La espera
Publicado: Lun, 04 Abr 2022 0:01
Quien escribirá esa poesía,
a la vez de oscuro aliento
y sangre expuesta en cualquier altar,
que manche el papel
antes que iluminarlo, sobrecogida
ante el acabamiento y orgullosa
frente a las sombras; poesía
con los ojos del agua que nace
entre altas oquedades, inesperada
y violenta como el amor o la galerna,
y capaz contra el olvido;
versos que, aun sin paternidad,
suenen en una máquina de coser
y esperen en la mesilla de noche
junto a unas gafas, el flexo y un vaso
que contiene todo el mar. Versos de luna
azul y asfalto sucio, de cuna y patíbulo,
con voz de viento arrepentido
o de aquel oboe hecho noviembre
que sonó una vez en algún corazón.
Yo quise decir algún día, en voz baja
pero tan firme como las piedras
antiguas de una catedral,
tan rotunda como una bandera
o una maldición, y tan clara como la piedad,
palabras que pudieran lloverte suavemente
cualquier tarde pesada de verano,
que cambiaran el trueno en las montañas
por un vals en tu almohada, o ese silencio
vacío por otro que lleve esperanzas dentro.
Tengo las manos atadas y la boca seca
y el papel sigue mudo noche tras noche.
No sé hacia que costas zarpan los buques
de sirenas afligidas, ni tampoco cuándo la luz
ha de abrirse paso en esta larga espera
para mostrarme el vasto paisaje de ceniza
que es el último objeto de cualquier poema.
a la vez de oscuro aliento
y sangre expuesta en cualquier altar,
que manche el papel
antes que iluminarlo, sobrecogida
ante el acabamiento y orgullosa
frente a las sombras; poesía
con los ojos del agua que nace
entre altas oquedades, inesperada
y violenta como el amor o la galerna,
y capaz contra el olvido;
versos que, aun sin paternidad,
suenen en una máquina de coser
y esperen en la mesilla de noche
junto a unas gafas, el flexo y un vaso
que contiene todo el mar. Versos de luna
azul y asfalto sucio, de cuna y patíbulo,
con voz de viento arrepentido
o de aquel oboe hecho noviembre
que sonó una vez en algún corazón.
Yo quise decir algún día, en voz baja
pero tan firme como las piedras
antiguas de una catedral,
tan rotunda como una bandera
o una maldición, y tan clara como la piedad,
palabras que pudieran lloverte suavemente
cualquier tarde pesada de verano,
que cambiaran el trueno en las montañas
por un vals en tu almohada, o ese silencio
vacío por otro que lleve esperanzas dentro.
Tengo las manos atadas y la boca seca
y el papel sigue mudo noche tras noche.
No sé hacia que costas zarpan los buques
de sirenas afligidas, ni tampoco cuándo la luz
ha de abrirse paso en esta larga espera
para mostrarme el vasto paisaje de ceniza
que es el último objeto de cualquier poema.