Nostalgias
Publicado: Sab, 15 Ene 2022 10:16
NOSTALGIAS
El ocaso, sedoso, se cierne y se derrama
sobre palmeras, músculos y músicas,
dejando un libre espacio para el silencio dulce.
El ocaso ha perdido su talismán dorado,
aquél que le confiamos
los jóvenes que habíamos aprendido
a amar bajo su calma.
El ocaso es tan sólo el recuerdo del río
que refresca los juncos dela orilla.
El río transportaba flores muertas
que, al bullir entre espumas, parecían
una bandada de aves celestiales,
cansadas de volar.
Las muchachas de pómulos bermejos
habían tirado al río sus medallas de oro
y a mí me daba miedo su desnudez impávida.
¡Pobre de mí!
Entonador constante de músicas insólitas
y observador ausente
de las incongruencias de un viento imprevisible.
Y aún sigue perdurando el viento joven,
indemne del otoño que ha arrugado mis ojos.
Frescor de vida todavía despierta,
que acaricia mi rostro suavemente
y que llega hasta el fondo de mi pecho,
avivando algo cálido que pugna por brotar.
Ayer lo dibujó mi mano ingenua
al ver cómo doblaba la hierbecilla pálida
que tapizaba el valle.
El valle aletargado se dormía en su pausa,
en su misma quietud de solar caldeado,
de paloma torcaz agotada de amor.
Dormía todo el valle como duermen los niños:
sin soñar con candelas ni con toros redondos.
Allí podría morir sin causar daño a nadie
o vivir para siempre, sin despertarme nunca,
soñar eternamente en este valle.
Un valle ensombrecido que nunca sintió envidia
del fúlgido verdor del árbol incipiente.
Las hojas de aquel árbol, plumas de la mañana,
hablaban en un mismo idioma ingenuo,
Incluso aquellas dulces que, cansadas
de la pasión constante de la brisa,
venían a mis sienes planeando,
correspondiendo a mi tranquilo amor.
En aquellos larguísimos crepúsculos,
miraba, descuidado y silencioso,
por algunos resquicios de su carne verdosa,
escaparse las nubes hacia el mar.
Y, a veces, nos tendíamos,
soportando aquel cielo en nuestros pechos.
Nosotros, vivos para siempre,
tendidos,
veíamos correr las nubes blancas
sin esperar su perdón
ni percibir su lúcido silencio.
Aquellas nubes, sólo aquellas nubes
son las que me separan de mi cuerpo agotado.
Tan sólo aquellas nubes me recuerdan
que puedo aún mirar hacia lo lejos.
El ocaso, sedoso, se cierne y se derrama
sobre palmeras, músculos y músicas,
dejando un libre espacio para el silencio dulce.
El ocaso ha perdido su talismán dorado,
aquél que le confiamos
los jóvenes que habíamos aprendido
a amar bajo su calma.
El ocaso es tan sólo el recuerdo del río
que refresca los juncos dela orilla.
El río transportaba flores muertas
que, al bullir entre espumas, parecían
una bandada de aves celestiales,
cansadas de volar.
Las muchachas de pómulos bermejos
habían tirado al río sus medallas de oro
y a mí me daba miedo su desnudez impávida.
¡Pobre de mí!
Entonador constante de músicas insólitas
y observador ausente
de las incongruencias de un viento imprevisible.
Y aún sigue perdurando el viento joven,
indemne del otoño que ha arrugado mis ojos.
Frescor de vida todavía despierta,
que acaricia mi rostro suavemente
y que llega hasta el fondo de mi pecho,
avivando algo cálido que pugna por brotar.
Ayer lo dibujó mi mano ingenua
al ver cómo doblaba la hierbecilla pálida
que tapizaba el valle.
El valle aletargado se dormía en su pausa,
en su misma quietud de solar caldeado,
de paloma torcaz agotada de amor.
Dormía todo el valle como duermen los niños:
sin soñar con candelas ni con toros redondos.
Allí podría morir sin causar daño a nadie
o vivir para siempre, sin despertarme nunca,
soñar eternamente en este valle.
Un valle ensombrecido que nunca sintió envidia
del fúlgido verdor del árbol incipiente.
Las hojas de aquel árbol, plumas de la mañana,
hablaban en un mismo idioma ingenuo,
Incluso aquellas dulces que, cansadas
de la pasión constante de la brisa,
venían a mis sienes planeando,
correspondiendo a mi tranquilo amor.
En aquellos larguísimos crepúsculos,
miraba, descuidado y silencioso,
por algunos resquicios de su carne verdosa,
escaparse las nubes hacia el mar.
Y, a veces, nos tendíamos,
soportando aquel cielo en nuestros pechos.
Nosotros, vivos para siempre,
tendidos,
veíamos correr las nubes blancas
sin esperar su perdón
ni percibir su lúcido silencio.
Aquellas nubes, sólo aquellas nubes
son las que me separan de mi cuerpo agotado.
Tan sólo aquellas nubes me recuerdan
que puedo aún mirar hacia lo lejos.