Es probable, lo deduzco quizás un poco a la ligera desgranando las notas que he leído, que Joan Margarit no podría comprender mi forma inmersa en la soledad que me ha quedado para vivir en la poesía, el seguirá viéndola como un último refugio, lo que nos queda junto a la música y el amor cuando todo se ha perdido. Esa poesía que se expresa con franqueza y en una dirección determinada en un mundo al que le gusta jugar interesadamente con ofrecer varias interpretaciones. El poeta catalán invita a no buscarlas fuera del poema, tenía algo que decir, un pequeño balcón al que asomarse, el recuerdo de un amor que nunca podrá perderse, las leyendas de una guerra que no pudo vivir mientras respiraba pero apenas había aprendido a andar y una posguerra en la que cada dos por tres cambiaba de vivienda y lugar sin que le diera tiempo de consolidar en su alma la sonrisa de un amigo.
Tuyas serán las mujeres que amé
y que nunca he perdido, pese al viento
cruel de los años, y tuyo el enigma
de la isla del tesoro.
Tus ojos serán míos un instante
y, a cambio de dejarte oír en los cristales
la lluvia que ahora escucho, y hacerte cómplice
de mi futuro, que tú podrás conocer,
impedirás que muera y, una tarde,
me dejarás ser tú en otra lluvia.
Edad roja, 1990. Traducción de Antonio Jiménez Millán.
Mujer de primavera
Detrás de las palabras sólo te tengo a ti.
Triste quien no ha perdido
por amor una casa.
Triste el que muere
con un aura de respeto y prestigio.
Me importa lo que sucede en la noche
estrellada de un verso.
No tires las cartas de amor
Ellas no te abandonarán.
El tiempo pasará, se borrará el deseo
-esta flecha de sombra-
y los sensuales rostros, bellos e inteligentes,
se ocultarán en ti, al fondo de un espejo.
Caerán los años. Te cansarán los libros.
Descenderás aún más
e, incluso, perderás la poesía.
El ruido de ciudad en los cristales
acabará por ser tu única música,
y las cartas de amor que habrás guardado
serán tu última literatura.
Canción de cuna
Duerme, Joana.
Y que este Loverman oscuro y trágico
del saxo de tu hermano en Montjuïc
te pueda acompañar
toda la eternidad por los caminos
que son bien conocidos por la música.
Duerme, Joana, duerme.
Y a poder ser no olvides
tus años en el nido
que dentro de nosotros has dejado.
Mientras envejecemos,
conservaremos todos los colores
que han brillado en tus ojos.
Duerme, Joana. Esta es nuestra casa,
y todo lo ilumina tu sonrisa.
Un tranquilo silencio: aquí esperamos
redondear estas piedras del dolor
para que cuanto fuiste sea música,
la música que llene nuestro invierno.
Luces de Navidad en Sant Just
I
Temblorosas bombillas se iluminan
como lágrimas de alguien en las calles.
Encuentro gris y frío nuestro patio
bajo este cielo lila del crepúsculo
en donde se dibujan
-negro y fino estampado a contraluz-
las hojas del laurel. Y tu madre me dice:
Tú y yo, a veces, lo perdemos todo.
Temblorosas, las luces en las calles:
todas se han apagado, de repente, por ti.
II
Hoy todos los colores de los cuentos
-los verdes de las cañas junto al río,
las nubes reflejándose en el lavadero-
relucen en los ojos de Joana.
Bajo la lluvia y a través del patio
la Navidad pasada y sus figuras
se mueven, y Joana está sonriente.
Pero, volviéndose hacia mí, me mira
y entonces puedo ver que es un recuerdo,
que por esto la lluvia la atraviesa.
La muchacha del semáforo
Tienes la misma edad que yo tenía
cuando empecé a soñar en encontrarte.
Entonces no sabía, igual que tú
no has aprendido aún, que llega el día
en que el amor es esta arma cargada
de soledad y de melancolía
que está apuntándote desde mis ojos.
Tú eres la muchacha que busqué
cuando aún no existías.
Y yo el hombre hacia el cual
querrás un día dirigir tus pasos.
Pero estaré tan lejos de ti entonces
como estás tú de mí en este semáforo.
Dignidad
Si la desesperanza
tiene el poder de una certeza lógica,
y la envidia un horario tan secreto
como un tren militar,
estamos ya perdidos.
Me ahoga el castellano, aunque nunca lo odié.
Él no tiene la culpa de su fuerza
y menos todavía de mi debilidad.
El ayer fue una lengua bien trabada
para pensar, pactar, soñar,
que no habla nadie ya: un subconsciente
de pérdida y codicia
donde suenan bellísimas canciones.
El presente es la lengua de las calles,
maltratada y espuria, que se agarra
como hiedra a las ruinas de la historia.
La lengua en la que escribo.
También es una lengua bien trabada
para pensar, pactar. Para soñar.
Y las viejas canciones
se salvarán.
La espera
Te están echando en falta tantas cosas.
Así llenan los días
instantes hechos de esperar tus manos,
de echar de menos tus pequeñas manos,
que cogieron las mías tantas veces.
Hemos de acostumbramos a tu ausencia.
Ya ha pasado un verano sin tus ojos
y el mar también habrá de acostumbrarse.
Tu calle, aún durante mucho tiempo,
esperará, delante de tu puerta,
con paciencia, tus pasos.
No se cansará nunca de esperar:
nadie sabe esperar como una calle.
Y a mí me colma esta voluntad
de que me toques y de que me mires,
de que me digas qué hago con mi vida,
mientras los días van, con lluvia o cielo azul,
organizando ya la soledad.
Saturno
Destrozaste mis libros de poemas.
Los lanzaste después por la ventana.
Las páginas, extrañas mariposas,
planeaban encima de la gente.
No sé si ahora nos entenderíamos,
viejos, exhaustos y decepcionados.
Seguramente no. Mejor dejarlo así.
Querías devorarme. Yo, matarte.
Yo, el hijo que tuviste en plena guerra.