
Imagino una boca al fin de la muralla de tu niebla,
fosforescente y amplia.
La luz no llega a verme, porque soy invisible a la distancia,
cómplice y expresiva, rostro que al pie del hombre
se eleva.
Su inversión es quimérica y real, palpo cómo la sombra en un tabique
me atrae, y no soy ese fantasma -descarto personalidades de ultratumba-.
Me has dejado jugando en los columpios
del oscilante insomnio del deseo,
como un tiempo averiado y estridente,
travieso y educado,
-¿qué es el tiempo, sino un hábito del polvo?-.
Y me siento a tu lado, carne,
sobre ti no sé nada,
ni tu nombre,
ni tus suposiciones,
ni tus celos,
ni siquiera conozco la forma que te envuelve.
Por eso estoy aquí,
te pido que me expliques de qué esencia he brotado.
Tus ojos palpitantes y sin vista, me revelan poesía.
Y me pregunto, ahora,
solo preguntas muertas.
Me escapé de mi cuerpo para rozar tus ingles.
Quizá nos une algo, a todos los que estamos
en este laberinto, construido con la mente.
Siéntate junto a mí, vuelves a replicarme.
Ya sin alma ni espectro.
Y yo estiro la noche, hasta lamer tu sombra puntiaguda.
¿De dónde vienes, escolástica ausencia?
En alguna pradera suena el viento, mientras asciendes dejas tu recuerdo,
y permanezco inmóvil, pero pesado, allá, en el tiempo.