de la danza del fuego en el solsticio,
más allá del amor del precipicio
los amantes se embriagan con beleño.
Ana Muela Sopeña
De tu morena gracia, de tu soñar gitano, de tu mirar de sombra, quiero llenar mi vaso. Me embriagaré una noche, de cielo negro y bajo, para bailar contigo, orilla al mar salado, una canción que deje ceniza en los labios…
Acabo de salir de un baño tibio con sus palabras resonando en mis oídos. Y mi cuerpo arde de deseo. ¡Te deseo! Le grito al aíre. ¡Deseo poseerte! Y una humedad aún más tibia que el agua corre por mis piernas. Es una extraña sensación. Yo no puedo poseer, no soy un hombre, ni siquiera quiero ser hombre. Pero mi cuerpo arde.
Me quedo parada ante el espejo, con la mano en mi sexo. Siento que las baldosas desaparecen de repente, mis piernas flaquean. El desconocido ha vuelto. Me envuelve en sus brazos, es un lugar caliente, confortable.
—Has vuelto, cuerpo —me susurra al oído—. Recuerda, tú eres fuego.
Ahora es él quien acaricia mi sexo. Introduce un dedo en mi clítoris hinchado, rojo y enorme. Lo siento grande y me duele. Me hace daño, sigue empujando, retorciendo su mano en torno a la entrada de mis labios. Es enloquecedor y grito:
—¡Quiero seguir amándote!
Quiero seguir amándote y no sé bien dónde se encuentra esa fuente secreta que me lo permite, pues no quiero que este amor se parezca a esas nubes de verano, que dibujan estúpidos corderos esfumándose en lerdos panoramas estivales. Me pesa el deseo, pero no el amor.
—¡Ay cuerpo! Te debates entre el amor y el deseo —ríen sus ojos mientras comprueba que vuelvo a correrme—. Dile lo que sientes.
—¡Quiero seguir amándote! A pesar de no poder tocar tu rostro. Quiero zambullirme en tu mirada. Sé que es como un pozo suficientemente profundo como para no salir nunca de él. No quiero quedarme al borde eternamente mirando tu fondo, con la mirada perdida en ese punto oscuro que esconde tu alma.
—Ven, voy a llevarte con él —Me mira de frente, dulcemente—. No serías capaz de imaginar cuántos cuerpos he poblado.
—Tal vez… ¿tantos como imaginaste?
Todo cuanto conocía desapareció por ensalmo. Nos guían sus palabras:
Tus ojos me recuerdan las noches de verano, negras noches sin luna, orilla al mar salado, y el chispear de estrellas del cielo negro y bajo. Tus ojos me recuerdan las noches de verano. Y tu morena carne, los trigos requemados, y el suspirar de fuego de los maduros campos…
Es una noche cargada de magia y poder. Es el solsticio de verano. La puerta de los hombres. La noche en la que se liberan ataduras y miedos. Un estremecimiento recorre mi cuerpo. Quiero avanzar hasta la hoguera prendida en medio del campo, pero Sueño me detiene. Unos perros nos presienten y aúllan enloquecidos. Él está ahí, sentado en un tronco caído en el suelo. ¡Quiero ir a su encuentro! Veo sus ojos, su pelo ensortijado y el alma me empuja a su encuentro.
—¡Sólo conseguirás asustarle! —dice abrazándome—. Espera y disfruta. Verás cómo le bailas a tu hombre la danza del fuego. Tu danza.
—¿Somos nosotros? —acierto a decir.
Una gitana alta lleva en sus manos verbena. Contonea sus caderas y salta alrededor de mi hombre. Le cubre con la verbena y besando su boca, se aleja hacia la hoguera. La música enervante se oye clara en esta noche sin luna.
Con sus giros, la mujer, suple las ondulaciones en el aire y los vuelos de las capas. No lleva nada debajo del vestido y va sobrada.
Él, la mira encandilado, no puede apartar los ojos de su figura. Y ella, tan pronto se acerca y le canta mirando sus ojos, como se aleja soltando sus brazos que la encadenan.
Se arranca el vestido y desnuda salta por encima de la hoguera. Mi amante, para no ser menos, libera sus cadenas. Salta por el fuego y corre detrás de ella.
Se paran, se miran. Respiran agitados como animales heridos y, allí mismo, encima de la arena comienzan a follar poseídos por el fuego de la hoguera.
Vuelvo a sentirme excitada y Sueño me suelta.
—Ámalo a pecho descubierto —le oí decir o ¿fue un sueño?
Siento cómo mi amante me lame la cara, el cuello y los pechos. Me dejo llevar, pero él me obliga a mirarle a los ojos. Hinca su rodilla contra mi sexo, que siento como vuelve a crecer. Nada que ver con el viejo placer de siempre. Siento dolor y placer a la vez. Coge mi mano y libera su pene. Me enseña cómo le gusta. Sin prisas, de una forma cansina. Yo miraba su miembro, enorme, magnifico.
Desaparecieron las prisas, las ansias, la violencia inicial. Todo parecía que iba a cámara lenta. Apartó su rodilla de mi sexo y eso fue insoportable. Necesitaba llenar mi hueco hinchado como fuera. Me senté encima de él, acoplando mis piernas a su cuerpo. Me hinque sobre su pene tenso. Se arqueó mi espalda en un grito de placer.
Los movimientos comenzaron, la danza de cuerpos era cada vez más fuerte, más grata, más electrizante, hasta que el placer fue único.
Cuando sentía ya los últimos espasmos, mis piernas dejaron de temblar, me desplome encima de su cuerpo, emitiendo un grito ahogado y mi cuerpo se llenó de vida otra vez.
Permanecimos así un buen rato, sin movernos. Mi hombre escondía su cara en mi cuello y respiraba profundamente. Me sentía inmensamente feliz.
¿Cuándo volví al cuarto de baño? No lo recuerdo. Me desperté sobre las baldosas, encogida sobre mí misma y con mi mano en mi sexo.
* Letra en itálica: versos correspondientes a “Inventario Galante” de Antonio Machado.