Nicola di Bari - I giorni dell'arcobaleno
Era el año 1972, en el campeonato de Europa de la canción solía ocurrir que los jueces solo tenían oído para canciones pop intrascendentes con un buen estribillo. Italia, Portugal e, incluso, España, se empeñaban en llevar lo mejor que tenían para que se engancharan en el vagón de atrás. No querían pensar en la saudade de Amàlia Rodrigues, la incomprensión de Domenico Modugno mientras miraba su casillero vacío con una joya, ni en los buenos puestos que conseguía Raphael entre mediocridades. La Europa latina dejó canciones inolvidables mientras algunos ganadores no son recordados con toda justicia ni por la gente de su barrio.
Pocas veces se ha descrito con tanta belleza y sentimiento la entrada en la adolescencia de una niña que soñaba con ser mujer ni la tristeza del amante que ha dejado de ser el objeto de su deseo. Una maravilla que cuenta con una versión en español esplendorosa. Nicola dijo y demostró que se sentía dichoso cuando cantaba en nuestro idioma.
Domenico Modugno - Il maestro di violino
Clase es una palabra que no podemos definir pero que se muestra de una forma tan arrolladora cuando se tiene que nos rendimos a ella. Modugno en sus últimos años la derrochaba con una humildad que podía parecer contradictoria. Su Manhattan es tan sencilla, sentimental y clara que nos lleva a sentir el calvario de un maestro de violín que puede tocar las cuerdas y no lo hace por miedo a romper alguna, amores imposibles y soñados que son los más bellos y los que dejan una resaca más amarga. Es el italiano, sin duda, el idioma que mejor entendemos los españoles, creo que no es preciso reproducir la excelente versión en español para que comprendamos los largos clavos que crucifican a los dos amantes.
Fabrizio de André - El poeta de los amores perdidos
con nuestras palabras;
"No nos dejaremos nunca, nunca".
* * * * *
El amor que desgarra los cabellos
ahora se ha perdido,
no queda más que una caricia tibia
y un poco de ternura.
(Fabrizio De André – Canción del amor perdido)
Umberto Eco aconsejaba en un ensayo que, para hacer una tesis, lo más importante era centrarse en algo tan concreto que, a ser posible, pudiera permitir que uno fuera la mayor autoridad del mundo en el tema que tratara mientras lo desarrollaba o lo exponía. Tengo una edad, 58 años, en la que uno tiende a decirlo a la menor oportunidad por miedo a que lo encuadren con una generación a la que no pertenece y le antecedió, y uno aprende, mal que bien, a mirar con sinceridad y una cierta complicidad sus limitaciones; es muy difícil explicar que uno de adulto supo mirar atrás para intentar explicarse un poco aquello que le impresionó de niño.
Puedo hablar del Mayo francés, de la llegada del hombre a la Luna, de los asesinatos de John Kennedy y de Martin Luther King, de la Guerra del Vietnam… Pero sé muy bien que la mayoría de la gente de mi generación se ha olvidado de todo ello o se ha quedado con la imagen superflua que los identifica olvidando el aroma y la significación que estos acontecimientos tuvieron en su momento o en los años que les sucedieron.
En el fondo no se ha cambiado tanto en cinco décadas, pero nos tenemos que ceñir a momentos concretos que para bien o para mal tuvieron una importancia capital, dependiendo de cada país y su circunstancia, en nuestro ámbito cultural, no debemos olvidar que no somos nosotros los que nos identificamos sino los que nos ven desde fuera y nos sienten distintos, y no andan equivocados ya que pertenecemos a la civilización de la duda que aún no ha florecido en los huertos orientales.
En España nos dolerá siempre, y algunos recordaremos con un halo místico de encanto la dulce locura de la adolescencia, encontrarnos con manifestaciones del espíritu de la Transición, propició que, incluso jóvenes con escasa titulación académica discutieran en los portales y en los jardines de Kafka, Unamuno o Hemingway, que se sintiera una satisfacción íntima por la concesión del Nobel a Vicente Aleixandre más allá de la órbita literaria, que se escuchara hablar, quizás por primera vez, de un monstruo belga que había elegido llegar al corazón de los Mares del Sur para llevar un poco de luz a su agonía, o que, al fin, pudieran verse en las pantallas películas que marcan para siempre como “El gran dictador”, “Viridiana” y “Por quién doblan las campanas”.
Uno sufre cuando encuentra algo verdaderamente bueno y se le ha escapado cuando pudo haberlo vivido en su momento, a pesar de que piense que básicamente es el mismo que el nuestro, como diría Ismael Serrano ahora mueren en Siria los que morían en Bosnia.
Fabrizio De André personifica mejor que nadie la frustración que tengo por no haber tenido los ojos más abiertos, la culpa pudo haber sido de él mismo que incluso propició en muchas de sus canciones que los italianos no pudieran entenderle ya que eligió el dialecto genovés como vehículo comunicativo; un hombre con una amplia perspectiva sobre el mundo había elegido centrar sus mensajes en la gente que le era más cercana. Puede que no haya intérprete más original de Dylan, Cohen o Brassens ni un trovador más herido y realista cuando hablaba de la pérdida del amor, ni un humanista tan comprometido como Pasolini; aún hoy se gritan eslóganes con algunos de sus versos más mordientes en las manifestaciones dentro de un concierto político tan desconcertante y agrio como el italiano.
(27 de julio de 2017)
Clase es una palabra que no podemos definir pero que se muestra de una forma tan arrolladora cuando se tiene que nos rendimos a ella. Modugno en sus últimos años la derrochaba con una humildad que podía parecer contradictoria. Su Manhattan es tan sencilla, sentimental y clara que nos lleva a sentir el calvario de un maestro de violín que puede tocar las cuerdas y no lo hace por miedo a romper alguna, amores imposibles y soñados que son los más bellos. Es el italiano, sin duda, el idioma que mejor entendemos los españoles, creo que no es preciso reproducir la excelente versión en español para que comprendamos los largos clavos que crucifican a los dos amantes.
Amores que vienen, amores que van
Creo que nadie ha cantado en castellano como los italianos que desembarcaron en España en los años 70; nos enamorábamos con aquel acento apasionado que imitábamos torpemente al oído de una niña obnubilada en una sala de fiesta oscurecida que había cambiado las películas por las canciones. Ya no cantamos al sábado por la tarde ni nos acordamos de aquel gorrioncito, no intentamos encontrar el arco iris en los hilos del jersey de una muchacha que despierta al amor. Pero hemos aprendido en los labios de Pavese que de amor ya no se muere porque en los de Gianni Bella nunca nos lo creímos del todo.
He aquí que hace apenas tres días que conozco a Fabrizio De André, Anna envió su nombre gentilmente y yo lo recogí como si fuera una flor, y ya sé que aquellos muchachos que fuimos y se encaminaban hacia una apertura política que llenaría de poesía la calle se perdieron algo grande, perdurable, hermoso...
Fabrizio De André tenía la amargura poética de Dylan cuando arremetía contra la injusticia, la profundidad insondable de Cohen cuando hablaba de desamor, la ternura errante de Brassens cuando se enamoraba de una desconocida, la elegancia intelectual de Franco Battiato y el eclecticismo melancólico de Lucio Battisti.
Claudi Baglioni
La eternidad del amor dura lo que un recuerdo cuando todo se ha perdido, cuando agonizan las calles atormentadas de Hydra y se apagan las farolas porque se levantan los postes con la lentitud del abandono y no hay sueño que anide en los cables o se arrastre por la tierra que sigue esperando su pavimento y sus aceras. Una canción permanece mientras haya alguien que quiera escucharla, un salmo si lo escribe un refugiado en unos labios que mantengan la ruptura de su promesa o un templo con tus mórbidas columnas que haya querido ser profanado con toda su alma y se sostiene en la luz crepuscular mientras se derrumba para acariciar sus ruinas en la oscura colina por la que nunca caminaron los dioses.
(30 de septiembre de 2018)
La chanson acogió entre sus brazos a un intérprete inmenso, pero en ese nuevo idilio perdieron Italia, España y, sobre todo, Richard Cocciante. Bueno en estudio, desgarrador en directo, donde no hay sitio donde esconderse, Richard saca toda la garra que puede tener la melancolía y la ternura. Cualquiera que diga que es la canción de amor más hermosa es posible que no esté equivocado.
La fiesta apenas comenzada
ha terminado,
el cielo ya no está con nosotros,
nuestro amor
era la envidia del solitario,
era mi orgullo y tu alegría.
Era tan grande
que ahora no sabe morir,
por esto canto y te canto a ti,
la soledad
que tú me has regalado,
yo la cultivo como una flor.
Quizás acabaría
si un nuevo sueño tomara mi mano,
si le dijera a otra
las cosas que te dije a ti.
Mas hoy debo decirte
que te amo tanto
por eso canto y te canto a ti,
era tan grande y ahora no sabe morir,
por eso canto y te canto a ti.