Acto I (yace en la corteza más profunda).
Amor propio, no eres digno de tu propio amor.
Perdedor desde muy pequeño, me duele ser tan sincera, pero eres poco comparado con tus amiguetes del barrio.
Eso sí, eres una buena persona, das una cantidad enorme de ti a otros. Para que te quieran eres capaz de vender tu alma (inconsciente atributo que has negado) al mejor postor.
Acto II (adolescencia).
Con el cabello oscuro, con la boca de cereza, con las rodillas manchadas, con el cuerpo a campo traviesa.
Ella, la vecina del tercero, la cavidad prometida; los límites, las voces roncas, el eco de los mensajes intrusivos.
La prima mayor, el olor a sexo, los rancios tabiques de la casa en llamas.
Cómo ser lo que pugna por ser soñado, cómo prevaricar la suerte de los talentos superiores, cómo escabullirse del amor perfecto sin dejar secuelas mortales. Quizás propagándote a ti mismo la decepción, el frio interminable, las venas desamoradas.
Acto III (ley de atracción en negativo).
Demasiada experiencia en el fango, demasiada insolidaridad; presencia de rasgos psicopáticos bien desarrollados.
Polos similares, baja frecuencia, intereses afinados con el potencial engaño.
Ahí, mutuamente atrapados en la angosta acera, en el carruaje de la profecía auto-cumplida.
Acto IV (condicionales).
Si me amas, te dejo entrar hasta la mitad del vestíbulo, si rasgas secretos, te prometo la hoguera, si lloras, preparo mi infusión de libertinaje con agua de sucios inviernos.
Lo imposible se hace posible en esta ventana de Overton.
