He de esperar unos ojos
para que den voz a los míos,
y nacerme de los versos
sin testigos.
He de aguardar
aprendiendo de la ausencia,
sentado al borde de mi nombre.
He de esperarte
y te esperaré conmigo.
Este es Juan
—casi un poeta—
medio bohemio y medio socialista,
un chupatinteros distinguido.
Hablaba y hablaba de amor.
La lengua era su fuerza.
La muchacha no llevaba reloj
más presentía que el alba estaba cerca.
Le dolían los pies
de tanto andar sin rumbo.
(¿Cómo podría, en estas condiciones,
rechazar el asalto de su cuerpo?
Tendría que plegarme a su deseo
si es que para de hablar, por favor).
Pero Juan seguía recitando poemas
y llevándola adelante de la mano.
De verdad que era muy pesado.
¡Qué iba a hacer,
sino dejar a Juan!
El pobre no estaba decidido.
Le miró cariñosa
y le besó un poquito.
Sacrificó ese pequeño amor indefinido y siguió besando a sus amigos. Logró hacerles felices un instante. Desde entonces prefería los amigos con coche. "Siempre al andar le duelen los zapatos". Ella siguió asistiendo a las profundas clases de nuestra venerada "alma mater". Y allí sigue haciendo su camino, por entre espinos y blancas azucenas, ofreciendo sus ojos repletos de tristeza.
¡Marchando una de oreja!
Horas para darle la brasa,
pegarla al muro del fornicio
—al corazón—.
Sobarle el lóbulo en los atascos.
Adormecerla con cuentos o cilantro,
darle un respiro, cantarle lo justo.
No bromear con sus orígenes:
"tienes las orejas
de tu puñetero padre".
Insinuarle la entrada y la salida.
Dotarla de un audífono potente.
Descojonarte de las raras
y sobre todo hacer oídos sordos
y amarlas por encima de las gafas
como a ti mismo.