Donde la nada tiene pulso
Publicado: Sab, 23 Abr 2022 12:14
Disfrutaba de la soledad
como quien respira por primera vez
y era el tren que, como una brizna
de aire puro y libre, se adentraba en las entrañas
de la noche trasladando los anhelos de una nueva vida
hacia el fértil sustento
de mis idílicas y veraniegas estampas familiares
en la gran ciudad, a la que llegué
sin que nadie me esperase porque la oscuridad
ya había impuesto su tiránica jurisdicción.
Ante la ausencia de taxis,
muy escasos después de la guerra,
fui transitando, conmovida, por la urbe de mis sueños
en un desvencijado vehículo tirado por caballos,
sintiendo cómo cada átomo de mi cuerpo
se estremecía al saber que me saludaba
mientras recorría su corazón lleno de luz;
y aunque todo en ella parecía triste
-su olor a mar oculto, sus calles vacías,
las mortecinas farolas solitarias, las casas dormidas-,
para mí estaba cargada de mágica belleza;
mas todo comenzó a resultar extraño a mi imaginación
cuando el carruaje se detuvo en el supuesto lugar
donde los veranos infantiles se transformaban
en un cuento de hadas y por cuya escalera de inane entramado
como de hojarasca lentamente subí,
ya mi esperanza derrotada por el temor,
porque sin duda alguna era la casa de mis parientes.
Quebrantando su letargo, allí me topé
con unos seres fantasmales de edades imprecisas
que no dejaban de mirarme, besarme algunos,
tocarme todos, hablarme al mismo tiempo
y gritarse entre ellos, girando sin parar a mi alrededor
como en una especie de aquelarre,
hasta que el espectro investido de más autoridad
puso fin al amago de fiesta de bienvenida
ordenando a todo el mundo
que volviera a sus habitaciones.
En el salón convertido en mi dormitorio,
entre muebles amontonados
y un piano sobre el que descansaba
una vela encendida, al quedarme a solas
con sus sombras palpitantes invadiendo
la estancia me vi atrapada
en una despótica y funesta pesadilla
donde la cama semejaba un ataúd
y un olor nauseabundo y ancestral todo lo impregnaba.
La desesperación, provocada por la sensación
de ahogo, me convirtió por un momento
en una audaz alpinista, escalando armarios
y otros enseres, en busca de alguna ventana que abrir
hasta que el éxito me sonrió
cuando un cielo estrellado se presentó de improviso
ante mis ojos, provocándome un llanto irrefrenable
por recobrar al amigo que me había acompañado
en mi corta singladura por la ciudad
y que ya creía haber perdido
desde el momento en que entré
en este ambiente fantasmagórico y endemoniado.
Entonces, supe que el miedo se adhería a mi cuerpo
como una condena y no me dejaría dormir nunca más
si apagaba la vela. Y lloré de nuevo
perdidamente sola, abandonadamente,
como un río de lágrimas, de lágrimas, de lágrimas…
Acunada por el sueño de la muerte,
la noche me acercó su rostro
y como un pesado silencio fui cayendo hacia su abismo.
Me desperté en un lugar
donde las horas aún nada sabían de horizontes,
donde las flores se doblaban un poco, pero no se marchitaban.
Era la realidad del mar, atrapada en un cristal,
al acecho tras la ventana,
de los pájaros como adornos de los árboles
hasta que el aire decidiera volver,
de las mariposas ciegas o en blanco y negro
que siempre han sido y son pena contra la vida.
Devorado por mil sábanas carnívoras
-dormitaba la sangre en los límites de la vida-
era mi rostro sin reflejo el de un fantasma y mi voz,
que perdida andaba entre zarzales
y angustiada yo le suplicaba el milagro del retorno,
por fin me regaló, cuando asomaba el nuevo día,
el grito que me sustrajo de las sombras.
Pero al abrir los ojos, me di de bruces con un tiempo viejo
y flotando por los rincones la incongruencia y el dislate:
un gato arrastrando hambrunas
desde la última guerra, ecos de llantos neonatos,
un hueso pelado por un perro,
una criada invisible, una absurda pistola,
un olor de sombras gritándose,
una viejecita blanquinegra mirándome desde un cuadro desvencijado
y una omnipresente, alargada como un ciprés,
beata, charlatana y autoritaria tía
que, pillándome por sorpresa con su cháchara,
quiso dejarme desde el más oscuro principio
las cosas muy claras al exigirme total y absoluta obediencia.
Cuando tuvo a bien callarse,
me sentí tan angustiada y oprimida
como los antiguos bajo un cielo plomizo y gris,
que mi garganta quedó arrasada por el espanto
y jadeante de inquina y de mordazas.
Vine a la gran ciudad de mis ensoñaciones infantiles,
ahora como universitaria, para beber los jugos de mi juventud,
vivir en plenitud y conocer el amor;
pero de un zarpazo ese ser perverso y asfixiante
me arrebató toda la materia prima de mis sueños.
Ahora el tiempo, el maldito tiempo,
malgasta el aire que respiro en desidias y silencios
provocando que los días transcurran sin importancia
y los días sin importancia pesan como losas sepulcrales.
Es otoño y la ciudad se viste de amarillo y melancolía;
pero yo no sé sacarle el jugo a tanta belleza,
porque el mundo de pronto ha dejado de ser asequible.
Solo tengo ganas de apoyarme contra una pared
con la cabeza entre los brazos, volver la espalda a todo,
cerrar los ojos y que fluya el llanto.
Ya no me preocupan ni mi aspecto
ni la realización de mis sueños
ni el paso de lo meses ni el porvenir.
Y aunque quisiera conjurarme
clamando contra la tristeza que me embarga,
no tengo fuerzas ni ganas de moverme de este lugar
donde la nada tiene pulso y cuaja entre mis dedos.
Miro a mi alrededor y no veo nada,
le pregunto a mi corazón y nada me responde.
Podría buscarme, merecerme, salvarme de las sombras,
inculcar a mis agonizantes sueños un alfabeto
o dejarlo todo y quemar mi historia;
pero ni mi palabra me pertenece y la libertad
fue tan solo una quimera, un intento de huida
aprovechando el juego de los espejos de una atracción de feria.
como quien respira por primera vez
y era el tren que, como una brizna
de aire puro y libre, se adentraba en las entrañas
de la noche trasladando los anhelos de una nueva vida
hacia el fértil sustento
de mis idílicas y veraniegas estampas familiares
en la gran ciudad, a la que llegué
sin que nadie me esperase porque la oscuridad
ya había impuesto su tiránica jurisdicción.
Ante la ausencia de taxis,
muy escasos después de la guerra,
fui transitando, conmovida, por la urbe de mis sueños
en un desvencijado vehículo tirado por caballos,
sintiendo cómo cada átomo de mi cuerpo
se estremecía al saber que me saludaba
mientras recorría su corazón lleno de luz;
y aunque todo en ella parecía triste
-su olor a mar oculto, sus calles vacías,
las mortecinas farolas solitarias, las casas dormidas-,
para mí estaba cargada de mágica belleza;
mas todo comenzó a resultar extraño a mi imaginación
cuando el carruaje se detuvo en el supuesto lugar
donde los veranos infantiles se transformaban
en un cuento de hadas y por cuya escalera de inane entramado
como de hojarasca lentamente subí,
ya mi esperanza derrotada por el temor,
porque sin duda alguna era la casa de mis parientes.
Quebrantando su letargo, allí me topé
con unos seres fantasmales de edades imprecisas
que no dejaban de mirarme, besarme algunos,
tocarme todos, hablarme al mismo tiempo
y gritarse entre ellos, girando sin parar a mi alrededor
como en una especie de aquelarre,
hasta que el espectro investido de más autoridad
puso fin al amago de fiesta de bienvenida
ordenando a todo el mundo
que volviera a sus habitaciones.
En el salón convertido en mi dormitorio,
entre muebles amontonados
y un piano sobre el que descansaba
una vela encendida, al quedarme a solas
con sus sombras palpitantes invadiendo
la estancia me vi atrapada
en una despótica y funesta pesadilla
donde la cama semejaba un ataúd
y un olor nauseabundo y ancestral todo lo impregnaba.
La desesperación, provocada por la sensación
de ahogo, me convirtió por un momento
en una audaz alpinista, escalando armarios
y otros enseres, en busca de alguna ventana que abrir
hasta que el éxito me sonrió
cuando un cielo estrellado se presentó de improviso
ante mis ojos, provocándome un llanto irrefrenable
por recobrar al amigo que me había acompañado
en mi corta singladura por la ciudad
y que ya creía haber perdido
desde el momento en que entré
en este ambiente fantasmagórico y endemoniado.
Entonces, supe que el miedo se adhería a mi cuerpo
como una condena y no me dejaría dormir nunca más
si apagaba la vela. Y lloré de nuevo
perdidamente sola, abandonadamente,
como un río de lágrimas, de lágrimas, de lágrimas…
Acunada por el sueño de la muerte,
la noche me acercó su rostro
y como un pesado silencio fui cayendo hacia su abismo.
Me desperté en un lugar
donde las horas aún nada sabían de horizontes,
donde las flores se doblaban un poco, pero no se marchitaban.
Era la realidad del mar, atrapada en un cristal,
al acecho tras la ventana,
de los pájaros como adornos de los árboles
hasta que el aire decidiera volver,
de las mariposas ciegas o en blanco y negro
que siempre han sido y son pena contra la vida.
Devorado por mil sábanas carnívoras
-dormitaba la sangre en los límites de la vida-
era mi rostro sin reflejo el de un fantasma y mi voz,
que perdida andaba entre zarzales
y angustiada yo le suplicaba el milagro del retorno,
por fin me regaló, cuando asomaba el nuevo día,
el grito que me sustrajo de las sombras.
Pero al abrir los ojos, me di de bruces con un tiempo viejo
y flotando por los rincones la incongruencia y el dislate:
un gato arrastrando hambrunas
desde la última guerra, ecos de llantos neonatos,
un hueso pelado por un perro,
una criada invisible, una absurda pistola,
un olor de sombras gritándose,
una viejecita blanquinegra mirándome desde un cuadro desvencijado
y una omnipresente, alargada como un ciprés,
beata, charlatana y autoritaria tía
que, pillándome por sorpresa con su cháchara,
quiso dejarme desde el más oscuro principio
las cosas muy claras al exigirme total y absoluta obediencia.
Cuando tuvo a bien callarse,
me sentí tan angustiada y oprimida
como los antiguos bajo un cielo plomizo y gris,
que mi garganta quedó arrasada por el espanto
y jadeante de inquina y de mordazas.
Vine a la gran ciudad de mis ensoñaciones infantiles,
ahora como universitaria, para beber los jugos de mi juventud,
vivir en plenitud y conocer el amor;
pero de un zarpazo ese ser perverso y asfixiante
me arrebató toda la materia prima de mis sueños.
Ahora el tiempo, el maldito tiempo,
malgasta el aire que respiro en desidias y silencios
provocando que los días transcurran sin importancia
y los días sin importancia pesan como losas sepulcrales.
Es otoño y la ciudad se viste de amarillo y melancolía;
pero yo no sé sacarle el jugo a tanta belleza,
porque el mundo de pronto ha dejado de ser asequible.
Solo tengo ganas de apoyarme contra una pared
con la cabeza entre los brazos, volver la espalda a todo,
cerrar los ojos y que fluya el llanto.
Ya no me preocupan ni mi aspecto
ni la realización de mis sueños
ni el paso de lo meses ni el porvenir.
Y aunque quisiera conjurarme
clamando contra la tristeza que me embarga,
no tengo fuerzas ni ganas de moverme de este lugar
donde la nada tiene pulso y cuaja entre mis dedos.
Miro a mi alrededor y no veo nada,
le pregunto a mi corazón y nada me responde.
Podría buscarme, merecerme, salvarme de las sombras,
inculcar a mis agonizantes sueños un alfabeto
o dejarlo todo y quemar mi historia;
pero ni mi palabra me pertenece y la libertad
fue tan solo una quimera, un intento de huida
aprovechando el juego de los espejos de una atracción de feria.