El Espantapájaros
Publicado: Jue, 12 Mar 2020 22:19
El intérprete, de rostro adusto y ojos enérgicos, se endereza y estira. Alza la pluma y la vuelve a poner sobre el escritorio. Duda un instante y se levanta bruscamente, dejando de lado el acápite que simula escribir. Lleva con vigor su mano a la empuñadura de su florete y dirigiéndose hacia la puerta exclama con voz irritada:
—¡Cuál gritan esos malditos! Pero mal rayo me parta si en terminando esta carta...
"Tiene coraje el hidalgo", piensa Facundo. Siente que le hierve la sangre en sus venas. Se mueve impaciente en la butaca de patio que le ha correspondido para presenciar la actuación, y viaja hasta la nebulosa donde se calcan todos los sueños. Él ahora es el avatar de Don Juan Tenorio. Su corazón va de vuelco sobre vuelco en cada escena amatoria que se representa, y se le acelera un remolino de hiel en el estómago que le va subiendo hasta hacerle un nudo en la garganta.
—Encontré a Marina hace dos días en la lonja. Sigue manteniendo ese aspecto angelical tan demoníaco —dice un intruso— ¿No me escuchas, Facundo? Te noto ausente.
Y se rompe la magia en la que estaba atrapado. Da una contestación ambigua: "Sí, tal vez". Ahora piensa en Marina.
Se casó con ella por respeto a su padre cuando el viejo se lo sugirió. Fue muy sincero con Facundo: "no desaproveches lo que tienes al alcance de tu mano, es joven, guapa y tiene pocas luces".
Besos, abrazos delicados, mimos esparcidos como miel sobre los pómulos suaves de una niña-mujer, componían la secuencia de su experiencia conyugal. La manejó como a una leve mariposa y nada más.
Cuando Facundo se cansaba de las risas bobaliconas y de la dulzura pueril, buscaba fuera lo que no encontraba en su casa.
Otras veces, mientras su mujer dormía, saltaba del tálamo, y sin tan siquiera desprenderse del sayón, llenaba su hueco con el gato de Marina, salía sigiloso de la estancia y bajaba a la garita del huerto, donde tenía montado su gimnasio de práctica de esgrima.
Uno, dos, tres pasos hacia delante y dos pasos para atrás. Inventó quiebros y dibujos en el aire. Enarbolaba la espada y el plomo hendía las vísceras de paja del fantoche. Chorros de briznas amarillentas cubrían el suelo escupidas por una herida de estropajo. Facundo, metido de lleno en su mundo disparatado, respiraba hondo y podía percibir el vuelo del cóndor que se acercaba a los despojos de su victima.
Huele con intensidad la sangre del vencido.
Huele a fragua.
Huele a lenguas de fuego descendidas sobre su cabeza.
Facundo vuelve al teatro en el momento en el que Don Juan se enfrenta al comendador:
—"Miserable, tú has robado a mi hija Inés de su convento y yo vengo por tu vida, o por mi bien".
—"Jamás delante de un hombre mi alta cerviz incliné, ni he suplicado jamás, ni a mi padre, ni a mi rey".
Cada lance de Don Juan es un ciclón de aire entrando por los pulmones de Facundo. Va creciendo su orgullo de guerrero vencedor en batallas imposibles y en conquistas de mujeres inexpugnables.
Pero cae el telón y se diluye, como un azucarillo, la trama virtual que lo atrapaba. "¿Pero dónde estoy ahora, qué fue de mí desde aquel suceso? Y su pensamiento se escabulle, entre las bambalinas de su propio escenario real, rememorando lo ocurrido.
Ese día no había llovido y la yesca, imprudentemente desatendida en el aposento donde se orea la matanza, irrumpe con violencia. Las llamas son estiletes cortantes que abren en canal la cámara donde cada noche Facundo se instruía.
Las entrañas del espantapájaros saltan chispeantes, liberadas de la gamuza de su envoltorio, convirtiéndose en cenizas polvorientas.
En apenas diez minutos todo queda reducido a la ausencia.
Marina desciende asustada de su cuarto. "¿Qué ocurre, Facundo? ¿Qué es este olor, de donde viene ese humo?" No hay respuesta. Ya no hay nada.
Ambos suben hacia el lecho pero ella no se acuesta. Prepara una maleta y hace la intención de marcharse.
—No podemos seguir así, Facundo. Lo mejor es que cada uno siga su camino.
Y esta vez sí, él no hace nada por retenerla.
—¿No vas a intentar disuadirme como has hecho otras veces? —Dice Marina.
—Ya no hay nada que salvar. Todo ha terminado con el fuego. Ese fantoche lo era todo para mí, ya no queda nada que valga la pena en nuestro hogar.
—¡Cuál gritan esos malditos! Pero mal rayo me parta si en terminando esta carta...
"Tiene coraje el hidalgo", piensa Facundo. Siente que le hierve la sangre en sus venas. Se mueve impaciente en la butaca de patio que le ha correspondido para presenciar la actuación, y viaja hasta la nebulosa donde se calcan todos los sueños. Él ahora es el avatar de Don Juan Tenorio. Su corazón va de vuelco sobre vuelco en cada escena amatoria que se representa, y se le acelera un remolino de hiel en el estómago que le va subiendo hasta hacerle un nudo en la garganta.
—Encontré a Marina hace dos días en la lonja. Sigue manteniendo ese aspecto angelical tan demoníaco —dice un intruso— ¿No me escuchas, Facundo? Te noto ausente.
Y se rompe la magia en la que estaba atrapado. Da una contestación ambigua: "Sí, tal vez". Ahora piensa en Marina.
Se casó con ella por respeto a su padre cuando el viejo se lo sugirió. Fue muy sincero con Facundo: "no desaproveches lo que tienes al alcance de tu mano, es joven, guapa y tiene pocas luces".
Besos, abrazos delicados, mimos esparcidos como miel sobre los pómulos suaves de una niña-mujer, componían la secuencia de su experiencia conyugal. La manejó como a una leve mariposa y nada más.
Cuando Facundo se cansaba de las risas bobaliconas y de la dulzura pueril, buscaba fuera lo que no encontraba en su casa.
Otras veces, mientras su mujer dormía, saltaba del tálamo, y sin tan siquiera desprenderse del sayón, llenaba su hueco con el gato de Marina, salía sigiloso de la estancia y bajaba a la garita del huerto, donde tenía montado su gimnasio de práctica de esgrima.
Uno, dos, tres pasos hacia delante y dos pasos para atrás. Inventó quiebros y dibujos en el aire. Enarbolaba la espada y el plomo hendía las vísceras de paja del fantoche. Chorros de briznas amarillentas cubrían el suelo escupidas por una herida de estropajo. Facundo, metido de lleno en su mundo disparatado, respiraba hondo y podía percibir el vuelo del cóndor que se acercaba a los despojos de su victima.
Huele con intensidad la sangre del vencido.
Huele a fragua.
Huele a lenguas de fuego descendidas sobre su cabeza.
Facundo vuelve al teatro en el momento en el que Don Juan se enfrenta al comendador:
—"Miserable, tú has robado a mi hija Inés de su convento y yo vengo por tu vida, o por mi bien".
—"Jamás delante de un hombre mi alta cerviz incliné, ni he suplicado jamás, ni a mi padre, ni a mi rey".
Cada lance de Don Juan es un ciclón de aire entrando por los pulmones de Facundo. Va creciendo su orgullo de guerrero vencedor en batallas imposibles y en conquistas de mujeres inexpugnables.
Pero cae el telón y se diluye, como un azucarillo, la trama virtual que lo atrapaba. "¿Pero dónde estoy ahora, qué fue de mí desde aquel suceso? Y su pensamiento se escabulle, entre las bambalinas de su propio escenario real, rememorando lo ocurrido.
Ese día no había llovido y la yesca, imprudentemente desatendida en el aposento donde se orea la matanza, irrumpe con violencia. Las llamas son estiletes cortantes que abren en canal la cámara donde cada noche Facundo se instruía.
Las entrañas del espantapájaros saltan chispeantes, liberadas de la gamuza de su envoltorio, convirtiéndose en cenizas polvorientas.
En apenas diez minutos todo queda reducido a la ausencia.
Marina desciende asustada de su cuarto. "¿Qué ocurre, Facundo? ¿Qué es este olor, de donde viene ese humo?" No hay respuesta. Ya no hay nada.
Ambos suben hacia el lecho pero ella no se acuesta. Prepara una maleta y hace la intención de marcharse.
—No podemos seguir así, Facundo. Lo mejor es que cada uno siga su camino.
Y esta vez sí, él no hace nada por retenerla.
—¿No vas a intentar disuadirme como has hecho otras veces? —Dice Marina.
—Ya no hay nada que salvar. Todo ha terminado con el fuego. Ese fantoche lo era todo para mí, ya no queda nada que valga la pena en nuestro hogar.