gacha, los labios fruncidos y el cabello revuelto apuntando a todos los lados como atraído por una fuerza cósmica. Una hora después la casa se abarrotaba de familiares y de amigos.
Con esas y otras distracciones y sin hacerle mucho caso al vendaval, la tarde fue transcurriendo y dejó paso a la noche. Las visitas se iban marchando y nosotros, ya más sosegados, nos reunimos en el comedor para cenar.
Sobre las nueve, un viento frío doblemente encrespado, después de ordeñar el agua de las nubes, lanzaba las gotas como flechas sobre todo lo que encontraba a su paso. Nosotros escuchábamos como se clavaban en el tejado, ventanas y persianas. Las ramas desnudas del roble azotaban las tejas de la parte de atrás con una fiereza desmesurada. El viento no daba tregua. Muy preocupados, abandonamos la habitación del difunto y nos reunimos en la sala. Poco después quedamos sin luz eléctrica y no la volvimos a tener hasta el día siguiente; a tientas, mi padre consiguió llegar hasta el difunto para coger uno de los cuatro cirios que le alumbraban. Con esta precaria luz buscamos las velas que teníamos en casa y las encendimos todas. La pesadilla aún no había comenzado. Empezamos a escuchar el chirrido de la cancela pequeña, el sonido lastimero de los árboles que querían dejar sus ataduras, de las ramas que se partían y arrastradas por el viento golpeaban contra elementos más sólidos, para seguir adelante y repetir el golpe, El roble ya no azotaba las tejas sino que las arrancaba. En medio de todo este desastre, de repente, escuchamos un nervioso y chirriante claxon, rápidamente nos acercamos a la ventana y vimos un taxi entrando por la puerta corredera, después de aparcar, salió el conductor, que agarrándose fuertemente al vehículo, se dirigía a abrir la puerta lateral trasera por la que emergieron dos monjas dominicas amigas del finado. Sus hábitos blancos se abrían como un paraguas, y levantadas del suelo unos centímetros, fueron desplazadas en volandas como peonzas acrobáticas a merced del viento que las llevaba y las traía de arriba para abajo. Las desdichadas gritaban enloquecidas. Los velos negros de sus cabezas siguieron el camino del viento. Nosotros mirando desde casa las dimos por perdidas, de ninguna manera podíamos socorrerlas. Quizá, por sus buenas obras, el viento les concedió unos segundos de tregua, suficientes para agarrarse a la tierra y entrar en casas a cuatro patas, descompuestas y aterrorizadas. El taxista, como pudo, dio la vuelta y no supimos más de él.
Las religiosas parecieron recuperar la vida después de tomar una taza de café con leche muy caliente regado con aguardiente del Ulla y de rezar un rosario para dar gracias. Los minutos, las horas y las velas se iban consumiendo. Nos olvidamos del cadáver y nos reunimos en la sala, donde permanecimos en un silencio desamparado. Yo cerré los ojos y me quedé dormida. Los nueve tañidos del reloj de pared me despertaron desapaciblemente. No llovía, pero se podía sentir como las exaltadas ráfagas de viento empujaban el aire húmedo y frío. Al incorporarme me encontré con los ojos de mi padre, hundidos y enrojecidos, que me observaban desde el sillón de enfrente con una mirada perpleja. Me levanté para sentarme en sus rodillas. Le abracé y le acaricié los cabellos, y fui percibiendo como iba recuperando la confianza que le caracterizaba, esa certidumbre que da la seguridad en uno mismo, no por vanidad sino por el correcto juicio en sus decisiones. Los cirios que guardaban el cadáver y todas las velas de la casa se habían consumido, sólo la chimenea del salón y la cocina de leña daban el suficiente calor y un poco de luz. Escuché voces en la cocina y supuse que el resto de la gente estaría allí. Al dirigirme de la sala a la cocina pasé junto a una ventana y miré al exterior. Un estupor enajenado me detuvo: al magnolio le faltaban muchas de sus ramas y lo mismo le había ocurrido a las camelias. El pequeño tejo piramidal yacía arrancado mostrando sus raíces; la tierra que lo rodeaba estaba amontonada como prueba irrefutable de su lucha con el viento. Las adelfas y la cancela pequeña habían desaparecido. No quise ver más y apoyada en mi padre pude llegar a la cocina.
A las diez y media de la mañana llegó el coche fúnebre. Seguidamente los hombres comenzaron la tarea de cargar el féretro. Mi madre lloraba inconsolablemente y musitaba entre hipos:
–Llevar así un cadáver ¡Es como si lo tirásemos a una cuneta! ¡Como en la guerra civil, sin cura para enterrarlo!.
Salieron de la casa dos coches y cinco hombres. Corrí al piso de arriba y desde allí veía avanzar despacio la comitiva zarandeada por las fuertes ráfagas de viento que por momentos se detenía para volver a recorrer unos metros más, y así hasta que finalmente llegaron al cementerio. El pequeño muro que lo rodea me impedía ver más. Me tendía en la cama y esperé.
Al regreso, mi padre nos contó que a pesar del apresuramiento causado por los nervios, lo que allí vio le sobrecogió terriblemente el ánimo. Con el paso de los años y ya lejos de la seriedad circunspecta correspondiente al entierro, mis hermanas y yo recordábamos el relato de mi padre. Esto que sigue fue lo que él nos contó:
La cruz del campanario de la iglesia colgaba misteriosamente de un hilo de metal. Había tejas esparcidas y rotas por doquier. Las lápidas, unas de granito, otras de mármol, rotas o enteras, ya no daban nombre a los allí enterrados. Afirmaba de manera vehemente sentir que allí soplaba un aire sobrenatural de terror. Entre cuatro hombres sacaron el ataúd del coche lo más rápido que pudieron y echaron a correr con él a través del cementerio pisando tumbas y esquivando los pocos cipreses que sujetados por sus raíces se resistían a abandonar su lugar pero que a cada ráfaga de viento se estremecían embriagados de terror. Cuando llegaron a su destino lanzaron el ataúd adentro del nicho, lo cerraron rápidamente con una losa sin cementar y sin mirar atrás salieron del cementerio. Con premura y prudencia intentaron llegar a casa.
Escuchando el relato de mi padre recordé unos versos del poeta orensano José Luis Valente: “Mas todo estaba consumado. Huyó la poesía del ataúd y el cetro…”
Por la tarde cesó el vendaval y regresé con mi marido a mi casa. Me prometí olvidar esos días de negros vientos apocalípticos, pero sé que no podré lograrlo porque mi memoria se agarra a estos recuerdos con la firmeza de un ancla que fondea al navío en el océano interminable.

Pascua Lira
Hallie Hernández Alfaro
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Registrado: Mié, 16 Ene 2008 23:20

Re: El entierro de Herminio (A Hallie Hernández Alfaro)

Mensaje sin leer por Hallie Hernández Alfaro »

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Mil gracias por este impresionante e intensísimo relato, querida Pascua.
Momento a momento, el texto cobra vida y olvida la muerte de Herminio.
La naturaleza, por su parte, no deja de soltar su agudo e inquietante grito.
La memoria almacena y cobija rastros, hace que el viento transgresor pueda cobrar eternidad...

Un gran honor ser la destinataria de tu dedicado, querida compañera.
Gracias por estar.

Abrazo de los grandes.
"Algo, en este tan vasto como innecesario universo,
ha de tener sentido: ninguna ecuación diferencial
siente. Pero, se sabe, en el principio
fue dicho: hágase la luz; y abrimos los ojos."


Sub-jectum, Julio Bonal
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