Y este es el cuéntametuvida que el agrimensor Amadeo Cifuentes nunca oiría de labios de su roya, la maga Lucía que, quieras que no, no dejaba de ser su tía. Porque Pancracia, su abuela, no quiso la papaya. Parió, pero no parió un macho, sino una hembra, y las esclavas aquellos años estaban mal pagadas. Todos sabían que el tráfico a gran escala, el gran trasiego, había terminado, y ningún comprador querría complicarse la vida con otra esclava, madre cierta de una nueva camada.
Hace ya una vida que salió de Camagüey. Era una tarde de lluvia, de tormenta del trópico, que él ya olvidó; tan perdida está ahora su vida en la ciudad de Limón, a miles de millas en la distancia.
Y Amadeo Cifuentes recuerda. Recordará la razón última de aquel rechazo, dos sombras abrazadas y los susurros que él desconocía que vio y oyó en la habitación de la Madre: mamá le ordenó que no había visto nada; es más, luego de su ardua lucha contra la razón, le amenazó con un castigo que se cumpliría a lo largo de años y años en un internado jesuítico al otro lado del charco.
Lejos estaría bien su hijo, muy niño entonces. Sí, era lo mejor para todos: para Amadeo, porque de esta manera recibiría una educación como Dios manda; para ella misma, porque esta sería la única manera de asegurarse una inmunidad para aquel episodio y otros similares que habrían de llegar; porque le prometía un silencio esencial frente a su esposo y, para el marido, porque con su silencio seguiría viviendo en su conmovedora ignorancia.
Aquella era la fecha que le indicaba en su carta: aquella mañana vería a la mujer que le iba a devolver a su fabulosa infancia. Sí, fabulosa, porque fue en la espesura de su bosque cuando comprendió lo mucho que la maga, la maga Lucía, su roya, le iba a envolver. Lo hizo con un manto de llanto en un principio, pero que luego resultó volverse de la más suave y cálida serenidad, como cuando lo cogía en sus ropas para darle el último abrazo del día, o cuando le propiciaba aquel su primer saludo de la mañana.
Amadeo recuerda. Recordará las muchas horas de cuentos y leyendas que la mujer le contaba al abrigo de su cuerpo, inmenso, ya entonces purificado en mil ceremonias ante cientos de dioses, héroes de su propia historia, que cada anochecida se congregaban a la sombra de la iguana y de las cañas, junto a la fuente de mármol, y a quienes rezaban los campesinos del ingenio de Camagüey.
A Amadeo, o Deito como le llamaban en el batey, le impresionaba las mil caras de la negra, cada una para un sufrimiento o goce distinto cuando le contaba las consejas, aunque también eran de ver cuando le amamantaba, siguiendo así una dieta lugareña.
Hubo un tiempo, allá en la hacienda, en que el niño creyó tener como hermanos a los hijos de la maga Lucía, pero fueron estrellas fugaces del Trópico, negros como la plena noche, porque inmediatamente los señores ordenaron a Lucía que les apartara de sus vidas si quería conservar la suya. Y la roya les retiró a su cabaña y a su miseria de azúcar. Eran siete, perfectamente escalonados en una geometría musical, aunque Amadeo solo llegó a conocer a dos de ellos: Patricio y Wenceslao, muertos en el entreacto de las guerras, que partirían el alma de la maga para siempre.
Los breves juegos que compartieron los tres niños sirvieron para atar más a la roya con Deito, en una ligazón de caricia y risas que luego habría de ser de distancia, en ausencia de miles de millas.
Al cabo de una semana, la maga Lucia, llegaría a Limón. Llegaría con su enorme baúl que heredó de algún basurero, al igual que sus múltiples sombreros: los tenía de todos los colores; cada uno para un momento distinto, una sensación diferente, pero provenientes todos del detritus del Duero, donde vivió los últimos años para desprenderse de la pena y la soledad. Algo que no sirvió para nada.
Los sombreros, haciendo honor a su nombre, los utilizaba como una prestidigitadora de deseos y conejos como cuando Deito vio, a la mañana siguiente a la caída de su diente de leche, una moneda que la maga Lucía había encontrado mientras barría el dormitorio de la señora, y que tenía distinto destino: tan en un mundo hermético a las pasiones ajenas vivían los progenitores del agrimensor, que no supieron nunca de la caída de aquel su primer diente.
Y Amadeo, Amadeo Cifuentes; otrora Deito, recuerda. Recordará también las historias que le contaron sobre los amoríos, de la maga, cuando se casó, cosa que para muchos no había sucedido nunca en la vida de la roya.
CONTINUARA…
Nota: No quiso la papaya: me encanta esta expresión, significa no buscar el camino fácil. Parece que la papaya se da con cierta facilidad, ¿verdad, Armilo? Y Pancracia, en este cuento, se lía la manta a la cabeza y tiene a su hija, cuando lo más fácil sería no parir el fruto de una violación.
Esta es la voz del cuento, yo no creo que en esa situación hiciera lo mismo. Abogo por la libertad de decisión.