El limonero

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

Moderador: Hallie Hernández Alfaro

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Jerónimo Muñoz
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El limonero

Mensaje sin leer por Jerónimo Muñoz »

EL LIMONERO

Este relato podría haberse reducido a la transcripción de una carta que recibí hace unos meses. Pero, para ser fiel a la realidad, he decidido anteponer unas líneas a dicha carta, así como añadir otras al final de la misma.
Diré aquí que soy abogado. Tengo sesenta y nueve años y ya no acepto casi ningún encargo de nadie. Únicamente me ocupo de casos muy singulares en los que, más que beneficio económico, busco la consecución de la justicia. Apuntaré, además, que vivo en Madrid, solo y bastante apartado ya de la sociedad, que no veo televisión ni leo periódicos, y que la lectura de las mejores obras literarias consume la mayor parte de mi tiempo. Señalaré, por último, que gozo de un gran desahogo económico, pues alcancé, en su tiempo, bastante notoriedad y gané bastante dinero.
Y sin más, paso a copiar la carta que antes mencioné, en la que omito nombres, que no son necesarios.

Hospital Psiquiátrico de Santa Teresa.
20 de abril de 2.009.
Muy señor mío:
Me dirijo a Ud. como último recurso. He solicitado, sucesivamente, la ayuda de cuatro abogados de renombre, con objeto de llevar mi apelación al Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, pero todos me han respondido que el planteamiento que la defensa hizo en mi juicio fue el mejor de los posibles y que, por lo tanto, la sentencia fue la mejor que yo podría obtener.
Pero no es esta sentencia la que yo deseo obtener. Se adujo mi perturbación mental como causa de mis actos. ¡Y no es cierto! Yo estoy dispuesto a purgar mi culpa, pero siempre que esta culpa sea justamente valorada. No deseo subterfugios ni mentiras. Y no deseo pasarme el resto de mis días recluido en este Hospital. Por eso quiero apelar y llevar mi defensa con arreglo a la verdad más escrupulosa.
Posiblemente conocerá Ud. mi caso por la prensa, pero, de todos modos, pasaré a relatárselo a grandes rasgos. Aquí, en este hospital, estoy tranquilo. Ahora puedo escribir toda la verdad de lo que pasó. Puedo explicar sus causas, sus razones, las circunstancias que acompañaron a los hechos.
Los hechos, como dicen ustedes, los abogados, fueron muy simples, pero fácilmente tergiversables. Es necesario esforzarse por comprender cada problema en su singularidad; es necesario penetrar en las profundidades de las psiques humanas y observar con detalle todas las legítimas motivaciones que dieron lugar a aquellos hechos. Los hechos.
Yo vivía en las afueras de Málaga, en la calle Guadalcanal, número 17. Mi casa era un chalet de dos plantas, enclavado en una gran parcela, lo que me permitía, al igual que a la mayoría de mis vecinos, que también gozaban de bastante terreno, poseer un bonito jardín e incluso un pequeño huerto. Vivía solo, pues soy soltero. Contaba entonces sesenta y dos años y hacía ocho que había vendido mi farmacia, dedicándome al jardín, al huerto y, sobre todo, a mi colección de sellos. En lo económico, me sobraba con las rentas de mi bien ganado capital.
En la fachada principal de mi casa había un porche en el que me agradaba sentarme por las tardes, cuando el clima lo permitía, y allí disfrutar contemplando el progreso de mis plantas y el bello paisaje de colinas que se extendía a lo lejos.
Pero había una nota discordante que turbaba mi paz. Me explicaré. Entre mi parcela y la del vecino de la izquierda, se levantaba una valla medianera de unos dos metros de altura, junto a la cual tenía yo mis rosales. Por su parte, el vecino —también solterón como yo— tenía plantado, junto a la valla, un limonero que, con el tiempo, había crecido tanto que sobrepasaba con creces la altura de esta valla y, lo que es mucho peor, invadía, por encima de ella, mi propiedad.
Una tarde de septiembre, como tantas y tantas otras, me encontraba sentado en mi porche y, lejos de extasiarme contemplando las bellezas que estaban ante mis ojos, estos no podían apartarse del limonero del vecino que, cual insolente espía, se asomaba descarado a mi intimidad. Ya sé que esto puede parecer algo trivial y baladí, pero lo cierto es que a mí me tenía indignado. No conseguía calmarme. Me decidí y fui a su casa para pedirle que lo podara convenientemente, pero él ─un tipo sesentón, alto y fuerte, socarrón, fanfarrón y resabido─ me dijo, con una sonrisa burlona, que hasta el comienzo de la primavera no se podía podar, que faltaban seis meses para marzo y que, entonces, lo podaría. Yo me volví a mi casa cabizbajo, molesto por sus modales pero esperanzado por su promesa.
Y pasó marzo, y llegó el verano, y la promesa no se cumplió. Cada vez que nos cruzábamos casualmente por las calles de la urbanización, en mis esporádicas salidas, yo lo miraba fijamente y con gesto adusto; esbozaba apenas un saludo y lo seguía mirando con ademán sobradamente explícito. Él, en esas ocasiones, me saludaba ruidosamente, siempre con su sonrisa cínica y burlona. Estoy seguro, segurísimo, de que él sabía bien el motivo de mi áspero proceder; pero también estoy seguro de que se burlaba de mí y de que no me hacía el menor caso.
Invitaba a comer a sus amigos con frecuencia y encendían una barbacoa en el jardín, cosa que no me molestaba. Pero muchas veces advertí que, por encima de la valla, allí, muy cerca del limonero, asomaban la cabeza él y sus amigotes, me miraban un rato y, enseguida, desaparecían, oyéndose a continuación grandes carcajadas.
Como dije, pasó aquel marzo y aquel verano, y llegó el marzo siguiente. En los primeros días del mes acudí a reclamarle el cumplimiento de su promesa. Me abrió la puerta una señorita que tapaba su cuerpo exclusivamente con una mal ajustada sábana. Dentro se oyó a mi vecino preguntando quién era. Alcé la voz y le dije que era yo, que venía a recordarle lo de la poda del limonero. Pero él lanzó una terrible obscenidad y ordenó a la señorita que cerrara la puerta, lo que esta hizo sin contemplaciones, dejándome allí, iracundo y deshonrado.
Pasó una semana durante la cual había yo preparado el borrador de una denuncia que pensaba llevar a la comisaría de policía. Pero al octavo día, por la mañana, llamaron a mi puerta: era él. Me preguntó si tenía unas tijeras de podar grandes y yo, olvidándome súbitamente de todos mis rencores, le dije que esperara un momento, que iría a buscarlas. Se las traje. Eran unas tijeras enormes, nuevas, muy afiladas. Él las tomó en sus manos, las sopesó, las remiró, me las devolvió y, luego, con una mueca sardónica y absolutamente ofensiva, me dijo que las guardara bien y que mucho cuidado con cortar ni una ramita de su limonero. Soltó una estruendosa carcajada en mis narices y así se quedó un rato, con los ojos húmedos clavados en los míos.
Yo no pude contenerme y realicé algo de lo que me arrepentiré toda mi vida: agarré con fuerza las tijeras y, ciego de ira, se las clavé en el pecho. Lo maté.
Mi abogado, como le dije antes, planteó la defensa basándose en mi perturbación mental. Era eso mejor, según me decía, que enfrentarme a diez o más años de cárcel.
Pero yo nunca estuve de acuerdo. Quiero la verdad, por encima de todo. Y quiero pagar por lo que, en pura justicia, haya de pagar. Por eso acudo a Ud. después de haber sido rechazado por sus colegas en activo. Es Ud. mi último recurso. Por favor, ayúdeme.


Leí aquella carta un par de veces más y comprendí que estaba ante un caso de patente injusticia. Aquel hombre se me aparecía, ante lo equilibrado de su escritura y sus nobles deseos de justicia, como un ser desgraciado, condenado a vivir el resto de su vida recluido en un lugar abominable e inapropiado para su carácter circunspecto y discreto, castigo que bien podría haberse trocado por otro, quizás también duro, pero, desde luego, bastante corto y, por deseado, más llevadero.
Se daba la notable circunstancia de que, pocos días después, habría de tomar yo el AVE hacia Málaga, para resolver allí unos asuntos en los que era necesaria mi presencia física. Así que contuve mis deseos de ponerme en contacto telefónico con aquel hospital psiquiátrico y decidí, ya que estaría en el lugar de los hechos, investigar un poco por mi cuenta.
Una vez en Málaga, y resueltos mis asuntos, me dirigí a un taxista para ver si conocía la Calle Guadalcanal, la cual encontró pronto gracias al GPS. Veinte minutos después se detuvo el taxi ante el número 17 de una calle mugrienta y estrecha. Le dije al taxista que estaba equivocado, que debería haber otra calle Guadalcanal, a lo que me respondió, después de consultar el consabido aparatito, que era la única calle de Málaga en la que aparecía la palabra “Guadalcanal”.
Le dije al taxista que esperara unos minutos y, apeándome, me encontré ante un bloque de cinco plantas en el que, por supuesto, no había conserje. Lo que sí había era, junto a la puerta de entrada, una tienda de comestibles que atendía una gruesa señora, a la que interrogué con amabilidad.
Sí. Conocía a aquel hombre, el boticario. Bueno, en realidad era el mancebo de una farmacia. Había vivido muchos años allí, en el 3º C, y había estado de baja por “cosa de los nervios”. Era un solterón huraño que apenas saludaba ni hablaba con nadie. Un día, sin que se haya sabido nunca el porqué, le clavó un cuchillo de cocina al vecino del 3º B y lo mató. Resultó que estaba loco y lo metieron en un manicomio.
Cuando volví a Madrid, escribí a aquel pobre hombre y le dije que no podía ocuparme de su asunto.
Siempre creemos aquello que anhelamos
Demóstenes
Hallie Hernández Alfaro
Mensajes: 19414
Registrado: Mié, 16 Ene 2008 23:20

Re: El limonero

Mensaje sin leer por Hallie Hernández Alfaro »

Madre mía, Jerónimo.
Qué maravilla has creado aquí.
El limonero, por Dios.
La psique humana tan perfecta y elocuente en su tiempo de sombra, el humano conocedor de su bestia indómita, la patología imbricada en los rosales, en la ética del pudor, en los impredecibles giros de la consciencia.

Decirte que has vestido de gala nuestro foro de Prosa.

Gracias mil por compartir; abrazo enorme.
"En el haz áureo de tu faro están mis pasos
porque yo que nunca pisé otro camino que el de tu luz
no tengo más sendero que el que traza tu ojo dorado
sobre el confín oscuro de este mar sin orillas."

El faro, Ramón Carballal
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Ana García
Mensajes: 3050
Registrado: Lun, 08 Abr 2019 22:58

Re: El limonero

Mensaje sin leer por Ana García »

Los enredos de las mentes enfermas dan para una buena literatura, que a mi me encanta escribir.
Escribirlo, sí. Vivirlo de cerca, no. Es duro de narices.
Prosa o poesía siempre lo bordas y para mí es un placer leerte.
Un abrazote y mil besos agradecida.
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Alonso Vicent
Mensajes: 2438
Registrado: Dom, 30 Ago 2015 16:07
Ubicación: Valencia

Re: El limonero

Mensaje sin leer por Alonso Vicent »

Mintió ese vecino. Los limoneros  como todos los árboles de hoja perenne, pueden podarse durante todo el año; aunque deban respetarse los meses de heladas y el parón estival por si las moscas. Y si a eso añadimos la chulería y los malos modos, sin duda, merecía ese final.
Qué bueno el relato; me recordó, en cierto modo, a la prosa de Albert Camus. Las cosas, las reacciones, suceden muchas veces sin que uno las elija.
Y añado: qué bueno el final... y la facultad de inventar pasados y presentes cuando las mentes construyen caminos alternativos.
Che, me encantó el relato.
Un saludote, Jerónimo, de parte de este limonero.
Ana Muela Sopeña
Mensajes: 12183
Registrado: Sab, 29 Dic 2007 14:18
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Re: El limonero

Mensaje sin leer por Ana Muela Sopeña »

Fabuloso relato, Jerónimo:

Daría para una película. La locura inventa vidas y situaciones.

Te ha quedado bordado...

Aplausos... muchos
Un abrazo
Ana
La Luz y la Tierra, explosión que abre el corazón del espacio.
http://www.laberintodelluvia.com
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