La vida huele a tafetán verde
Publicado: Lun, 15 Sep 2008 21:48
Decidida, tranquila, sosegada ya, aunque hoy cumplas años y nadie lo haya recordado, agradeces a conciencia la umbría en la estación de metro.
A tu alrededor el mundo se afana en hacer transbordos, en cruzar vías o saltárselas. Se abren las puertas del vagón. Se cierran las puertas del vagón. La vida es un ir y venir de personas que bajan, suben, o se quedan; tratas de adivinar quiénes serán los próximos en descender, y uno tras otro los observas hasta que tus ojos se detienen sorprendidos: «¿cómo ha llegado hasta aquí; cuándo?», te preguntas. Quizá, lo que entendemos como vida -imaginas- no es más que una forma primaria que responde esencialmente a un estímulo: una imagen, un aroma que se le impone al alma, y ésta, sólo espíritu, precise de un cuerpo para transformarlo en sentimiento.
Sea como fuere, sentado frente a ti, con las piernas cruzadas, vestido de tafetán verde, hilo de perlas en el cuello, casi rozando una tormenta tatuada en el escote y con los hombros cubiertos de organdí, viaja un recuerdo. Devanándose, desenredándose entre tus dedos, sientes cómo se acerca al borde total de tu memoria; allí, sí, donde comienzas a ser, o eres, o crees que eres. Sientes su contacto que evapora sobre tu piel escenas desperdigadas en el tiempo blanco, con tapas de charol, de un diario: el amor, ópera prima del poema, camina de una mano que rozó la tuya un día cualquiera. Se afana el mundo en hacer transbordos, pero tú, en medio del bullicio, revives su tacto, entretenido en redibujar -en su palma- las líneas de tu vida y de tu muerte; y un poco más tarde, en el siguiente túnel, oliendo a libertad, como un delta abierto a todos los mares y a todos los vientos, vívido, el recuerdo de un beso navega entre tus labios.
En su continuo ejercicio de coherencia, la boca de metro arroja por sus fauces personas que antes o después se volverá a tragar. También a ti sin consideración alguna te devuelve, como si salieras de un sepulcro, al rugido estridente de una ciudad-hormiguero: devoradora, inclemente, dura, que nada sabe, que nada quiere saber de cantos de cigarra.
Pero ya no te importa: te sabes, te sientes, te hueles, vestida de tafetán verde. Cloc cloc, oyes el ruido, hueco-nacarado, de las perlas y se acelera la tormenta tatuada sobre tu escote. Doblas cuidadosamente (en tu memoria: paréntesis entre dos estaciones) el trozo de organdí que cubría tus hombros, enderezas, coqueta, la costura de tus medias, y vuelves a caminar erguida y sexy, sobre los zapatos de altísimos tacones «de aguja», contoneando las caderas.
A tu espalda se afana el mundo: corre, transborda, cruza calles. La vida suda a chorros. La vida, suda a chorros por cada uno de sus poros, en tanto que tú, oyes piropos, te sonríes, y esquivas miradas a golpe de melena. Como antes.
Sí, la vida no es más que un aroma que exterioriza un cuerpo, y tú, acabas de recuperar, por el precio de un billete de metro, uno que no solo te hace visible a todos, sino infinitamente libre, más libre que cualquiera.
Y ahí está, alto, muy alto, el objeto de tu viaje. Ahí, atesorando entre sus ojos, que ni siquiera son de acueducto, los malos pensamientos, está tu último amante; el único que ya, de verdad, te espera. Le devuelves su negra mirada. La cita ha quedado pospuesta para otro momento. Para otro, para ése en el cual ya no seas capaz de aspirar, de aferrarte a un aroma que transforme tu alma en cuerpo.
El día huele a verde, a madreperla y organdí. El día huele igual que tu recuerdo.
Blanca Sandino
A tu alrededor el mundo se afana en hacer transbordos, en cruzar vías o saltárselas. Se abren las puertas del vagón. Se cierran las puertas del vagón. La vida es un ir y venir de personas que bajan, suben, o se quedan; tratas de adivinar quiénes serán los próximos en descender, y uno tras otro los observas hasta que tus ojos se detienen sorprendidos: «¿cómo ha llegado hasta aquí; cuándo?», te preguntas. Quizá, lo que entendemos como vida -imaginas- no es más que una forma primaria que responde esencialmente a un estímulo: una imagen, un aroma que se le impone al alma, y ésta, sólo espíritu, precise de un cuerpo para transformarlo en sentimiento.
Sea como fuere, sentado frente a ti, con las piernas cruzadas, vestido de tafetán verde, hilo de perlas en el cuello, casi rozando una tormenta tatuada en el escote y con los hombros cubiertos de organdí, viaja un recuerdo. Devanándose, desenredándose entre tus dedos, sientes cómo se acerca al borde total de tu memoria; allí, sí, donde comienzas a ser, o eres, o crees que eres. Sientes su contacto que evapora sobre tu piel escenas desperdigadas en el tiempo blanco, con tapas de charol, de un diario: el amor, ópera prima del poema, camina de una mano que rozó la tuya un día cualquiera. Se afana el mundo en hacer transbordos, pero tú, en medio del bullicio, revives su tacto, entretenido en redibujar -en su palma- las líneas de tu vida y de tu muerte; y un poco más tarde, en el siguiente túnel, oliendo a libertad, como un delta abierto a todos los mares y a todos los vientos, vívido, el recuerdo de un beso navega entre tus labios.
En su continuo ejercicio de coherencia, la boca de metro arroja por sus fauces personas que antes o después se volverá a tragar. También a ti sin consideración alguna te devuelve, como si salieras de un sepulcro, al rugido estridente de una ciudad-hormiguero: devoradora, inclemente, dura, que nada sabe, que nada quiere saber de cantos de cigarra.
Pero ya no te importa: te sabes, te sientes, te hueles, vestida de tafetán verde. Cloc cloc, oyes el ruido, hueco-nacarado, de las perlas y se acelera la tormenta tatuada sobre tu escote. Doblas cuidadosamente (en tu memoria: paréntesis entre dos estaciones) el trozo de organdí que cubría tus hombros, enderezas, coqueta, la costura de tus medias, y vuelves a caminar erguida y sexy, sobre los zapatos de altísimos tacones «de aguja», contoneando las caderas.
A tu espalda se afana el mundo: corre, transborda, cruza calles. La vida suda a chorros. La vida, suda a chorros por cada uno de sus poros, en tanto que tú, oyes piropos, te sonríes, y esquivas miradas a golpe de melena. Como antes.
Sí, la vida no es más que un aroma que exterioriza un cuerpo, y tú, acabas de recuperar, por el precio de un billete de metro, uno que no solo te hace visible a todos, sino infinitamente libre, más libre que cualquiera.
Y ahí está, alto, muy alto, el objeto de tu viaje. Ahí, atesorando entre sus ojos, que ni siquiera son de acueducto, los malos pensamientos, está tu último amante; el único que ya, de verdad, te espera. Le devuelves su negra mirada. La cita ha quedado pospuesta para otro momento. Para otro, para ése en el cual ya no seas capaz de aspirar, de aferrarte a un aroma que transforme tu alma en cuerpo.
El día huele a verde, a madreperla y organdí. El día huele igual que tu recuerdo.
Blanca Sandino