La Casa
Publicado: Vie, 07 Feb 2020 18:26
Definitivamente, esa casa era como una sala de espera o un laboratorio de reproducción ovípara. Grácil, débil, casi incorpórea, que permanecía en pie de forma milagrosa.
Así era, grande y en el aire un olor a mayonesa a punto de descomponerse que conservaba su más tierno sabor sin nada contundente a lo que acompañar.
Supongo que nadie hacia el recuento de su continua agonía. No había nada fuera de lugar porque todo estaba en desorden y, por tanto, previamente disculpado. La mejor relación entre la forma y el fondo la podía obtener el cartero que volvía, una y otra vez, a esa inconsistencia gelatinosa.
Era una escuela, no una casa; a veces un templo y otras un escenario; a veces un comedor y otras un sitio de recreo. Unido todo ello, según los vecinos, por una falta de criterio en la forma de vida de sus dueños. No para mí que siempre he sido una voyeur con pretextos literarios.
Claro que para sus moradores podría suponer un lugar de ensueño inacabado. No había fotos de primera comunión como en el resto de las casas. No había mesa de metacrilato con recuerdos de Albacete como solía encontrar en el resto de los salones visibles desde la entrada.
Había tele, pero vieja, grande y torpe; un padre sin esposa, la presencia de un abuelo muerto y la constancia de unos hijos sin dinero para tabaco, una novia él, un amor lejano ella. Sin whatsapp, esperaba sus cartas como agua de mayo. A menudo venía a mi encuentro y aguardaba a que terminara el reparto. Cuando no había nada suyo, en el buzón, se alejaba con un conformismo mentiroso y un leve fastidio en sus ojos.
Un pasado presente sin futuro y, lo que es peor, sin prisa por tenerlo. Un accidente del destino, un fraude involuntario, mantenido por todos a conciencia.
Aún puedo recordarlos, cuando un día coincidimos, yo repartiendo el correo y ellos esperando el ascensor. Con el humor irónico de los desangelados, bromeaba el padre a los otros vecinos, rectos y apresurados. Los que partían siempre con los zapatos lustrosos y el periódico bajo el brazo.
Apenas fui un par de veces a entregarles paquetes certificados. Lo suficiente para sentirme formar parte de ese espacio. Cuando por primera vez se abrió esa puerta ante mí me abochorné de haber aceptado ese empleo temporal. Me pareció ruin saber tanto sobre ellos.
Esa casa era un chollo para mí, un libro abierto, una prosa poética amarga y anónima. Y, en cierto modo, mía.
Así era, grande y en el aire un olor a mayonesa a punto de descomponerse que conservaba su más tierno sabor sin nada contundente a lo que acompañar.
Supongo que nadie hacia el recuento de su continua agonía. No había nada fuera de lugar porque todo estaba en desorden y, por tanto, previamente disculpado. La mejor relación entre la forma y el fondo la podía obtener el cartero que volvía, una y otra vez, a esa inconsistencia gelatinosa.
Era una escuela, no una casa; a veces un templo y otras un escenario; a veces un comedor y otras un sitio de recreo. Unido todo ello, según los vecinos, por una falta de criterio en la forma de vida de sus dueños. No para mí que siempre he sido una voyeur con pretextos literarios.
Claro que para sus moradores podría suponer un lugar de ensueño inacabado. No había fotos de primera comunión como en el resto de las casas. No había mesa de metacrilato con recuerdos de Albacete como solía encontrar en el resto de los salones visibles desde la entrada.
Había tele, pero vieja, grande y torpe; un padre sin esposa, la presencia de un abuelo muerto y la constancia de unos hijos sin dinero para tabaco, una novia él, un amor lejano ella. Sin whatsapp, esperaba sus cartas como agua de mayo. A menudo venía a mi encuentro y aguardaba a que terminara el reparto. Cuando no había nada suyo, en el buzón, se alejaba con un conformismo mentiroso y un leve fastidio en sus ojos.
Un pasado presente sin futuro y, lo que es peor, sin prisa por tenerlo. Un accidente del destino, un fraude involuntario, mantenido por todos a conciencia.
Aún puedo recordarlos, cuando un día coincidimos, yo repartiendo el correo y ellos esperando el ascensor. Con el humor irónico de los desangelados, bromeaba el padre a los otros vecinos, rectos y apresurados. Los que partían siempre con los zapatos lustrosos y el periódico bajo el brazo.
Apenas fui un par de veces a entregarles paquetes certificados. Lo suficiente para sentirme formar parte de ese espacio. Cuando por primera vez se abrió esa puerta ante mí me abochorné de haber aceptado ese empleo temporal. Me pareció ruin saber tanto sobre ellos.
Esa casa era un chollo para mí, un libro abierto, una prosa poética amarga y anónima. Y, en cierto modo, mía.